sábado, 7 de marzo de 2015

La Audiencia Nacional condona el acoso al Parlament

LA AUDIENCIA NACIONAL CONDONA EL ACOSO AL PARLAMENT El 15 de Junio de 2011, un millar de “indignados” -al amparo del lema “Paremos al Parlament, no dejaremos que aprueben recortes”- sitiaron su sede en el Parque de la Ciutadella de Barcelona, bloquearon todas sus entradas e impidieron de forma violenta el acceso de los diputados que debían adoptar ese día los presupuestos de la Comunidad. El coche del Presidente Artur Mas fue zarandeado, las fuerzas de seguridad tuvieron que resguardar a varios diputados en furgones blindados, y el President y otros 30 diputados debieron tomar un helicóptero para acceder al parlamento, al que sólo consiguieron llegar 70 de sus 135 componentes. La Fiscalía pidió penas de cinco años y medio de prisión para 20 participantes en el asedio por un delito de atentado contra altas autoridades del Estado, pero la Sala Penal 1ª de la Audiencia Nacional (AN) los absolvió el 8 de Julio en una sentencia redactada por Ramón Sáez Valcárcel, que contó con el apoyo de Manuela Fernández Prado y la oposición del Presidente de la Sala, Fernando Grande-Marlaska. Lo más sorprendente ha sido no tanto la exculpación, como los argumentos utilizados para ella. Todo el mundo siguió a través de los medios de comunicación el vergonzoso espectáculo, menos los dos jueces que estimaron que los delitos no estaban suficientemente probados, y los justificó con criterios delirantes. Justificación de la violencia con argumentos políticos Los asediantes hostigaron violentamente a los representantes del pueblo que acudían al Parlament con insultos, amenazas (“os vamos a matar”), escupitajos, lanzamiento de objetos y golpes. Al diputado ciego José María Llop le intentaron arrebatar su perro guía, a Ana Isabel Marcos le lanzaron bolsas de basura y botellas, y la rociaron con una sustancia líquida, y a Montserrat Tura le pintaron una cruz en la espalda con un “spray”. Curiosamente, éste ha sido él único acto delictivo sancionado por la AN con una pena de cuatro días de localización permanente, al considerarlo una mera falta de daños. Los pacíficos manifestantes se habían concentrado para “dialogar -¡menudo diálogo!- con los representantes parlamentarios, para trasladarles el malestar y las consecuencias del los presupuestos que iban a adoptar”, “divulgar mensajes de protesta en relación a las decisiones legislativas”, y “dirigir a diputados, medios de comunicación y sociedad el rechazo a las medidas de recorte del gasto social”. Las acciones de protesta mostraban la voz de los desfavorecidos por las políticas de austeridad, que actuaban -¡increíble falacia!- “en defensa de la Constitución”, ya que no había otra forma de enviar un mensaje a la sociedad. No se trataba de cambiar el marco de las relaciones jurídico-políticas, sino de “plantear que se estaba operando un vaciamiento de los derechos fundamentales y de hacer resistentes las garantías de estos derechos”. Para el Tribunal, las acciones se encontraban “vinculadas al ejercicio del derecho de manifestación”, tenían lugar “en el tiempo y espacio de la protesta”, y “estaban destinadas a reivindicar los derechos sociales y los servicios públicos frente a los recortes presupuestarios, y a expresar el divorcio entre representantes y representados”. Una resolución que no tuviera en cuenta que los acusados ejercían un derecho fundamental hubiera enviado “un mensaje de desincentivación de la participación democrática directa -¿dónde queda la democracia representativa?- de los ciudadanos en las cosas comunes y del ejercicio de la crítica política”. Los derechos de reunión y manifestación gozaban de una posición preferente en el orden constitucional, por lo que debían ser objeto de especial protección. No existe, sin embargo, tal prioridad en la Constitución, que simplemente reconoce en su artículo 21-1 el “derecho de reunión pacífica” y consagra con claridad en el 66-3 la inviolabilidad de las Cortes. Las libertades de reunión y manifestación pacífica han de compatibilizarse con las de los diputados, que tienen el derecho y el deber de participar en las sesiones parlamentarias para cumplir el mandato que les ha sido encomendado por los ciudadanos. La sentencia llega al límite del absurdo cuando, tras constatar que hay pocos cauces de acceso al espacio público, culpa a los medios de comunicación al afirmar:”Cuando los cauces de expresión y de acceso al espacio público se encuentran controlados por medios de comunicación privados y cuando sectores de la sociedad tienen una gran dificultad de hacerse oír o para intervenir en el debate político y social, resulta obligado admitir cierto exceso en el ejercicio de las libertades de expresión o manifestación, si se quiere dotar de un mínimo de eficacia a la protesta y a la crítica, como mecanismos de imprescindible contrapeso en una democracia que se fundamenta en el pluralismo”. Clara tipificación de los delitos cometidos por los asediantes El portavoz de la Asociación “Jueces para la Democracia”, Joaquim Bosch, ha señalado que los cargos públicos “igual tienen que soportar incomodidades”, siempre que no constituyan delitos, pero en el presente caso lo son. Las conductas juzgadas entran dentro del delito de “atentado contra la autoridad”, que –conforme al artículo 550 del Código Penal- se aplica a “los que acometan a la autoridad, a sus agentes o funcionarios públicos, o empleen fuerza contra ellos, los intimiden gravemente o les hagan resistencia activa también grave, cuando se hallen ejecutando las funciones de sus cargos o con ocasión de ellas”. El artículo 551-2 prevé una pena de cuatro a seis años de prisión si las autoridades contra las que se atentare fueran miembros “de las Asambleas Legislativas de las Comunidades Autónomas”. El caso viene, pues, como anillo al dedo. En su voto particular, Grande-Marlaska concluía que los acusados “se pusieron de acuerdo para acometer física y verbalmente a distintos diputados”, con el fin de “impedir que acudieran al Pleno en cuyo orden del día estaba la aprobación de los presupuestos”. Pueden haber asimismo incurrido en el delito de “desórdenes públicos”, que –según el artículo 557-1- afecta a los que, actuando en grupo, alteren el orden público. El Tribunal ha estimado, sin embargo, que los benéficos manifestantes sólo pretendían dialogar, pero aun admitiendo su supuesta buena intención –que ya es mucho admitir-, reitero lo que ya expresé hace unos meses en estas mismas páginas, y me excuso por la auto-cita:”El juez debe limitarse a aplicar la ley a los hechos probados y no juzgar las intenciones de los delincuentes al amparo de elucubraciones políticas. La objetividad de la ley debe prevalecer sobre la subjetividad de la interpretación que los juzgadores den a unos hechos de naturaleza política. Las finalidades supuestamente altruistas perseguidas por quienes cometan un delito deberían ser consideradas, a lo sumo, como circunstancias atenuantes, pero en ningún caso como eximentes”. Politización de las resoluciones de ciertos jueces progresistas Esta decisión no es un caso aislado, ya que sigue la línea marcada por la muy ideologizada progresía judicial, como se ha puesto de manifiesto en el razonamiento meta-jurídico del juez Sáez, ex-portavoz de Justicia Democrática y antiguo miembro del Consejo General del Poder Judicial a propuesta de Izquierda Unida. Así, en 2013, la AN exoneró a los policías Pamies y Ballesteros del delito de colaboración con banda armada porque su intención no era favorecer a ETA sino al proceso de paz y, en 2014, la Audiencia Provincial de Madrid estimó que los “escraches” contra políticos, aunque fueran violentos, constituían un “mecanismo ordinario de participación democrática en la sociedad civil y expresión del pluralismo de los ciudadanos”. La mayoría de las Asociaciones Judiciales han considerado correcta la sentencia, mientras el Fiscal General, Eduardo Torres-Dulce, ha expresado su absoluto desacuerdo con ella, por estimar que se trata de “hechos muy graves que afectan a la soberanía democrática de un parlamento”, y ha recurrido la sentencia, junto con la Generalitat y el Parlament. Esperemos que el Tribunal Supremo vuelva las aguas a su cauce y limpie el baldón que esta lamentable y vergonzosa resolución ha causado en la reputación de la judicatura española.

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