viernes, 14 de enero de 2022
Putin defiende a ultranza el patio trasero ruso
PUTIN DEFIENDE A ULTRANZA EL PATIO TRASERO RUSO
Últimamente, Vladimir Putin ha tenido la oportunidad de manifestar -a través de los sucesos que están ocurriendo en Ucrania y en Kazajstán- que Rusia está dispuesta a defender con uñas y dientes el control absoluto de lo que considera su patio trasero: los territorios que en su día formaron parte de la URSS. Putin es un “homo sovieticus” que estima que la disolución de la Unión Soviética fue “el peor desastre geoestratégico del siglo XX” y está haciendo cuanto puede para que Rusia vuelva al “statu quo ante” de gran potencia, y lo está logrando como muestra su actual posición en Oriente Medio.
Rusia, Ucrania y la OTAN
En una reciente rueda de prensa, la corresponsal de “Sky News”, Diana Magnay, preguntó a Putin si Rusia tenía intención de invadir Ucrania y si ello dependería de los resultados de las negociaciones que se estaban realizando con Estados Unidos. La respuesta ha sido que dependería única y exclusivamente de consideraciones relativas a la seguridad de su país. Destacó que, mientras Rusia no tenía silos con misiles nucleares cerca de las fronteras de Estados Unidos, la OTAN si los tenía junto a las fronteras rusas. Omitió decir que Rusia tiene una cabeza de puente en medio de territorio OTAN en Kaliningrado –la antigua Könisberg de Emmanuel Kant-, donde no sé si tendrá armas nucleares, pero que constituye un quebradero de cabeza para la estrategia de la Alianza. Señaló que, con su expansión hacia las fronteras rusas, la OTAN había incumplido el compromiso de no hacerlo acordado en los años noventa con Mijail Gorvachov. Señaló que Rusia había hecho enormes esfuerzos para establecer relaciones normales con Occidente que resultaron vanos y se preguntaba retóricamente ¿por qué no consideraron a Rusia como un potencial aliado? ¿por qué ha habido cinco expansiones sucesivas de la OTAN hacia el Este?¿qué es lo que no entienden? Pues es muy fácil de entender: se trata simplemente de nuestra seguridad”.
Mi buen amigo el embajador Melitón Cardona se ha mostrado sensible a estos argumentos y –en un artículo sobre “Putin. Ucrania y Occidente”- ha afirmado que resulta difícil no estar de acuerdo este planteamiento, y que los colegas que habían estado destinados en Rusia con los que había consultado le habían expresado su conformidad. Concluía que nadie podría negar que “en el pasado, Rusia nunca había tenido un nivel de calidad democrática como el actual”. Coincidí con Melitón en Moscú en la fase final de Yeltsin –él como Cónsul General y yo como Embajador-, pero -aunque crea que Putin tiene algo de razón- no comparto su planteamiento, que está pleno de inexactitudes, de omisiones y de falacias. En un nuevo artículo sobre “La Federación rusa y Occidente”, Cardona ha insistido en que Rusia se ha sentido amenazada en su seguridad por la expansión de la OTAN, lo que explicaba la actitud recelosa de Putin hacia Occidente. Ello lo explica en parte, pero no del todo. El distanciamiento de Occidente ha sido iniciativa de Putin, que lo ha hecho para reforzar el patio trasero de Rusia y –sobre todo- para recuperar su status de gran potencia.
Tras la reunificación alemana en 1989 y la disolución del Pacto de Varsovia en 1991, la OTAN dio garantías verbales a Gorbachov de que no extendería su actuación hacía las fronteras rusas, pero Estados Unidos impuso la expansión hacia el Este pese a las reticencias de Francia y Alemania. No se trató de cinco expansiones -como ha alegado Putin-, sino de dos y media. En 1999 ingresaron Polonia, Hungría y la República Checa, y en 2004 las tres repúblicas bálticas. Rusía toleró la primera ampliación por tratarse de Estados soberanos que habían sido forzados a incorporarse a un Pacto de Varsovia que se había disuelto, pero criticó acerbamente la de los países bálticos, que habían sido parte integrante de la URSS. La OTAN hizo un tercer intento cuando invitó en 2008 a Ucrania y a Georgia y entonces Rusia estimó que se habían cruzado sus líneas rojas y, en horas 24, invadió Georgia y reconoció la independencia de las regiones de Abjazia y de Osetia del Sur, dejando al país como un Estado fallido que perdió buena parte de su territorio. Amenazó con hacer lo mismo con Ucrania, pero su presidente –el pro-occidental Viktor Yushenko- fue sustituido por el pro-ruso Viktor Yanukovich, quien retiró la petición de ingreso y prorrogó hasta 2042 el Tratado que permitía la presencia de la flota rusa en Crimea, con lo que se evitó por el momento la invasión rusa.
Aunque jurídicamente era obvio que Estados soberanos como Georgia o Ucrania podían adherirse libremente a una alianza militar como la OTAN, políticamente no resultaba aconsejable, al tratarse de antiguos miembros de la URSS que –a diferencia de los bálticos- no habían sido previamente independientes, y cuando había existido un compromiso moral de la Alianza de no llegar a ese extremo. Cuestión bien distinta era la asociación de estos Estados con la Unión Europea, que no afectaba a la seguridad de Rusia. Yanukovich se negó a firmar el Acuerdo de Asociación con la UE y ésta fue una de las razones que provocó la revuelta de la Plaza Maidán y su derrocamiento. Aprovechando esta situación, Putin se apoderó de la península de Crimea –que reincorporó a la “madre patria”- y apoyó con tropas irregulares, armamento y cobertura militar a los rebeldes rusófonos del este de Ucrania, que proclamaron las Repúblicas de Donetsk y Lugansk, si bien –a diferencia de Georgia- no las ha llegado a reconocer.
No es cierto que Occidente se negara a considerar a Rusia como aliado y puedo dar mi testimonio al respecto. En mayo de 1997, asistí en el Kremlin a la reunión en la que el rey Juan Carlos I dijo a Yeltsin que la seguridad de Rusia era indispensable para la de Europa, en la que debería integrarse. Lo invitó a asistir a la Conferencia de la OTAN que se iba a celebrar en Madrid y, con su asistencia, demostraría al mundo que la ampliación de la Alianza no se hacía contra Rusia, sino en su presencia y con su participación. Yeltsin, sorprendido, agradeció al Rey la invitación y contestó que estudiaría con atención su posible participación en la cumbre. No asistió, pero el 27 de mayo se firmó el Acta Fundacional sobre las Relaciones de Cooperación y Seguridad Mutuas entre Rusia y la OTAN. Se creó un Comité Conjunto Permanente OTAN-Rusia como mecanismo para la consulta, la cooperación y la toma en común de decisiones, y en 1998 la Federación estableció una Misión Permanente ante la Alianza en Bruselas. Al acercamiento entre las dos partes contribuyó de forma decisiva el secretario general de la Alianza, Javier Solana. Prueba del buen ambiente existente fue la publicación en “El País” de una genial tira de Peridis en la que se mostraba al Rey charlando con Yeltsin, quien tenía a Solana sobre sus espaldas. Yeltsin le decía “OTAN, de ampliación NO, OTAN de entrada NO”, y don Juan Carlos le contestaba sonriente:”¡Estás perdido Boris!. Así empezó Solana y ahí los tienes de Secretario General”.
La relación se enfrió cuando las tropas rusas invadieron Georgia, aunque la UE actuó de mediadora para lograr el armisticio. Incluso en la Conferencia de la Alianza de Lisboa en 2010 se adoptó un Declaración Rusia-OTAN que reconocía que su seguridad mutua era indivisible y estaba interconectada, y preveía el establecimiento de una asociación estratégica “para crear un espacio común de paz, seguridad y estabilidad”. No obstante, la situación empeoró de forma considerable tras la anexión de Crimea y la intervención rusa en Ucrania, y no fue por culpa de Occidente. La OTAN y la UE se rasgaron las vestiduras, pero no hicieron nada para revertir una flagrante violación del Acta de Helsinki de 1975, que proclamó la integridad de las fronteras europeas, y tan sólo aplicaron sanciones económicas de menor cuantía que apenas afectaron a Rusia.
Ahora Putin ha concentrado unos 140.000 soldados a lo largo de su frontera con Ucrania y se habla de una posible invasión, aunque no creo que se produzca, ya que se trata de una maniobra de Putin –que sabe que puede seguir desestabilizando a Ucrania con su ayuda a la rebelión en Donbass- para presionar a la OTAN a fin de asuma en un Acuerdo su compromiso de desistir de realizar actividades militares en el patio trasero ruso y su renuncia a integrar en la Alianza a países que hubieran formado parte de la URSS -como ha exigido en las conversaciones de Ginebra-, lo que la OTAN no puede aceptar por razones de principio, aunque en la práctica esté dispuesta a asumirlo. El secretario general, Jens Stontelberg, ha manifestado que la invasión de Ucrania tendría graves consecuencias para Rusia -que pagaría por ello un alto precio-, respaldado la soberanía y la integridad territorial de Ucrania, y asegurado que -si se produjera un ataque- la OTAN reforzaría rápidamente sus tropas en la zona y tomaría las medidas necesarias para garantizar la seguridad de todos sus aliados. Mas, ¿es Ucrania técnicamente un aliado? Al no ser miembro de la OTAN, no está cubierta por las garantías de auxilio previstas en el Tratado de Washington. Pese a estas grandilocuentes declaraciones, si llegara a producirse un ataque, la Alianza no iría más allá de aplicar “sanciones económicas y políticas devastadoras”, porque carece de los medios militares para enfrentarse a Rusia en la región y de la voluntad política de hacerlo, sin contar con el factor económico de la dependencia energética de los Estados europeos de Rusia -30% del gas y 25% del petróleo que importan los países de la UE es de origen ruso-. La Alianza debería abstenerse de alentar falsas expectativas en Ucrania y limitarse a proporcionarle ayuda económica, apoyo político y cobertura diplomática.
Tampoco estoy de acuerdo con la afirmación de que nunca había disfrutado en
su Historia Rusia de un nivel de calidad democrática como el que existe bajo el mandarinato de Putin. En la época de Yeltsin existían muchas más libertades y brotes democráticos que en la actualidad. Se gozaba de libertad de prensa y había numerosas emisoras de radio y TV que se permitían criticar al Gobierno. Aunque limitado, existía un margen de acción política y se logró una cierta descentralización que otorgó amplios poderes a las autoridades regionales. Con Putin se han limitado las libertades, cuando no han desaparecido. Ha fortalecido el Estado central y contrarrestado las tendencias centrífugas de los barones regionales, creado desde el Gobierno el partido “Rusia Unida” -que monopoliza el poder-, y entorpecido el funcionamiento de los partidos democráticos, limitados a ser fuerzas testimoniales. Sólo ha permitido la actuación inocua del PC de Gennadi Zyuganov y del partido nacionalista de Vladimir Zhirinovsky. Líderes políticos -como Boris Nemtsov- o periodistas incómodas –como Anna Polikovskaya- han sido asesinados, otros -como Alexei Navalny- han sido envenenados o se encuentran en prisión, en Siberia o en el exilio. Ha desaparecido la libertad de prensa y los medios de comunicación están controlados por el Estado. ¿Es esto calidad de vida democrática? ¿Se imagina alguien a Putin sometiéndose voluntariamente –como hizo Yeltsin- a una moción de “impeachment” en la Duma? Yo, desde luego, no.
En el ámbito de las relaciones internacionales, Putin ha reinstaurado la Doctrina Breznev de la “soberanía limitada”, que atribuye a Rusia como antes a la URSS- el deber internacionalista de intervenir en los países hermanos vecinos cuando estimare que sus regímenes eran amenazados desde el exterior o desde el interior. Este “aggiornamiento” de la doctrina ha permitido a Rusia invadir Georgia y Ucrania, apoyar al dictador bielorruso Alekxander Lukashenko frente a sus propios ciudadanos, y enviar tropas a Kazajstán tras las recientes revueltas. Putin es el zar de todas las Rusias y el “gran hermano” de los países vecinos que forman el patio trasero de la Federación Rusa. Ha especulado con la posibilidad –casi certeza- de que la OTAN instalaría misiles nucleares en Ucrania, con lo que dejaría el territorio ruso a su alcance en cinco minutos de vuelo. Se ha preguntado si “¿Tendríamos que hacer nosotros algo similar?” y ha contestado “podemos”. En Kalinigrado, el territorio europeo estaría al alcance de los misiles rusos a tan solo un minuto de vuelo.
La revuelta en Kazajstán
La antropóloga noruega Erika Fatland –autora de “Sovietistán” y “La frontera”- ha incluido en el patio trasero de Rusia a los que califica de “istanes”: Kazajstán, Kirguistán, Tayikistán, Turkmenistán y Uzbekistán. Hay que excluir a Afganistán, que ha sabido resistir a lo largo de su Historia al expansionismo zarista, soviético o ruso. De todos ellos, Kazajstan se considera el más importante, aunque yo crea que tiene más solera Uzbekistán -el antiguo Turquestán-, país clave en la “ruta de la seda” procedente de China. Fui embajador durante tres años en los cinco “istanes” –aunque fuera con acreditación múltiple desde Moscú- y creo conocer algo de ellos.
Kazajstán es el país más extenso de los cinco –el doble de grande que los otros cuatro y cinco veces mayor que España-, aunque no el más poblado, que es Uzbekistán. Cuenta con unos 19 millones de habitantes, de los que -en el momento de su independencia- el 33% era de origen kazajo –raza mongólica, lengua derivada del turco y religión musulmana-, 43% de origen ruso y 7% ucraniano –raza eslava, religión ortodoxa y lengua rusa-, 7% de origen alemán descendientes de los colonos alemanes acogidos por la zarina Catalina y deportados en 1941 por Stalin al Asia central- y el resto por otras etnias. Durante la época soviética fue el principal proveedor de materias primas a la URSS –petróleo, gas, uranio, oro, plata, cobalto, hierro tugsteno, vanadio, cromo y carbón- y desarrolló una industria manufacturera y una agricultura mecanizada importantes, cuya producción se vino abajo con la crisis económica provocada por la disolución de la URSS, por lo que economía kazaja se redujo a la exportación de materias primas, especialmente gas y petróleo.
La disolución de la URSS fue fruto de la conspiración de la Federación Rusa, Ucrania y Bielorrusia para eliminar a Gorvachov, sin contar para nada con las demás repúblicas soviéticas, que se vieron obligadas a proclamar su independencia pese a no tener especial interés en ello. Sus economías se resintieron al desaparecer de pronto toda planificación y la especialización encomendada a cada una de ellas, y al no contar con los recursos y los técnicos necesarios para atender a la gestión de una economía integrada hasta entonces inexistente. El resultado fue una aguda crisis económica, la caída del PIB y el empobrecimiento. La mayoría de la gente echaba de menos la era soviética en la que tenían más oportunidades, frente a las que ahora hay muchas diferencias: una élite muy rica, una clase media muy pequeña y una clase baja con dificultades económica. Yeltsin creyó que se podría recuperar la Unión con la creación de la Comunidad de Estados Independientes, que resultó un fiasco, ya que –una vez lograda la independencia- cada República tiró por su lado y desapareció la cooperación y la cohesión entre los doce nuevos Estados surgidos de la URSS en Eurasia.
Kazajstán se vio forzada –muy a su pesar- a declarar su independencia a comienzos de 1992 y la situación política apenas cambió, pues el país siguió bajo el férreo control del secretario general del PC, Nursultán Nazerbayev, que se convirtió en presidente del nuevo Estado. Nazerbayev toleró la existencia de un supuesto régimen parlamentario en el que ningún partido –salvo el suyo- podía actuar libremente, y no existía separación de poderes ni libertad de expresión y de prensa. Inició un rápido proceso de “kazajastanización”, promovió la lengua kazaja y sustituyó el alfabeto cirílico por el europeo. Aunque mantuvo una actitud abierta con la población de origen ruso, provocó la marcha a Rusia de muchos ciudadanos –especialmente los funcionarios-, y la población rusa pasó en poco tiempo del 43% al 17%, porcentaje que seguía siendo significativo, especialmente porque los rusos desempeñaban la mayoría de los puestos dirigentes, tanto en el sector público como en el privado. El presidente estableció una dictadura un tanto paternalista.
Nazerbayev era consciente de su dependencia de Rusia, con la que Kazajstan compartía una frontera de 7.598 kms, y procuró mantener las buenas relaciones con el Kremlin, por lo que fue un colaborador modélico. Se adhirió a la Comunidad de Estados Independientes, a la Comunidad Económica Euroasiática y a la Organización del Tratado de Seguridad Colectiva, en la que participan asimismo Armenia, Bielorrusia, Kirguistán, Rusia y Tayikistán. Al mismo tiempo ha mantenido excelentes relaciones con su vecino chino, del que le separa una frontera de 1.349 kms y le une un ferrocarril que va de Yiwu a Alma Ata siguiendo la “ruta de la seda, y una importante inversión económica en el país. También ha conservado buenas relaciones con la Unión Europea e incluso cuenta con una Plan Individual de Asociación con la OTAN.
La gran iniciativa de Nazerbayev fue trasladar la capital de la República de Alma Ata a Astaná, donde construyó en la tundra del noroeste del país, cerca de la frontera rusa -a un coste elevadísimo- una ciudad artificial, a la que obligó a trasladarse a todas las misiones diplomáticas acreditadas en Kazajstán. Según Alberto Priego, el traslado de capital hacia una zona con una importante población de origen ruso se hizo para reafirmar la soberanía de la nueva República y evitar que la población rusófona pidiera la anexión a la Federación de Rusia. La capital ha sido rebautizada como Nursultán, en homenaje al amado líder en una obscena muestra de nepotismo.
Tras 27 años de mando absoluto e incontestado, Nazerbayev dio en 2019 un paso al lado y pasó la presidencia a su antiguo ministro de Asuntos Exteriores, Kasim-Yomart Tokayev -un “aparatchik” sin la personalidad y el carisma Nazerbayev-, pero mantuvo la presidencia el Consejo de Seguridad Nacional para seguir controlando el país desde las bambalinas. El considerable aumento del precio del gas licuado provocó la celebración en Alma Ata de una masiva manifestación de protesta, que fue reprimida con brutalidad por las fuerzas de seguridad –a las que Tokayev dio órdenes de “tirar a matar”-, que han provocado 164 muertos y centenares de heridos, así como la detención de 5.100 personas. Aunque el Gobierno ha anulado la subida de precios, las manifestaciones se han extendido por todo el país y han adquirido un carácter político, al revelar no sólo el descontento por unas exorbitantes medidas de tipo económico, sino también el hartazgo de la juventud por la ausencia de libertades.
Al verse desbordado por las manifestaciones, Tokayev ha invocado el Tratado de Seguridad Colectiva y solicitado a sus miembros el envío de tropas para sofocar la “rebelión”, que ha atribuido a agentes terrorista procedentes del extranjero. Todos los Estados –salvo Kirguistán- han enviado contingentes armados, entre los que figuran 3.000 paracaidistas rusos. El Gobierno ha declarado que se trataba de una “misión de paz” y que los soldados de la OTSC no se implicarían en las misiones de combate.
Según Fatland, ha sido la primera vez en 30 años que ha intervenido la OTSC, lo que suponía un punto de inflexión. Había para ello dos posibles razones: que las autoridades tuvieran miedo a perder el control de la situación porque las fuerzas de seguridad no les obedecieran y la importancia para Rusia de un país con el que comparte tan larga frontera. “Hay miedo ante lo que Rusia pueda hacer si cunde el caos en el país, pero en el fondo todo esto les hace mucho más dependientes de Moscú”. Para Josep Pique, se trata de un fenómeno fundamentalmente endógeno que pone de manifiesto luchas entre facciones rivales del propio régimen, como revelan la disolución del Gobierno, la detención del ex-primer ministro y responsable de la Seguridad Nacional, Karim Maximov, y la destitución del propio Nazerbayev. El régimen kazajo necesita a Rusia para sostenerse, al ser una autocracia corrupta que, sin instituciones sólidas, difícilmente puede sobrevivir a situaciones de crisis, pero el coste evidente es la limitación de la soberanía. José Manuel Cansino lo ha considerado como el “protectorado” que un Estado ejerce sobre otro que -siendo incapaz por sí mismo de mantener el orden interior o sus fronteras- invoca la protección de una potencia amiga.
¿La situación en Kazajstán beneficia o perjudica al Gobierno ruso? Las dos cosas a la vez. De un lado, lo beneficia porque distrae la atención de los problemas a los que se enfrenta Putin y le permite consolidar la hegemonía de Rusia en una antigua república soviética; de otro, le perjudica porque le abre un nuevo frente que puede ser grave si las revueltas populares le obligaran a ampliar su intervención militar y. a la par, no le será fácil intervenir con suficiente intensidad y de forma simultánea en dos frentes, uno en el que se ha metido “motu proprio” -como el de Ucrania- y otro en el que lo ha hecho a instancia de parte -como el de Kazajstán-.
Comentando el artículo de Cardona, el general Rafael Dávila ha dicho que es mejor sentarse con Putin y ver dónde está el futuro de Europa, juntos y no enfrentados. Por supuesto, pero esto es más fácil decirlo que hacerlo. Como ha señalado Stoltenberg, porque el diálogo es difícil, resulta por ello más necesario. “Las acciones de la OTAN son defensivas y proporcionadas y seguimos abiertos al diálogo”. Hay que tener, sin embargo, sumo cuidado porque Putin es un excelente profesional de los servicios secretos de la acreditada ganadería de la KGB, conoce los de trucos propios del oficio, y actúa de mala fe. Pedro/Vladimir invoca el peligro del lobo de la OTAN –bestia negra de los rusos- para conseguir el respaldo de su pueblo a su cada día más cuestionado liderazgo. Exige algo que la Alianza no le puede dar para justificar inquebrantable defensa a ultranza de lo que considera el patio trasero de Rusia. La Alianza ha requerido que se debata asimismo cuestiones como la transparencia en los ejercicios militares, la prevención de incidentes, las ciberamenazas, el control de armas y la no proliferación o la limitación de misiles. Ha propuesto que se reabran las comunicaciones miliares y civiles ha sido positiva la reciente reunión Bruselas tras tres años en barbecho del Consejo OTAN-Rusia, aunque sus resultados hayan sido decepcionantes.
Madrid, 14 de enero de 2022
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