sábado, 5 de marzo de 2011

KUWAIT Y ARABIA SAUDITA, ALIADOS DE OCCIDENTE, NO RESPETAN LOS DERECHOS HUMANOS

En los periódicos del pasado 27 de Febrero se podían contemplar las fotos del Rey Juan Carlos I, rodeado de personajes cualificados de las autocracias infelizmente reinantes en el mundo árabe. La celebración del 50º aniversario de la independencia del Emirato de Kuwait justificaba la presencia del considerado –a justo título- como el “Primer Embajador de España”. Brillaba, sin embargo, la ausencia de altos representantes de los países occidentales, en unos momentos en que se están manifestando de forma espontánea los deseos de libertad de las poblaciones árabes del Norte de África y del Medio Oriente, y su protesta contenida por la mala situación económica y la reiterada violación de los derechos humanos en la región.

Kuwait es un pequeño Estado de 17.800 kilómetros cuadrados, situado al nordeste de la Península de Arabia. Desde 1756 ha estado regido por la dinastía de los Al-Sabah. En 1899 se colocó bajo el protectorado de la Gran Bretaña, quien le concedió la independencia en 1961. Cuenta con una población de 3 millones de habitantes de los cuales sólo el 30% poseen la nacionalidad kuwaití. Esta minoría goza de la plenitud de derechos existentes y de una privilegiada situación económica, pues son los principales beneficiarios de las riquezas del país, que tiene una renta “per cápita” de $50.000. El 70% restante está compuesto por ciudadanos de otros países árabes (egipcios, iraquíes, sudaneses, palestinos…) y de Asia (India, Pakistán, Bangla Desh, Filipinas…) Cuenta asimismo con unos 100.000 apátridas (“bidum”), que no tienen derecho a la educación, a la sanidad o a otros servicios asistenciales.

Los kuwaitíes ostentan los altos cargos de la administración, el ejército y la gestión empresarial (especialmente la explotación del petróleo, principal y casi único recurso del país). Tienen el privilegio exclusivo de acceder a la categoría de patrocinador (“sponsor”), pues son los únicos autorizados a ejercer actividades comerciales. Cualquier empresa extranjera que quiera operar en Kuwait necesita estar avalada por un “sponsor”, quien con sólo prestar su nombre, obtiene una jugosa remuneración sin necesidad de trabajar. No pagan impuestos, disfrutan en exclusividad de los derechos disponibles y se aprovechan del capital y del trabajo de los foráneos.

Antes de la invasión del país por Irak en 1991, las labores administrativas eran fundamentalmente realizadas por una numerosa y bien preparada colonia de refugiados palestinos, que fue expulsada del país –junto con los inmigrantes iraquíes- tras el fracaso de la intentona de Saddam Hussein. El pequeño comercio está en manos de los asiáticos (especialmente los procedentes de la península indostánica) y el trabajo cotidiano es realizado por otros nacionales árabes y asiáticos, además de por los “bidum”, que son los parias de los parias. Las leyes discriminan a favor de los kuwaitíes y los inmigrados carecen de los derechos fundamentales y son objeto de un tratamiento a menudo vejatorio. Una de las acciones realizadas por el Rey Juan Carlos durante su anterior visita a Kuwait fue pedir clemencia al Emir para que conmutara la pena de muerte injustamente dictada contra dos jóvenes sirvientas filipinas.

El Estado está bajo el férreo dominio del Emir Sabah al-Ahmed al-Sabah y todos los componentes del Gobierno y de la alta administración pertenecen a la prolífica dinastía de los al-Sabah. Hay una Asamblea Legislativa decorativa cuyos 50 miembros se eligen cada cuatro años. Por supuesto que sólo pueden votar los que ostentan la nacionalidad kuwaití y, hasta 2008 no se reconoció el derecho de voto a la mujer. La fuerza política mayoritaria de la Asamblea es la del Movimiento Constitucional Islámico (entidad creada por el Gobierno) y hay unos pocos diputados liberales, chiitas e independientes de carácter testimonial, ya que no existen partidos políticos libres. Las competencias del Parlamento son sumamente reducidas y una de sus más destacadas decisiones fue prohibir la importación de vinos y licores destinada a los miembros del Cuerpo Diplomático. El consumo de productos alcohólicos –así como de productos del cerdo- está rigurosamente prohibida y está sometida a graves penas, incluido el castigo corporal. Cuando estaba de Embajador en Irak en los años 80, solía ir con relativa frecuencia a Kuwait para adquirir alimentos y otros productos que no se podían obtener en Bagdad como consecuencia de la guerra con Irán. Al atravesar la frontera, los aduaneros kuwaitíes registraban con detenimiento mi vehículo en violación de los derechos reconocidos por el Convenio de Viena de 1961 sobre Relaciones Diplomáticas. Pese a estas manifestaciones externas de rigor anti-alcohólico, la mayor parte de los kuwaitíes beben como cosacos en sus casas y esperan que se les ofrezcan licores cuando visitan la vivienda de un diplomático.

La hipocresía de su conducta se ponía asimismo de manifiesto en otros ámbitos de la convivencia. Recuerdo el caso del Secretario de la Embajada española que, tras acompañar a su mujer –en avanzado estado de gestación- a ver al ginecólogo, salió de la consulta con el brazo sobre los hombros de su esposa y fue detenido por escándalo público por una de las patrullas que velaban por moralidad pública..

Mi experiencia en los contactos mantenidos con kuwaitíes resultó bastante negativa. Kuwait se me presentaba como un “Estado-supermercado”, en el que predominaba el estilo hortera de nuevo rico, y echaba de menos el talante amistoso y la hospitalidad de otros pueblos vecinos como los de Irak, Omán o Dubai En una ocasión en que fui al país para adquirir un coche para la Embajada encontré toda clase de pegas –técnicas, administrativas y financieras- para conseguir el vehículo. Los interlocutores eran arrogantes, antipáticos y oportunistas. Aún tuve que hacer frente a dificultades adicionales en la frontera por parte de policías y aduaneros. Al pisar de nuevo territorio iraquí, no pude menos que exclamar para mis adentros: “¡Hogar, dulce hogar!”.

La inmensa mayoría de la población, el 85%, profesa la religión musulmana en su vertiente sunita.Hay una importante minoría chiita (25%) y una pequeña colonia de unos 25.000 cristianos, en su totalidad extranjeros, pues no se permite el “proselitismo” y la renuncia al islamismo puede llevar aparejada la pena capital para los apóstatas. No se reconoce la libertad de religión, aunque existe una cierta tolerancia hacia los cristianos heredada del período de la dominación colonial británica.

La situación en Kuwait es, sin embargo, “pecata minuta” comparada con la reinante en el vecino estado de Arabia Saudita. Sus inicios se remontan a 1750, fecha en que Mohamed ben Saud creó el “Reino de Saud”. Gracias a los esfuerzos de Abdulaziz ben Saud, el territorio se libró a principios del siglo XX de la dependencia del Imperio Otomano y en 1932 se constituyo el Reino de Arabia Saudita. Se trata de uno de los pocos sistemas feudales que aún subsisten en el mundo. Está regido por un monarca absoluto y controlado por la camarilla de los 200 descendientes masculinos del rey Abdulaziz. Se estima que la familia real está integrada por unos 22.000 miembros, que –por el mero hecho de serlo- tienen derecho a una remuneración mensual vitalicia, que supone el 5% del presupuesto nacional, y que va de los $800 percibidos por el más modesto componente del clan a los $270.000 de que disfrutan los hijos del rey Saud.

El reino saudita es confesional. Su Constitución es el Corán y la ley islámica –la Sharia- es de obligado cumplimiento. La máxima autoridad es el monarca, que ostenta el título de “Defensor de los Creyentes” y Protector de las ciudades santas del Islam: La Meca y Medina. En virtud de ello, tiene por misión difundir la religión musulmana y la cultura islámica por todo el mundo. El rey ostenta el poder ejecutivo de forma absoluta. El legislativo recae sobre el Consejo de Ministro -compuesto por destacados miembros de la familia real- y el judicial es ejercido por los tribunales religiosos. No hay partidos políticos ni elecciones libres. Tan solo en 2005 se celebró un simulacro de elecciones municipales.

No se reconocen los derechos humanos fundamentales más elementales. La pena de muerte se aplica con generosidad para la represión de delitos tales como la sodomía o la apostasía del islamismo. La Sharía contempla penas como la flagelación por conducta inmoral o la amputación de miembros por el delito de robo (la céntrica plaza de Riad donde se celebran las ejecuciones y las amputaciones es irónicamente conocida por los extranjeros como el “Chopping Centre”), y los tribunales recurren a ellas sin el menor reparo. Cuando el Comité de la ONU contra la Tortura condenó a Arabia Saudita por estas prácticas degradantes, el Gobierno replicó que dichas prácticas formaban parte de la tradición islámica, que databa de 1.400 años.

La principal víctima de esta situación es la mujer, que es –por la ley coránica- inferior al hombre, al que está sometida (sea padre, hermano, esposo, hijo o pariente). No puede tomar decisión alguna sin el refrendo de un varón de su familia, ni salir a la calle o viajar sin escolta masculina. Su testimonio vale la mitad del de un hombre. Ha de cubrir todo su cuerpo con una túnica o capa (“abaya”) y su cabeza con el “hyjab” (pañuelo que cubre el cabello) o el “nykab” (lienzo que cubre toda la cabeza, salvo los ojos). No puede conducir un vehículo y ha de de situarse en los espacios especialmente acotados para ella en las mezquitas y otros lugares públicos. Estas demenciales normas se aplican asimismo a las mujeres extranjeras y lleva a situaciones realmente ridículas. Así, por ejemplo, el Ministerio de Asuntos Exteriores construyó en Riad un suntuoso Centro Social para uso de los miembros del Cuerpo Diplomático y altos cargos del Gobierno, y lo distribuyó en tres zonas estancas destinadas respectivamente a los caballeros, a las damas y a los matrimonios. Como los diplomáticos se negaron a aceptar estas normas discriminatorias, el Club no llegó a inaugurarse.

Otro sector discriminado es el de los extranjeros, especialmente los inmigrantes y trabajadores no musulmanes. Se calcula que hay entre 6 y 7 millones de extranjeros en el país, procedentes especialmente de India, Pakistán, Bangla Desh, Filipinas, Egipto y Yemen. Hay también un importante contingente de ciudadanos de países occidentales, que trabajan fundamentalmente como expertos en la industria petrolífera, principal fuente de ingresos del país (Arabia Saudita es el primer productor y exportador de petróleo del mundo y cuenta con el 24% de las reservas mundiales de dicho producto).
Los extranjeros están sometidos a las leyes del país, incluida la Sharía, aunque no sean musulmanes. Como en el caso de Kuwait, los inmigrantes no gozan de los derechos fundamentales básicos y suelen se tratados de forma poco acorde con las normas internacionales. Es tristemente célebre, por ejemplo, el trato dado al personal de servicio. El patrono puede usar y abusar a su antojo de las trabajadoras del hogar con absoluta impunidad, y si éstas se resisten suelen ser severamente castigadas por la justicia.

Pero la carencia más importante es, quizás, la ausencia de libertad de pensamiento, de expresión y de culto. El 97% de la población profesa el islamismo, la inmensa mayoría en su versión sunita y tan sólo de un 10 a un 15% en su versión chiita..
El país ha oficializado el axioma de que “no hay más Dios que Alá y Mahoma es su Profeta”. No se permite el culto público de ninguna religión salvo la islámica y no existen, por consiguiente, ni iglesias ni otros lugares de culto en todo el Estado. A los presbíteros y religiosos se les niega el visado de entrada y sólo de incógnito pueden acceder al país. Estas prácticas restrictivas afectan incluso a los miembros del CD y a los extranjeros que viven en recintos exclusivos. En una ocasión que visité Arabia Saudita, pude asistir en la residencia de un diplomático a una misa clandestina oficiada por un sacerdote, que no podía fungir como tal. Se llega hasta el esperpento de que –a efectos de indemnización por muerte- la ley prevé que la vida de un cristiano o de un judío vale la mitad de la de un musulmán, y la de un hindú o de un budista una decimosexta parte. Las autoridades sauditas, por otra parte, imponen la práctica de su religión a creyentes e infieles, y la llamada “policía para la promoción de la virtud y prevención del vicio” obliga “manu militari” al cierre de comercios y lugares de ocio en las horas previstas para la oración y fuerza a latigazos el cumplimiento del ayuno del Ramadán. Todo esto no es, sin embargo, óbice, para que el Gobierno de Arabia Saudita exija en todo el mundo la libertad de creencia y culto de los musulmanes, y financie con generosidad la construcción y gestión de mezquitas y escuelas coránicas por doquier. Los países occidentales toleran este doble estándar y no se atreven a exigir la aplicación del principio de la reciprocidad. .

Dentro del sunismo, el pueblo saudita comulga con la secta del “wahabismo”, que es la versión más puritana, ultra-conservadora e intolerante del Islam. Preconiza una interpretación literal e intransigente del Corán y de la Sharía, tal como se aplicaba en los tiempos de Mahoma. Pone especial énfasis en la negación de las demás religiones, -incluidas las del Libro, toleradas por el Profeta- y pone especial énfasis en la “yihad”, la lucha contra el infiel. Para hacerse perdonar sus muchos pecados –los jerarcas sauditas se encuentran entre los más corruptos e inmorales del mundo-, la monarquía de Saud suele recurrir a la “diplomacia de la chequera” y se ofrece a financiar cualquier organización o movimiento pretendidamente islámico, incluidos grupos integristas, xenófobos y terroristas.

Arabia Saudita ha dispuesto de una parte considerable de sus petro-dólares para construir en todo el mundo mezquitas y ”madrasas” y enviar misioneros para expandir la buena nueva del wahabismo. En Pakistán o en Afganistán, en Rusia (especialmente Chechenia) o en las antiguas repúblicas soviéticas de Asia han crecido como hongos las escuelas coránicas, en las que –amén de enseñar el Islam, lo cual es del todo loable- lavan el cerebro a los alumnos –que, por lo general, no reciben más educación que la de estos centros-, se les inculca el odio a Occidente y la religión cristiana, se relativiza el valor de la vida y se ensalza la entrega por la causa (facilitando el camino hacia la inmolación suicida), y se promociona el integrismo, el fundamentalismo, la xenofobia y la expansión de las distintas formas de “talibanismo”.

Hasta hace relativamente poco tiempo las posiciones más radicales del Islam eran patrimonio del chiísmo, que logró establecer un Estado confesional y teocrático en Irán con el Ayatollah Jomeini en 1979. El sunismo era menos intolerante y los movimientos integristas se limitaban a grupos de teólogos e intelectuales reunidos en torno a la Mezquita-Universidad de Al-Azhar de El Cairo, del que surgiría el movimiento de los “Hermanos Musulmanes”. Incluso este movimiento, aunque fundamentalista, era relativamente moderado. La expansión del wahabismo, impulsado y respaldado por la Arabia Saudita, provocó un profundo cambio en la situación y el sunismo se fue radicalizando hasta desembocar en la creación del Gobierno de los Talibanes en Afganistán, la radicalización religiosa y la intolerancia en Pakistán o los conflictos de origen religioso en Chechenia, otros lugares del Cáucaso y algunos antiguos territorios soviéticos.

Yo mismo he sido testigo presencial de parte de este proceso. En la antigua Unión Soviética vivía una importante minoría musulmana, para quienes su religión era más que nada un signo de identidad socio-cultural. Debido a la presión anti-religiosa del marxismo y a la evolución históricas, estas comunidades profesaban un islamismo “light” y tolerante. Tuve oportunidad de comprobarlo sobre el terreno y, así por ejemplo, pude visitar mezquitas en Kazán, Samarcanda o Bishkek sin necesidad de descalzarme. Tras la disgregación de la URSS y la desaparición del comunismo, la presencia de predicadores wahabitas se hizo sentir en los nuevos Estados y regiones musulmanas y proliferaron las “madrasas” costeadas con capital saudita. Esta “coranización” ha influido en la radicalización del pensamiento y conductas islámicos, y ha formado y deformado a nuevas generaciones de creyentes proclives al talibanismo y al fundamentalismo suicida de Al-Qaeda.

Por otra parte, Pakistán, pese a haber accedido a la soberanía por su fe musulmana y ser el primer Estado islámico del mundo, mantuvo tras su independencia un régimen de tolerancia. La presión de las tesis intransigentes del wahabismo llevó al Presidente Ul-Haq a imponer la aplicación de la Sharia y a adoptar la ley anti-blasfemia, por la que la acusación de un musulmán –sin necesidad de pruebas- de que una persona ha insultado al Profeta o se ha mofado del Corán puede llevar a que dicha persona sea condenada a muerte por los tribunales. Los diversos movimientos de inspiración talibán han incrementado los ataques y atentados terroristas y amenazan contra los cristianos. En Marzo de 2008, un atentado con coche bomba produjo la destrucción parcial del complejo del Arzobispado de Lahore -incluídas parte de la Catedral y la residencia del Arzobispo, mi cuñado Monseñor. Lawrence Saldanha- y provocó dos muertos y 12 heridos graves. En Julio de 2009, una multitud enfurecida tras la prédica del Viernes en la mezquita local -al grito de “Mueran los infieles”-, atacó e incendió una barriada cristiana del pueblo de Gojra, donde residía una persona acusada de haber profanar el Corán, y causó la muerte de seis personas, incluidos dos niños pequeños quemados vivos

Bien recientes son los casos de la condena a muerte en Noviembre de 2010 de la cristiana Asia Bibi por haber supuestamente insultado al Profeta, y los asesinatos a principios de Enero de este año del Gobernador de Punjab, Salmen Tasir, y tan sólo ayer del Ministro para las Minorias Religiosas Shahbaz Bhatti, por haber intercedido por la condenada Bibi. En el comunicado difundido por el Movimiento Talibán del Punjab –que ha reivindicado este último asesinato- se acusa al Gobierno de Pakistán de haber nombrado ministro a un cristiano, que pretendía revocar la ley anti-blasfemia.

Detrás de estos lamentables comportamientos se puede apreciar la larga mano del wahabismo, alentado moralmente y respaldado económicamente por la monarquía saudita y por importantes sectores del país, que financias movimientos integristas, radicales y terroristas, incluido el propio Al-Qaeda, cuyas conexiones con Arabia Saudita son evidentes. Sin embargo, pocas voces se alzado en Occidente para advertir del peligro y criticar el inaceptable proceder de las autoridades sauditas. ¡Poderoso caballero es Don Petróleo!. Al Reino de los Saud se le perdona todo –su ausencia de democracia y su reiterada violación de los derechos humanos- y se le considera un fiel aliado del mundo occidental. Se le ha concedido incluso al Rey Abdullah ben-Abdelaziz la Gran Orden del Toisón de Oro, condecoración católica por antonomasia.

Recientemente el Viceprimer Ministro británico, Nick Clegg, ha reconocido que, “pese a nuestras buenas intenciones, los europeos hemos fracasado en el pasado por permitir a los regímenes autocráticos librarse con una pretensión de reformas, hemos impuesto condiciones mínimas y después ni siquiera hemos insistido en esos estándares tan bajos”. Los países europeos y Estados Unidos no pueden, ni deben, imponer la democracia al estilo occidental a las autocracias musulmanas, pues no reúnen las condiciones políticas, socio-económicas, culturales e ideológicas para su implantación
El islamismo no favorece la democracia. Como afirmó en su día el soberano saudita Fahd, “un sistema basado en elecciones no es conforme con nuestro credo religioso”. Lo cierto es que no hay un solo país islámico dotado de un régimen genuinamente democrático. Ni siquiera Turquía -a la que se pone como modelo a seguir por los Estados de mayoría musulmana-, que ha mantenido algunas normas que consagran derechos fundamentales gracias a la imposición no democrática de su Ejército, auto-proclamado garante de la herencia de Ataturk. A medida que se consolide el control del país por el mayoritario partido islamista es probable que las cañas se conviertan en lanzas y los minaretes en misiles, conforme a la lírica retórica del Presidente del Gobierno Recep Erdogan. Los Estados democráticos, por otra parte, no pueden insistir en la celebración de elecciones libres y luego poner en tela de juicio sus resultados si no resultan convenientes para sus intereses, como ha ocurrido en la propia Turquía, en Argelia o en Gaza.

Lo que si pueden y deben hacer Estados Unidos y los países europeos es exigir a sus aliados el respeto de los derechos humanos, y uno de estos derechos básicos es la igualdad entre varón y hembra, de difícil aceptación por el mundo musulmán que se basa principalmente –aunque no exclusivamente- en la sura 4-34 del Corán:”Los hombres tienen autoridad sobre las mujeres en virtud de la preferencia que Alá ha dado a unos sobre otros y de los bienes que gastan. Las mujeres virtuosas son devotas y cuidan, en ausencia de sus maridos, de lo que Alá manda que cuiden.¡Amonestad a aquéllas de quienes temáis que se rebelen, dejadlas solas en el lecho, pegadles!. Si os obedecen, no os metáis más con ellas”. Este texto ha sido interpretado de forma constante por la tradición coránica y la práctica islámica en el sentido de que consagra la desigualdad entre el hombre y la mujer y la sumisión de ésta a aquél.

Los pueblos de los Estados con mayoría islámica son libres de escoger el régimen de gobierno que consideren más adecuado. Como se ha afirmado en el comunicado conjunto de España y los Emiratos Árabes Unidos –tras la última visita del Presidente José Luis Rodríguez Zapatero a Dubai-, ambos países, que siguen muy de cerca los acontecimientos que están teniendo lugar en el mundo árabe, consideran que “el proceso hacia la democracia, el desarrollo económico y la justicia social merecen respeto y apoyo, sin menoscabo del principio de la no ingerencia”.

Los países occidentales deben contribuir a este proceso hacia la democracia y respetar la voluntad libremente expresada de los pueblos árabes e islámicos. Pero, -cualquiera que sea el resultado y más aún si los Estados se niegan a celebrar elecciones libres- deben exigir el respeto de los derechos humanos, que son patrimonio de todos los miembros de la comunidad internacional, cualquiera que sea su ideología, régimen político o forma de gobierno. Como ha afirmado el Emir Hamad ben-Jalifa al-Thani, Qatar coincide con la Unión Europea en la necesidad de abrir un tiempo nuevo y de modernidad en el mundo árabe. España debe estar en la vanguardia de esta iniciativa de modernización por sus estrechos vínculos históricos, geopolíticos y económicos con los pueblos árabes y porque puede servir de modelo para la transición hacia un régimen democrático. No debe hacerlo en solitario, sino en estrecha colaboración con sus socios de la UE y con Estados Unidos.

José Antonio de Yturriaga Barberán

Madrid, Marzo de 2011

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