domingo, 24 de febrero de 2019

Graves peligros del nacionalismo catalán


GRAVES PELIGROS DEL NACIONALISMO CATALÁN[1]

             Es difícil determinar cuando se pasó del catalanismo al nacionalismo. No se produjo en un momento determinado, sino que fue fruto de un proceso gradual en el que el catalanismo fue dejando en un segundo plano su impronta cultural inicial y agudizando su perfil político, y se transformó en nacionalismo. Tras el desastre de 1898 y la pérdida de las colonias, el catalanismo se orientó hacia la actividad política. En plena contienda, Uniò Catalana  publicó un Manifiesto que culpaba a Madrid de la desmembración de los dominios españoles -fruto de la política de un Gobierno “que ponía en peligro de muerte todas las creaciones del género catalán”- y situaba a Cataluña totalmente al margen de lo que estaba ocurriendo en Cuba y Filipinas. Por ello,  resultaba imperioso que la región tuviera el gobierno de sus intereses internos e influyese en la dirección de los externos. Consumado el desastre colonial, arreció el tono crítico de los políticos nacionalistas contra España, era “un haz mal ligado de cabilas africanas” y donde Cataluña constituía “la principal representante de la civilización europea”. Si España quería levantarse, debería “acudir al ideal, a la fuerza y a las tradiciones de gobierno de la tierra catalana” Estas consideraciones eran una típica muestra del supremacismo inscrito en el ADN del nacionalismo catalán.

            La Real Academia de la Lengua define al nacionalismo como una “doctrina que exalta en todos los órdenes la personalidad nacional completa o lo que reputan  como tal sus partidarios”. Contempla, pues, un doble componente: uno objetivo –la exaltación de la personalidad nacional- y otro subjetivo –la opinión que los nacionalistas tengan sobre lo que es esa personalidad-. Ese elemento subjetivo hace que el nacionalismo pueda adoptar formas muy diversas. No hay un nacionalismo único, sino diversas manifestaciones del mismo, que varían en función de las circunstancias.

            Ya en 1932, José Ortega y Gasset definió el nacionalismo  “particularista” propio de Cataluña como “un sentimiento de distorno vago de intensidad variable, pero de tendencia sumamente clara, que se apodera de un pueblo o colectividad y le hace desear ardientemente vivir aparte de los demás pueblos o colectividades”. Los nacionalistas “sienten una misteriosa y fatal predisposición, un afán de querer quedar fuera, exentos, intactos de toda fusión, reclusos y absortos en sí mismos”. Es el terrible destino de un pueblo que arrastra angustioso a lo largo de su Historia, De ahí que quisiera ser  lo que precisamente no podía ser:”una pequeña isla de humanidad arisca reclusa en sí misma”. Según Gabriel Tortella, el nacionalismo catalán es el principal problema de España desde la Transición y resulta muy difícil imaginar su final. El nacionalismo vasco protagonizó las últimas décadas del siglo pasado, y la derrota de ETA dio lugar a un apaciguamiento transitorio, pero el nacionalismo catalán –con métodos de presión, extorsión y exclusión solapados, pero no menos viles- tomó el relevo en la actividad de zapa y derribo del Estado español. Esta situación planteaba numerosos problemas intelectuales, uno de los más apasionantes de los cuales era el de determinar cuál era la naturaleza del nacionalismo. Resultaba difícil de explicarlo porque no hay un nacionalismo único, sino varias modalidades según las latitudes y los condicionantes históricos, culturales y étnicos.

            Cabe distinguir dos tipos principales de nacionalismo: el que exalta las virtudes de la nación –su historia, sus tradiciones, su lengua, su cultura, su folklore o su gastronomía- y el que adquiere un carácter identitario que excluye a los que no comulgan con sus ideas. El primero es un factor de progreso y resulta encomiable, pero  el segundo es un factor de retroceso y resulta rechazable. El nacionalismo identitario cree –siguiendo a Giuseppe Mazzini- que a todo pueblo le corresponde una nación y un Estado. Unos lo aplican estrictamente a ser independentistas, mientras que otros se conforman con la autonomía para proteger su identidad colectiva. Según Rafa Latorre, el nacionalismo ha impuesto en Cataluña una forma poco sutil de extorsión colectiva que es la “paz del consenso” -tan poco meritoria y casi tan disuasoria como la paz de los cementerios-, que protege una biosfera delicadísima, que se vuelve hostil para el discrepante. Pese a sus peculiaridades históricas o geográficas, los nacionalismos presentan unos rasgos comunes.

            El nacionalismo necesita de un enemigo exterior para afirmar su personalidad. Hay veces que lo tiene y, cuando no, se lo inventa. Para Cataluña, el enemigo ancestral es España-Castilla-Madrit; el pueblo español, el idioma castellano, la cultura de España, sus costumbres y tradiciones –especialmente los toros- y hasta el Real Madrid. Su feroz anti-españolismo le lleva a denigrar a España siempre que puede y a alentar en Europa toda clase de sospechas con respecto a la calidad de su democracia, con la complicidad de los  euroescépticos y de los antieuropeístas. Por fortuna –según Teresa Giménez Barbat-, ninguno de los países europeos, ni ninguna institución de la UE, han mostrado una sola fisura frente a quienes –en nombre de la identidad- desearían regresar a la suma de beligerancias que fue Europa antes de convertirse, gracias a la Unión, en “la comunidad más próspera, ilustrada y progresista del planeta que, en virtud de los principios de cooperación y solidaridad, se ha conformado como un espacio no sólo económico o político, sino también moral”. Para César Antonio Molina, se trata de “un nacionalismo inventado, repleto de rencores y resentimientos, profusamente enseñados y ensañados, que han acrecentado cada vez más su vieja costra de odio tribal”.

Según Nicolás Redondo, se ha planteado un enfrentamiento entre nacionalismo y cosmopolitismo, y los nacionalistas identitarios -envueltos en sus banderas, en su supremacismo y en su nostalgia fantasiosa- se sitúan al margen de este mundo globalizado. El nacionalismo catalán es introvertido y endogámico, y desprecia la globalización. Es replegado, doliente y plañidero, y se ha adueñado de todo el espacio público de forma asfixiante. Todo su discurso político se fragua desde el convencimiento de ser un pueblo víctima”, que no ha conseguido los objetivos que se proponía por culpa de la represión violenta del Estado español. En ese victimismo, cultivado durante años y años, se basa el supremo derecho a saltarse 1as leyes a la torera e incumplir las sentencias ¿Cómo recriminar a un pueblo oprimido durante siglos por unas pequeñas infracciones legales, si son necesarias para quebrar el yugo opresor?”. Su calvario de persecuciones les ha dado derecho a insultar al adversario, a imponer su estrecho marco político a toda la sociedad catalana, a violar las leyes, a interpretar la realidad a su gusto y a rechazar la crítica, la oposición o la discrepancia. El alma y la identidad de los nacionalistas catalanes sólo sobreviven gracias a la tensión, creando enemigos, aunque sean más imaginarios que reales. Necesitan el conflicto para mantener la pureza del santo grial de su ideología, mientras el cosmopolitismo representa todo lo contrario. Es la diferencia entre la cultura entendida como el ámbito en que se desarrolla la actividad espiritual y creadora del hombre, y “mi cultura”, entendida como espíritu del pueblo al que pertenezco, que impregna mis pensamientos y mis actitudes, con exclusión de los de los demás.

El repliegue sobre uno mismo y sobre las tradiciones supone aferrarse al pasado y rechazar una mundialización tan inevitable como positiva. Durante mucho tiempo, los españoles han estado ensimismados y ajenos a los cambios que iban transformando el mundo, pero esa actitud se acentuó en los nacionalismos periféricos, que rechazan lo que ignoran y todo lo que no coincide con su estrecho marco discursivo. Rinden pleitesía a un pasado inventado y a una identidad artificialmente creada, y siguen la tesis de Renan de que el error histórico es un factor esencial en la creación de una nación.

            El periodista catalán Agustí Calvet,”Gaziel”, señaló ya en 1930 que “el signo político de la tierra catalana, desde que España se constituyó en unidad nacional a fines del siglo XV, ha sido constantemente un sino protestatario. Mal avenida con el uniformismo creciente del Estado español, Cataluña ha vivido, políticamente hablando, en un estado de mal humor y enfurruñamiento”. Según Ortega, Cataluña ha arrastrado a lo largo de su Historia un terrible destino y, por eso, era toda ella un quejido casi incesante” y, para Sergi Doria, el nacionalismo catalán es portador de agravios eternos.

El uso  y el abuso de la Historia constituyen una de las características fundamentales de los nacionalismos, y su manipulación ha sido una especial seña de identidad del nacionalismo catalán, que le ha llevado a extremos tan grotescos y delirantes como las aseveraciones hechas por el Instititut Nova Història de que Hernán Cortés, Cristóbal Colón, Ignacio de Loyola, Teresa de Ávila, Erasmo de Rotterdam, Jeronimus Bosch “El Bosco”, Leonardo da Vinci o Miguel de Cervantes eran catalanes, y que hasta el propio Don Quijote no era de la Mancha sino de Cataluña. Jordi Canal ha comentado con sorna que no se explicaba como no había reivindicado que el primer  homínido era catalán. Jordi Pujol señaló que la lengua y la historia constituían las bases de la definición nacional de Cataluña, su esposa, Marta Ferrusola, manifestó que “nuestro nacionalismo se alimenta con nuestra Historia”, y su heredero político, Artur Mas, afirmó que la Historia era uno de los pilares básicos del nacionalismo catalán.

            Miguel de Unamuno decía que el nacionalismo era la chifladura de los exaltados echados a perder por indigestiones de mala Historia, Gaziel, que los historiadores catalanes solían narrar el sueño de la Historia de Cataluña, y Ricado García Cárcel que la sociedad catalana estaba enferma de pasado. Según Jordi Canal, el nacionalismo tiene buena parte de responsabilidad en esta dolencia por haber otorgado gran importancia a la construcción de un relato generador de identidad y sustentador de intereses y proyectos políticos  El mito y la mentira se han confundido siempre en la Historia de Cataluña, que ha resultado ser un instrumento fundamental en el proceso de catalanización de la sociedad. El relato gira alrededor de la búsqueda de una nación, que para los nacionalistas ya existía desde la época de los Condes pirenaicos y cuyos momentos de debilidad coincidían con los intentos de Castilla-España de destruir a Cataluña. Mantenía que ésta era una de las naciones más antiguas de Europa, ignoraba a la Corona de Aragón, aseguraba que en el siglo XVII Cataluña ya caminaba hacia la democracia y afirmaba que la conquista de Barcelona por las tropas españolas el 11 de Septiembre de 1714 supuso el fin de una Nación y de un Estado. Sin embargo, Cataluña nunca fue un Estado soberano e independiente, ya que siempre formó parte de una entidad política más amplia. Según Juan Claudio de Ramón, el nacionalismo es una ideología basada en la producción de mentiras y en el antagonismo étnico.

            El nacionalismo considera que Cataluña es superior a España y, por eso, conviene separarse de ella, y su actitud responde a un cierto etnicismo. En su libro “El honor del guerrrero”, Michel Ignatieff ha tratado de desentrañar los motivos que condujeron al estallido de los conflictos étnicos, especialmente en la antigua Yugoslavia ¿Cómo era posible que gente que había vivido en paz durante décadas pasaran de repente a matarse unos a otros de forma encarnizada? Lo ha explicado  porque, tras la muerte de Tito, los políticos descubrieron en el nacionalismo un filón inagotable de votos, pues bastaba con inventariar agravios, y cada derrota, cada gota de sangre, se anotaba en el Libro del Rencor y así -apunte tras apunte- se construía una identidad y se reunía una base electoral de la forma más rápida y eficaz posible, mediante la exclusión. Cuando un Estado –que tiene el monopolio de la fuerza- se ponía al servicio de un colectivo, los excluidos se refugiaban en la tribu y era cuestión de tiempo que decidieran tomarse la justicia por su mano. Cataluña no ha llegado a ese extremo, pero la pasividad de Pedro Sánchez ante el sectarismo de la Generalitat no augura nada bueno. Como ha observado Elisa de la Nuez, resulta difícil sostener un discurso que defienda que la modernidad pasa por el etnicismo nacionalista del siglo XXI y por tics propios de regímenes autoritarios, por mucho diseño posmoderno que se le añada.

Según Oriol Junqueras, los catalanes son similares  a los franceses y a los italianos, mientras que el resto de los españoles son más parecidos a los portugueses o –lo que es  peor- a los marroquíes. Pere Soler ha dicho con conmiseración que le daban pena los españoles y Joaquim Torra ha destacado por sus continuados vituperios de los españoles, a los que ha dirigido insultos y descalificaciones de lo más variopintos. Frente a su acusación de que Cataluña estaba siendo atacada por el fascismo español, Rivera le replicó que lo que realmente constituía fascismo era considerar bestias taradas a la mayoría de los catalanes y al resto de los españoles, violar el Estatuto y la Constitución para declarar la secesión o apoyar la violencia de los comandos separatistas. Cayetana Álvarez de Toledo ha afirmado que en Cataluña manda una facción puramente fascista, tanto en sus fines como en sus medios: agenda supremacista, eliminación de la disidencia u obscena politización de la policía.

Para Redondo, la acción concertada de las instituciones y de una parte de la ciudadanía en Cataluña  -no hay totalitarismos sin apoyos sociales- es la representación de un autoritarismo naciente con una fuerza que, por fortuna, es hoy en día aún insuficiente para derrotar al Estado y a la UE, pero -cuando se convierte en chusma a una parte de la sociedad-, nos encontramos ante una expresión de totalitarismo. Las propuestas dirigidas a volver al último Estatuto aprobado por el Parlament consagrarían el abandono de los catalanes que se han opuesto al procés. La solución pasa por crear un marco político razonable en el que puedan dialogar los diversos sectores de la sociedad catalana y, para ello, es indispensable acabar con las expresiones de autoritarismo que han surgido en Cataluña. Según Íñigo Calderón, en aquellos lugares donde gobiernan, los nacionalistas, emplean sus competencias y los boletines oficiales para converger dentro de sus ámbitos autonómicos, eliminar las diferencias internas, homogeneizar la pluralidad interna y sintetizar así una singularidad social de diseño, que se vuelve el objeto de sus políticas, una autentica singularidad colectiva en sustitución de la singularidad individual. Está singularidad de síntesis se convierte en el famoso “fet diferencial”, tan apreciado y propugnado por Jordi Pujol. Los nacionalismos se reivindican mediante ese hecho diferencial por contraposición al Estado. El hecho de ser diferentes –o de parecer serlo- explica el carácter excluyente del nacionalismo. César Antonio Molina ha estimado que el nacionalismo era un proyecto de las élites políticas y económicas excluyente. El nacionalismo aparta al ciudadano y lo retrotrae a su anterior condición de súbdito en el nuevo régimen absolutista que trata de imponer. Utiliza las mismas artimañas que los populismos de uno u otro signo, que buscan  la ruptura radical con el statu quo. El fervor nacionalista ha destruído la convivencia multirracial, lingüística y cultural, y dado un paso atrás en el proceso civilizatorio e impedido la posibilidad de que los ciudadanos convivan como iguales.

 Este nacionalismo cultural, étnico, territorial y monolingüístico ha creado dos clases de ciudadanos: los “excluyentes”, que cumplen con las normas impuestas-, y los “excluidos”, arrojados a las tinieblas exteriores por no cumplirlas. El nacionalismo tiene, pues, instintos excluyentes y ello es una de sus propias razones de ser, pues su intención –como la del totalitarismo- es llevar a cabo la homogeneización y reprimir a cuantos se opongan a él.”El miedo a la globalización y a perder supuestamente sus raíces, la inmigración y la xenofobia, el ataque frontal contra la democracia y sus instituciones representativas, la fe en el autoritarismo, la violencia de nuevo industrializada, el impuso del patrioterismo y la proclamación de una cultura única y pura, es lo que poco a poco se abre paso. El nacionalismo asume el monopolio moral de la representación y copa los medios de comunicación”.

 En Cataluña siempre mandan los mismos, lo que supone que la mitad de los catalanes no tienen derecho a sus propias instituciones. Se señala con el dedo al que no piensa igual –en medio de una espiral de silencio- y las instituciones no protegen a una parte muy importante de la ciudadanía, porque son “de parte”, sólo de y para los independentistas. En el nacionalismo se puede ver la nostalgia por un pasado donde el “sol poble” hace y deshace sin que nadie proteste demasiado. En ese sentido, la añoranza de una pequeña patria identitaria recuerda a la que sienten los “brexiteros” por el Imperio perdido o los votantes de Trump por una América fuerte, masculina y blanca. Nada de eso va a regresar porque la Historia avanza en una dirección distinta. 

Para Fernando de Haro, en Occidente hay movimientos que renuncian a la racionalidad para resolver su ansiedad identitaria. El nacionalismo tiene que ver con la secularización, ya que la nación siempre ha sido objeto de culto. “Los que creíamos en la tradición ilustrada pensábamos que la bestia había sido domesticada, pero cuando la ilustración se apaga, la bestia reaparece. Lo sacro reaparece buscando un objeto y lo más inmediato es la nación”. Toda cultura es juzgada por la capacidad que tiene de abrirse de lo particular a lo universal, y la absolutización de lo particular demuestra una debilidad cultural y antropológica de toda la sociedad, no sólo de las élites. La disolución de evidencias provoca una ansiedad identitaria que nos lleva a poseer lo fácil. De ahí se deduce la irrealidad del nacionalismo y su irracionalidad. Vive en el autoengaño de un mundo virtual inventado, que convierte en realidad a través de la “posverdad“. No piensa con la cabeza, sino con las vísceras, se deja llevar por el  sentimiento y se olvida de la razón. Por ello resulta muy difícil dialogar con los nacionalistas, ya que sólo tratan de imponer sus criterios y sus dogmas a los demás. Como decía Albert Camus, “tengo miedo a un hombre al que yo no pueda convencer”, pues no caben argumentos frente a ellos. La España real se halla en peligro de descomposición institucional y de fractura territorial por culpa del nacionalismo.

            Otro de los rasgos del nacionalismo es –a juicio de Jorge Bustos- la acepción adversativa. Todo nacionalista siente que el mundo le debe algo que le fue arrebatado injustamente, pero, aunque el origen de su rencor sea mitológico, los efectos sobre sus vecinos son bien reales. “Antes que orgullo de lo propio, el nacionalista padece el rechazo de lo ajeno”. Por eso no cabe equidistancia moral entre un proyecto de cultura única y otro de convivencia mestiza, nacido del pacto plural del 78, del que pretende segregarse. “Pero ¡qué sabremos nosotros, meros sin papeles en Equidistonia!”.

 El hispanista John Elliott ha señalado que el nacionalismo catalán ha destacado que el nacionalismo catalán ha construido una narrativa basada en “medias verdades, muchas mentiras y toneladas de victimismo”, así como en “la nostalgia en un pasado que nunca fue“. Ha culpado del desarrollo del nacionalismo identitario a Jordi Pujol -que en 1990 adopto su “Estrategia para la catalanización”- y lamentado que la España constitucional no haya sido capaz de construir un relato comparable al del nacionalismo catalán. A juicio de Álvarez de Toledo, el nacionalismo es ante todo una injerencia, una invasión de lo colectivo en la libertad individual. El “Estat Català” es un inmenso engranaje burocrático, que “pisotea la vida privada; exige absoluta fidelidad ideológica; avasalla en las aula; manosea los libros de texto; okupa los platós de la televisión; y sepulta a los ciudadanos bajo una losa de entidades, consorcios, institutos, fundaciones, embajadas y observatorios, que cuestan una fortuna en impuestos y que actúan como agencias de colocación y fábrica de estómagos agradecidos. El nacionalismo ha creado un Estado iliberal”.

            El nacionalismo catalán es asimismo insaciable e insolidario. Ortega y Gasset ya advirtió a Azaña en 1931 de la voracidad de los políticos catalanes, que nunca estaban satisfechos con lo que conseguían y, cuando lograban una concesión del Gobierno, la daban por merecida y, al instante, ya estaban pidiendo nuevos beneficios. Muestra de su falta de solidaridad con las otras Comunidades Autónomas es la invocación del principio de ordinalidad y la inclusión en su Estatuto de una cláusula conforme a la cual la inversión del Estado en infraestructuras en Cataluña se debería equiparar a la participación relativa de su producto interior bruto con relación al PIB del Estado, que resultaba bastante  retrógrada pues suponía dar más al que más tenía

Los nacionalismos son belicosos. Sin llegar al extremo de François Mitterand, que dijo que eran la guerra, si se puede afirmar que han provocado más de un conflicto armado, como las dos Guerras Mundiales o la Guerra Civil en la antigua  Yugoslavia. Emmanuel Macron ha afirmado que el nacionalismo excluyente era la traición del patriotismo, ya que exacerbaba las diferencias y buscaba dinamitar el Estado de Derecho. Como ha destacado Mira Milosevich, en los siglos XIX y XX los nacionalismos luchaban por un territorio a través de la guerra, pero hoy –como en el caso de Cataluña-, sus batallas se libran mediante la propaganda y la manipulación de la opinión pública. La desinformación y las “fake news” forman parte de la estrategia de los nacionalistas para internacionalizar el supuesto conflicto con España.

               Para Félix Ovejero, la tensión y la deslealtad son las maneras que tiene el nacionalismo para estar en política. El nacionalismo es el problema que se presenta como solución a los problemas que él mismo crea y de los que se nutre. Es una ideología constitutivamente “desigualitaria” que hay que combatir, si queremos ser una comunidad de ciudadanos libres e iguales Según sus partidarios, el nacionalismo es una constante inmodificable y una imbatible manifestación de su paisaje político, por lo que no debería ser combatido. Responde a una causa justa y, por consiguiente, ni siquiera considera la posibilidad de su derrota. Cabe, sin embargo, albergar pocas dudas sobre la naturaleza antidemocrática del nacionalismo. No se trata de sus procedimientos –que también-, sino de su quintaesencia, que consiste en levantar fronteras y ciudadanías sobre perímetros de identidad. Los nacionalistas están en contra de decidir y de  compartir con sus conciudadanos y su objetivo es romper la comunidad de convivencia. No es la expresión distorsionada de una causa justa, de ninguna realidad ignorada o despreciada, porque su obscenidad se sostiene en una mentira: el cuento de las identidades inmutables. Invoca un mundo inexistente. No obstante, “el nacionalismo puede derrotarse y tenemos la obligación moral de hacerlo”. Mario Vargas Llosa invitado a todos los ciudadanos a luchar contra el nacionalismo sin complejos y a cara descubierta, porque es una de las peores pestes de la Humanidad. Es un pasado retrógrado al que no debemos regresar. No importa su color o su procedencia, ya que todos los nacionalismos son racistas y discriminatorios, y parten de un falso supuesto: la superioridad de una comunidad por su origen étnico o lugar de nacimiento.

Al nacionalismo hay que oponer el patriotismo, de acuerdo con las tesis de Maurizio Viroli, quien -en “Por amor a la patria”- ha contrapuesto los dos movimientos. El nacionalismo combate la heterogeneidad y el pluralismo y refuerza la homogeneidad ligüística, étnica y cultural. Dice defender al pueblo, pero sólo a “su pueblo”, entendido como una comunidad homogénea que debe ser protegida frente al pluralismo cultural y los peligros de la inmigración. El patriotismo, en cambio, invoca el amor hacia las instituciones políticas que sostienen la libertad común. “El verdadero significado del patriotismo tiene que ver con una larga tradición de pensamiento político fundado sobre el principio de la libertad”. Sólo el patriotismo puede vencer al nacionalismo y la izquierda democrática debería modificar su actitud reticente  y animosidad hacia la patria, hogar común de todos los ciudadanos. En esta misma línea, Roger Cohen ha afirmado que “el nacionalismo autocompasivo y agresivo busca cambiar el presente en nombre de un pasado ilusorio para crear un futuro vago en todos sus aspectos menos en su gloria. Preñado de violencia y miedo manipulador, es un ejercicio de engaño masivo que odio con todo mi ser”. Corresponsal en la guerra de los Balcanes, Cohen ha confesado ser un “patriota europeo”, porque fue testigo de cómo el nacionalismo pudo convertir una ciudad cosmopolita como Sarajevo en el lugar donde su amigo, el actor bosnio Nermin Tulic, perdió las piernas en un bombardeo serbio, señal inequívoca de que el diablo que arrasó el continente sólo estaba dormido. Para contrarrestar esta situación nos queda el patriotismo, que “es al nacionalismo lo que la dignidad a la barbarie”.
 
            El Tribunal Supremo acaba de iniciar el juicio contra algunos de los máximos dirigentes del nacionalismo catalán, no por sus ideas –como han alegado los encausados-, sino por haber violado reiteradamente la Constitución, el Estatuto y las leyes nacionales y autonómicas, pese a las advertencias del Tribunal Constitucional. Si el Gobierno y el Tribunal Supremo persiguieran a los nacionalistas catalanes por sus ideas, ¿cómo  es  posible que no enjuicie a Joaquín Torra o a Roger Torrent y les permita seguir desde el poder autonómico su labor diaria en pro de la independencia de Cataluña? ¿Cómo se explica que unas personas que, no sólo piensan, sino que actúan para lograr una independencia contraria a la Constitución, y que ha sido condenada por el Tribunal Constitucional, continúan ostentando las máximas jefaturas de la Generalitat y del Parlament? El caso de Torra es flagrante. Sigue siendo el Presidente de la Comunidad y goza de plenos poderes y competencias gracias a una Constitución y un Estatuto que viola día tras día, proclama su determinación de implantar una República independiente en Cataluña, menosprecia e insulta al Rey, pide públicamente atacar al Estado, promueve la acción violenta de los Comités de Defensa de la República y de la CUP, y se ha instalado en una situación de permanente insumisión ante el Estado de Derecho español. Sin embargo, la agitprop independentista ha conseguido vender ante la opinión pública internacional que los pobres nacionalistas catalanes están siendo agredidos por un Estado dictatorial a causa de sus nobles ideas. La conclusión a la que se llega según está ilógica lógica es que el Gobierno español, además de antidemocrático, es completamente estúpido e ineficaz.

José Antonio de Yturriaga Barberán
Embajador de España


[1].- Este artículo está extraído del libro del Embajador Yturriaga  Cataluña vista desde fuera

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