lunes, 6 de junio de 2016
El mito de la victoria inglesa sobre la Gran Armada y sus repercusiones en Irlanda
EL MITO DE LA VICTORIA INGLESA SOBRE LA GRAN ARMADA Y SUS
REPERCUSIONES EN IRLANDA (6-VI-2015)
El Instituto Cervantes de Dublín ha celebrado unas jornadas bajo el título “Rememorando la Armada a su paso por Irlanda”, en la que han intervenido Leoncio González de Gregorio y Álvarez de Toledo, Duque de Medina Sidonia –descendiente del Comandante en Jefe de la expedición- y el profesor de UCD Declan Downey. Al mismo tiempo, Radio Nacional de España ha realizado un programa especial titulado “No es un día cualquiera”, presentado por Pepa Fernández. El evento trae a mi memoria la serie de actividades que la Embajada de España en Irlanda y su Instituto de Cultura realizaron en 1988 con motivo de la celebración del IV Centenario de la Gran Armada.
Conmemoración en Irlanda del IV Centenario de la Gran Armada
A finales de 1987 me encontré en mi puesto de Embajador en Dublín con este aniversario, cuya celebración estaba siendo cuidadosamente organizada por Gran Bretaña y por Irlanda, que había establecido una Comisión Conmemorativa al efecto. Con este motivo, historiadores británicos investigaron a fondo el acontecimiento y –quizás por primera vez- se llevó a cabo un estudio objetivo que acabó con muchos de los mitos y estereotipos creados por la “agit-prop” inglesa y la leyenda negra alentada por Antonio Pérez y los exilados españoles detractores de Felipe II. Fueron éstos los que calificaron mordazmente la Armada de “Invencible”, cuando su título oficial era el de “Grande y Felicísima Armada”, aunque al final no resultara tan feliz. España también creó un Grupo de Investigación en torno al Instituto de Historia y Cultura Naval, que recopiló y publicó documentos reveladores, algunos de ellos inéditos. El Gobierno español decidió –a mi juicio erróneamente- no conmemorar el Centenario, ni colaborar al respecto con el Gobierno británico y dio instrucciones a su Embajador en Londres para que mantuviera la Embajada al margen. Por mi parte, traté de convencer al Ministerio de Asuntos Exteriores para que permitiera a la Embajada en Dublín cooperar con la Comisión Conmemorativa Irlandesa, argumentando lo siguiente: Irlanda era bien distinta de Inglaterra y -al contrario que ésta- se había comportado relativamente bien con los supervivientes de la Armada; “les absents ont tojours tort” y, si España no ofrecía su versión de lo ocurrido, la opinión pública irlandesa sólo conocería la versión inglesa; convenía explotar el sentimiento antibritánico de la mayor parte del pueblo irlandés; se debía de informar a la opinión pública de la importante ayuda que España prestó a Irlanda frente al país ocupante; no se trataría tanto de una “celebración” –dado que había poco que celebrar-, como de la “conmemoración” de un hecho relevante para la Historia de Europa…Eran argumentos de peso que dieron su fruto y el Ministerio me dio el “placet” para actuar, aunque me exhortó a ser cauto.
El Instituto Cultural se incorporó a la Comisión Conmemorativa y la Embajada colaboró en las actividades organizadas por las entidades públicas y privadas, al par que realizó sus propios actos conmemorativos de la efeméride. En Julio organizó una Semana Marítima Española, cuyos platos de resistencia fueron la celebración en el Museo Cívico de Dublín de una exposición sobre “La Marina Española a finales del siglo XVI y relaciones hispano-irlandesas” y la presencia en la capital del buque-escuela “Juan Sebastián Elcano”. La exposición –que se puso llevar a cabo gracias a la colaboración del Museo Naval de Madrid, del Archivo de Simancas y del Museo Nacional de Irlanda- se exhibió posteriormente en Limerick, Galway y Sligo, así como –en una versión reducida- en los pueblos de Ballyferriter, Banagher y Dun Chaoin. El buque-escuela fue el centro de la actividad cultural y social de las Jornadas. A bordo se celebraron una mesa redonda sobre “La Gran Armada”, un concierto de música española del siglo XVI por parte del grupo “Taller Ziryab” y una gran recepción a la que asistió el “todo Dublín”. El curso universitario de verano de la “Cuman Merriman School” estuvo monográficamente dedicado a “Irlanda y España” y en el participaron personalidades como Hugo O’Donnell, Peter Sutherland, Dermoth Keogh, el Embajador irlandés en España, Geraoid O’Cleirigh y yo mismo, que pronuncié el discurso de clausura. En Septiembre, coincidiendo con el aniversario de los naufragios, se realizaron numerosas actividades, entre las que cabe destacar la inauguración en Stredagh por el Presidente de la República, Patrick Hillery, de un monumento en memoria de las víctimas de las naos “Lavia”, “Juliana” y “Santa María de Visión”. Asimismo se inauguraron monumentos similares en recuerdo de los náufragos de la “Trinidad Valencera” en Kinagoe Bay y de la “Santa María de la Rosa” en Dun Chaoin, así como en el Cementerio de Galway, donde estaban enterrados los 300 tripulantes de los buques “Falcón Blanco Mediano” y “Concepción Cano“. Se estrenaron sendas cantatas inspiradas en la crónica del Capitán Francisco de Cuellar, con música de Seoirse Bodley –“Carta Irlandesa”- y de Michael O’Suilleabhain –“Noches en los jardines de Clare”-. Se celebró una exposición en Sligo del pintor Bernard MacDeogh sobre la Armada y se colocó en Kinlough un mural sobre “La ruta de Cuéllar”. El Instituto Cultural convocó un concurso literario entre estudiantes irlandeses sobre la expedición española –cuyos premios fueron entregados por la Ministra de Educación Mary O’Rourke- y el Servicio Postal lanzó un sello conmemorativo con la efigie de la nave “Duquesa Santa Ana”. Pero el acto de mayor relevancia cultural e histórica fue el Simposio sobre “La Gran Armada, Irlanda y Europa”, celebrado en Sligo bajo los auspicios de UCD y de la Embajada, en el participaron destacados historiadores de España, Gran Bretaña, Irlanda, Holanda y Estados Unidos, como Felipe Fernández Armesto, Hugo O’Donnell, Colin Martin o John Dougherty, en el que presenté una ponencia sobre Cuéllar. La participación de la Embajada en la conmemoración constituyó un considerable éxito.
Versión auténtica de lo que ocurrió a la Gran Armada
Tanto por parte británica como española, la Historia ha presentado el fracaso de la invasión de Inglaterra por parte de España como una gran derrota para ésta y una tremenda victoria para aquélla, pero no fue del todo así. De parte española, se atribuyó el desastre al empecinamiento de Felipe II y a su obsesión por hacer retornar Inglaterra a la fe católica, y a la incompetencia del Duque de Medina Sidonia. En un reciente episodio de la serie televisiva “El Ministerio del Tiempo” dedicado a la Armada, se afirmaba taxativamente que los ingleses había derrotado a la Armada Invencible. El fracasoo de la flota más poderosa a finales del siglo XVI fue festejada en Inglaterra como uno de sus mayores éxitos y un momento culminante en la Historia de la nación, que consagró la supremacía de la reina Isabel I en Europa. Se exaltó hasta el paroxismo a los almirantes ingleses Lord Charles Howard, John Hawkin, Martin Frobisher y, sobre todo, el corsario Francis Drake, del que se contaba que, cuando la flota española comenzaba el sitio de Plymouth –cosa que nunca se produjo- estaba jugando una partida de bolos que se negó interrumpir y exclamó:”Tenemos tiempo de acabar la partida y luego derrotaremos a los españoles”. Una investigación seria de los hechos propiciada por el centenario puso de manifiesto la falacia de una Historia manipulada. España perdió una buena parte de los buques que componían la Armada, pero no por los ataques de la flota inglesa –que solamente hundió un navío español en combate- sino como consecuencia de una desfavorabilísimas condiciones meteorológicas y del fallo de uno de los puntos clave del plan de Felipe II, al no conseguir Alejandro Farnesio, Duque de Parma, apoderarse en Flandes de un puerto de aguas profundas en el que pudiera recalar a salvo la Armada para recoger a las tropas españolas que deberían invadir Inglaterra. Como destacó la propaganda inglesa, Dios estuvo de parte de Inglaterra y los “vientos protestantes” derrotaron a la flota papista. Ello quedó reflejado en las palabras atribuidas al Rey prudente:”No he mandado mis buques a luchar contra las tempestades” o “¿Dónde estaba Dios cuándo se hundió mi flota?”. Lo que realmente ocurrió ha sido reconocido en un reciente documental de la BBC sobre “La Historia desconocida de la Gran Armada Española”, producida por Dan Snow con el asesoramiento del profesor Geoffrey Parker, y cuyos episodios fueron transmitidos en la TV española a partir de las 12.30 de la madrugada.
Felipe II -que había sido rey consorte de Inglaterra con Maria Tudor- mantuvo durante algún tiempo buenas relaciones con Isabel, hermanastra de su viuda. Las relaciones se deterioraron debido al mal trato dado por los anglicanos a los católicos –que culminó con el encarcelamiento y ulterior ejecución en 1587 de la Reina de Escocia, María Estuardo-, los reiterados ataques de los piratas y corsarios ingleses a las naves españolas en América y los apoyo de todo tipo prestados a los rebeldes protestantes de los Países Bajos. Felipe II basó jurídica y políticamente su plan de acción en la bula del Papa Paulo V, que excomulgaba a Isabel y exhortaba a los monarcas católicos a destronarla. Planeó una gran operación naval y terrestre para invadir Inglaterra desde Flandes con el fin de derrocar a la Reina Virgen, aunque no para conquistar u ocupar el país. Decidió formar una Gran Armada para trasladar tropas y suministros desde Lisboa a Flandes y, desde allí, invadir Inglaterra junto con los tercios dirigidos por el Duque de Parma. Encomendó la misión a Álvaro de Bazán, Marqués de Santa Cruz, el gran Almirante vencedor en Lepanto, y en 1587 se iniciaron los preparativos para la expedición, que se vieron adversamente afectados por la muerte intempestiva de Santa Cruz y por el ataque a Cádiz de Drake, que destruyó buena parte de la impedimenta preparada y provocó el retraso de la expedición de casi un año. Especial incidencia tendría la destrucción de barricas y toneles para el transporte de provisiones, que tuvieron que ser sustituidos por otros de madera joven, que causaron el deterioro del agua y de los alimentos durante la travesía. Para sorpresa general, Felipe II encomendó el mando de la Armada a Alonso Pérez de Guzmán, Duque de Medina Sidonia, Capitán General de Andalucía. Aunque éste se resistió alegando no tener experiencia naval, el Rey le obligó a aceptar, porque era una persona de alta alcurnia, con acreditada experiencia militar, buen administrador y sumamente rico. Su escasa experiencia en los mares quedó subsanada con el asesoramiento de los marinos más prestigiosos de la época, como Juan Martínez de Recalde, Blas de Oquendo o Martín de Bertendona. La Historia ha tomado como chivo expiatorio al Duque de Medina Sidonia, al que ha culpado injustamente del fracaso de la Armada, pero gracias a las recientes investigaciones, su figura ha quedado reivindicada, como ha puesto de manifiesto su sucesor González de Gregorio en su ponencia dublinesa sobre “La Armada, el milagro que no fue”. Felipe II encomendó a Medina Sidonia la tarea de conducir una flota de 130 buques desde Lisboa a Flandes bordeando la costa inglesa a lo largo del Canal de La Mancha. De éstos 130, sólo 22 eran navíos de guerra -con una dotación de 7.000 marineros- y los otros 108 eran mercantes que transportaban 20.000 soldados, caballos e impedimenta de guerra. Avanzaron en formación de media luna con los buques de guerra protegiendo los flancos, y los navíos ingleses no lograron romper la formación de la flota, que navegó delante de sus narices a todo lo largo de su costa. Pese al continuo hostigamiento de la flota inglesa –que doblaba en número a la española pues contaba con 333 navíos-, la Armada llegó a su destino habiendo perdido tan sólo al “San Salvador” –que se hundió tras una explosión- y a “Nuestra Señora del Rosario” –que, tras sufrir la rotura del palo mayor en una colisión, tuvo que ser dejado a su suerte-. Aquí cabe recordar el hecho de Medina Sidonia no atacó -como le propuso el 2º Comandante, Martínez de Recalde- al núcleo principal de la flota inglesa refugiada en el puerto de Plymouth y atrapada en circunstancias sumamente desfavorables, porque siguió estrictamente las instrucciones del Rey de reunirse cuanto antes con las tropas de Farnesio. Fue el Duque de Parma el que no cumplió la misión encomendada de conquistar un puerto de aguas profundas en el que pudiera recalar la Armada con el fin de recoger las tropas que deberían invadir Inglaterra desde Flandes. Los galeones españoles eran demasiado voluminosos para acercarse a las costas holandesas, cuyas aguas eran poco profundas y estaban llenas de bajíos, y, de ahí, la importancia de la labor encomendada a Farnesio de conquistar un puerto seguro, que no consiguió por la hábil actuación e la flota de los Países Bajos que dejó a sus tropas bloqueadas en Dunkerke. Como ha señalado el arqueólogo marino Desmond Branigan, el viaje y la actuación de la Armada desde que zarpó de Lisboa hasta el punto en que navegó hacia el Atlántico al norte de Escocia, guardando su formación con más de cien navíos que la componían en buen funcionamiento, deberían ser calificados como el acto más grande de la épica marina de todos los tiempos. De no haber sido por las excepcionalmente severas tormentas provocadas por el equinoccio otoñal que encontraron sus barcos, en vez de dispersarse como lo hicieron, habrían logrado regresar a sus bases. Pese a todo, y conforme a cualquier tipo de estándares, la travesía fue una aventura que alcanzó un apogeo de valor, aguante y supremo arte marinero, y resultó realmente un auténtico logro. Supuso la primera operación de un convoy naval en la historia de la navegación.
Peripecias de la Gran Armada en Irlanda
Cuando la Armada llegó a su destino y no halló un puerto seguro donde guarecerse, tuvo que anclar sus naves en mar abierto frente al puerto de Calais, y éste fue el momento crítico que hizo vulnerable a una Armada hasta entonces habia actuado de forma impecable. En la madrugada del 29 de Julio de 1588, el Almirante Hawkin recurrió a la estratagema de enviar ocho “brûlots” contra la inerme flota española. Eran éstos unos artefactos ideados por el ingeniero Gianibelli, consistentes en viejos barcos cargados de pólvora, explosivos y material inflamable, que se lanzaban contra buques anclados y otras instalaciones para hacerlos explotar. Ya habían sido utilizados con éxito por los holandeses en 1585 en el asedio de Amberes por las tropas de Farnesio, pues destruyeron el puente de barcas tendido por los españoles sobre el río Escalda. Ante la amenaza de los brulotes cundió el pánico entre los componentes de la Armada y cada navío se hizo a la mar por su cuenta, perdiendo en la despavorida huida anclas y aparejos. Tuvo lugar entonces la batalla de las Gravelinas, en la que -pese a las circunstancias extremadamente adversas- sólo se perdió un navío en combate y otro que encalló en los bajíos holandeses. Por primera vez desde que salió de Lisboa, se rompió la disciplinada formación de la Armada y, en su alocada huida, los buques se vieron arrastrados por los vientos hacia las peligrosas costas holandesas. Cuando se temía un encallamiento masivo, cambió providencialmente la dirección del viento y las naves fueron empujadas hacia el Norte. Medina Sidonia trató de reagrupar a la flota, pero –al no permitirlo el vendaval- dio ordenes a sus buques de mantener rumbo Norte-Nordeste, bordear Escocia y regresar a España, teniendo cuidado de evitar Irlanda “por temor a los peligros que puedan acecharnos a lo largo de su litoral”. Los 87 barcos que siguieron las instrucciones de Medina Sidonia consiguieron regresar a puertos españoles, mientras que los 26 que no quisieron o pudieron seguirlas naufragaron en las costas irlandesas a partir del 21de septiembre, día en que –según Stuart Daultry en su artículo “El tiempo en el noroeste de Europa en el verano y en el otoño de 1588”- se produjo una de las mayores galernas y peores tormentas jamás registradas en la historia de la meteorología.
Dolores Iglesias y Pilar San Pío han mantenido que los naufragios en las costas irlandesas afectaron a 6.000 hombres, de los que 3.750 resultaron ahogados o muertos como consecuencia de sus heridas o enfermedades, 1.100 fueron ajusticiados por las autoridades inglesas, 400 fueron matados por los nativos y 750 sobrevivieron, la mayoría de los cuales consiguió regresar a España a través de Escocia. En el discurso que pronunció durante la inauguración del monumento de Stredagh, el Presidente Hillery afirmó lo siguiente: “La Historia ha dejado constancia de que cientos e incluso miles de supervivientes de los naufragios fueron desvalijados, asaltados y muertos, mientras trataban de llegar a tierra. Este cruel tratamiento reflejaba las circunstancias de las formas de vida en las costas. Las tropas inglesas estaban decididas a que los españoles no conservaran sus vidas por temor a que pudieran ayudar a los rebeldes irlandeses. Muchos irlandeses se unieron a los expolios y a las matanzas en colusión con las tropas inglesas o por beneficio personal”. El periodista Den Rush, a su vez, destacó que los irlandeses deberían recordar el 400 aniversario del desastre de la Armada Española con vergüenza porque,”en gran medida, saqueamos los buques naufragados y asesinamos a los supervivientes y –lo que los agentes de la Corona inglesa no consiguieron hacer- lo hicimos nosotros con sangriento y codicioso entusiasmo”. Pensé que éstas y otras sinceras manifestaciones auto-inculpatorias merecían ser matizadas y realicé una modesta investigación, que se plasmó en un artículo sobre “Actitudes en Irlanda hacia los supervivientes de la Armada Española”, que publiqué en la revista “The Irish Sword”. Sin embargo, este comportamiento no fue uniforme y varió de forma notable según se tratara de las autoridades inglesas y del personal a su servicio, de los jefes locales o del pueblo llano.
Actitudes en Irlanda hacia los supervivientes de la Armada
La reacción del “establishment” inglés fue obvia y comprensible, por temor a que los españoles pudieran unir sus fuerzas a la de los rebeldes irlandeses para luchar contra la ocupación, pues –como reconoció el Gobernador de Dublín, Sir William Fitwilliam- sólo disponían de 750 soldados de infantería y la caballería era poco operativa por falta de herraduras. De ahí sus drásticas instrucciones desde el primer momento: apoderarse de los buques y su carga, y prender y ejecutar a todos los españoles, cualquiera que fuera su categoría. El Gobernador de Connacht, Sir Richard Bingham, ordenó que no se les diera cuartel y amenazó con la pena de muerte a quienes los ayudaran. En una carta a Isabel I presumió de haber ejecutado a 1.100 españoles de los 12 buques naufragados en su jurisdicción. El propio Fitzwilliam comentó que, dado que Dios había consentido arrojar a las costas irlandesas a los españoles, algunos de ellos ya muertos, él sería su representante para deshacerse de los demás. El caso más sangrante fue el de la matanza en Ellagh de más de 200 españoles de la “Trinidad Valencera” comandados por Alonso de Luzón, que se habían rendido ante la promesa de Sir Hugo O’Donnell de que sus vidas serían respetadas. Los supervivientes fueron obligados a caminar hasta Drogheda en la costa este y 45 de ellos fueron ejecutados.
Los jefes nativos y los religiosos católicos ampararon y auxiliaron a los españoles, salvo excepciones como la de O’Donnell , a quien Turlough O’Neill afeó su cobarde conducta por haberlos traicionado. Curiosamente, su hijo Hugo “el Rojo” encontraría años después refugio en España. Ante las amenazas del Gobernador de que incurriría en la pena de muerte y en la confiscación de sus bienes si no entregaba a los españoles que había acogido, Sorley MacDonnells contestó que antes entregaría su vida y hacienda que mercadear con sangre cristiana. Esta valiente actitud costó la vida a algunos de ellos, como Malachy MacClancy o Brian O’Roarke, que fueron acusados de alta traición. En su poema “O’Roarke’s Request”, T.D. Sullivan pone en boca del ejecutado las siguientes palabras:”Si ésta es la traición de la que me acusáis, bien traición sea./ No escucharéis de mí una palabra de arrepentimiento por semejante falta./Sólo diré que, aunque odiéis a mi raza, mi credo y mi nombre,/si vuestra gente se encontrara en una situación extrema, haría lo mismo con ella”. Fitzwilliam se quejó en un informe a la Reina de que los españoles eran acogidos y socorridos por los campesinos, por lo que se requería un gran esfuerzo para poder capturarlos. Martín López informó por carta a Felipe II acerca de la protección que los rebeldes irlandeses católicos prestaban a los supervivientes de la Armada, y el piloto de la “Trinidad Valencera”, Antonio Martínez, declaró que los paisanos irlandeses los asaltaban y los despojaban de armas, ropa y joyas, pero los trataban bien y les proporcionaban comida y alojamiento. Francisco de Cuéllar describió con gracejo esta situación:”A nosotros nos querían bien estos salvajes porque sabían que veníamos contra los herejes y que éramos tan grandes enemigos suyos y, si no fuer por ellos –que nos guardaban como a sí mismos- por lo más ninguno quedaría de nosotros. Teniámosles buena voluntad por esto, aunque ellos fueran los primeros que nos robaron y desnudaron en carnes a los que vinimos vivos a tierra, de los cuales de las trece naos de la nuestra Armada, hubieron estos salvajes mucha riqueza de joyas y dineros nuestros”. Para mí fue un descubrimiento la carta que el 4 de Octubre de 1589 escribió a un amigo desde Amberes “uno que estuvo en la Armada de Inglaterra y da cuenta de la expedición”, contándole sus increíbles aventuras. Había partido como capitán del galeón “San Pedro”, pero, por desobedecer inadvertidamente las órdenes de Medina Sidonia de que ningún buque navegara por delante de la nao capitana “San Martín”, fue condenado a muerte junto con otro comandante, Cristóbal de Ávila, que fue ejecutado, mientras que Cuéllar fue indultado y relegado al rango de marinero raso en la “Lavia”, con la que naufragó en la bahía de Stredagh. Cuenta con detalle en su crónica como, sin saber nadar, consiguió agarrado a un escotillón llegar a tierra. Fue herido en una pierna por un inglés, pero se libró de la muerte gracias a la intercesión de una moza nativa, que lo desvalijó en correspondencia por su buena acción. Se refugió en la choza de “uno que hablaba latín”, que le facilitó un caballo e inició un periplo a través del país. Encontró refugio en el castillo de Rossclogher –bajo el mando de Malachy MacClancy, lugarteniente de Brian O’Rourke- y, junto con otros españoles, consiguió defender la posición frente a los ataques de las tropas de Fitzwilliam. Huyó cuando MacClancy, en premio a su hazaña, le ofreció la mano de una de sus hermanas. Caminó hasta Ulster a pesar de sus heridas y fue acogido en el castillo de Ocán por el Obispo de Derry, Raymond Gallagher, quien consiguió pasarlo de contrabando a Escocia. Desde allí se embarcó hacia Flandes en un buque enviado por Farnesio, que fue hundido por buques holandeses, pero Cuéllar logró arribar sano y salvo a las playas de Dunkerke. De regreso a España, reclamó en la Corte lo que se le debía y, tras numerosas gestiones, consiguió que Felipe II escribiera en el anverso de un documento:”Q. se le dé cédula para Don Aº de Bazán, que le haga fenecer su qta y pagar lo q. justamente pareciere debérsele”. La crónica de Cuéllar, escrita en excelente castellano, con realismo y sentido del humor, es un auténtico guión cinematográfico, que, en cualquier otro país de nuestro entorno, habría sido objeto de numerosas películas y series televisivas, pero España es diferente.
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