domingo, 27 de marzo de 2011

Consecuencias de la intervención humanitaria en Libia

CONSECUENCIAS DE LA INTERVENCIÓN HUMANITARIA EN LIBIA

José Antonio de Yturriaga Barberán
Embajador de España

Egipto, Túnez, Libia…El proceso iniciado por los pueblos árabes del Norte de África en pro de formas más democráticas de gobierno se ha visto cruelmente interrumpido por la actuación de Muamar Gadafi, que ha prometido matar y morir para conservar el poder y recurrido a la fuerza armada para sofocar a su propio pueblo.

¿Debe la comunidad internacional permanecer ociosa ante esta violación por un gobierno de los derechos humanos de sus ciudadanos?. El principio de no intervención no tiene carácter absoluto, pues deja a salvo las competencias del Consejo de Seguridad relativas al mantenimiento de la paz y seguridad internacionales. Además, en los últimos años se ha ido forjando el principio de intervención por razones humanitarias en casos de violaciones graves de derechos fundamentales, un derecho de asistencia susceptible de desembocar en el uso de la fuerza armada..

La cuestión de la matanza de civiles en Libia fue planteada ante la ONU. El 27 de Febrero, el Consejo de Seguridad adoptó la resolución 1970, que exigía al Gobierno de Libia el fin inmediato de la violencia y la adopción de medidas para atender las legítimas aspiraciones de su puebl. El Consejo estableció un embargo de armas y decidió trasladar al Tribunal Penal Internacional los actos ocurridos en el país para que estudiara la situación.

Gadafi no prestó atención a la resolución y mantuvo los ataques a la población civil con artillería y aviones. El Consejo siguió debatiendo la posibilidad de una intervención, pero topó con la oposición de China, Rusia, India, Brasil y Alemania. El principal obstáculo procedía de China, que podría verse afectada por el valor de un precedente, que jugaría en su contra en caso de un conflicto en Tíbet o Xinjiang. El Consejo logró un acuerdo a raíz de que la Liga Árabe pidiera unánimemente el establecimiento de una zona de exclusión aérea y, el 17 de Marzo, adoptó la resolución 1973, previa abstención de los cinco Estados que hasta entonces se habían opuesto. La resolución fue más allá de lo previsto, pues, no sólo permitía la creación de la citada zona, sino que autorizaba a los Estados miembros que lo notificaran al Secretario General -actuando a título nacional o a través de organizaciones regionales- a “tomar todas las medidas necesarias para proteger a los civiles y las áreas pobladas de civiles bajo amenaza de ataque por la aviación libia”. Esta amplia formulación amparaba la intervención humanitaria tanto de los Estados individuales como de organizaciones regionales. La oposición de Alemania y Turquía impidió que la OTAN dirigiera la intervención, y Francia y Gran Bretaña tuvieron que tomar la iniciativa, en colaboración con Estados Unidos, España y otros Estados, incluidos países árabes como Qatar y EAU. Resulta paradójico que la Liga Árabe haya lanzado la piedra de la intervención cuando sus miembros tienen el techo de cristal.

Aunque tardía, la actuación aliada impidió que la contraofensiva libia liquidara la resistencia, y los bombardeos franco-británicos evitaron la inminente caída de Bengasi. La superioridad aeronaval de la coalición ha librado a los rebeldes de los bombardeos del Gobierno libio, pero la superioridad de sus fuerzas terrestres le permite mantener el control de la mayor parte del territorio. La situación de guerra civil puede consolidarse y provocar la división del país entre Tripolitania y Cirenaica..

Como ha señalado Francia, de momento estamos movilizados para impedir que Gadafi siga matando a su pueblo y luego pasaremos a la fase de las soluciones políticas. Nicolas Sarkozy reconoce que la solución no puede ser sólo militar, sino también política y diplomática. No debe ser impuesta desde fuera, sino libremente decidida por el pueblo libio. Ello resulta poco viable mientras siga en el poder Gadafi -quien no parece decidido a abandonarlo-, y los propios aliados no están de acuerdo sobre la fórmula adecuada para librarse del tirano. Por otra parte, Libia es un país artificial de estructura tribal, con escasa identidad nacional, y no cabe descartar el riesgo de su escisión.

El Gobierno libio ha mostrado últimamente deseos de negociar una salida en el marco de la Unidad Africana, y -según su enviado especial Abdul al-Obeidi- está dispuesto a dialogar con los opositores rebeldes y aceptar reformas políticas, incluida la celebración de elecciones. Para que esta vía ofrezca alguna credibilidad, sería preciso un inmediato y total cese de las hostilidades, y no parece que tal sea la intención de Gadafi.

Como ha observado Tony Blair, los acontecimientos de Libia no pueden separarse de lo que está ocurriendo en Oriente Próximo. La resolución 1973, que autoriza la adopción de cualquier tipo de medidas para proteger a la población civil contra los ataques de su propio gobierno, sienta un precedente altamente significativo.
Asimismo, Sarkozy ha afirmado que los dirigentes árabes deben comprender que la reacción de la comunidad internacional será siempre la misma a partir de ahora. ¿Supone ello que se ha abierto la veda a la intervención humanitaria en países como Yemen, Bahrein, Siria et allií…?

Madrid, 27-III-2011

lunes, 14 de marzo de 2011

¿Intervención humanitaria en Libia?

¿INTERVENCIÓN HUMANITARIA EN LIBIA?

Túnez, Egipto, Libia…Todos nos la prometíamos muy felices con la continuidad del efecto dominó del proceso de los países árabes en la búsqueda de la democracia y del respeto de los derechos humanos. Sin embargo, la tercera ficha no acaba de caer por culpa de Muamar el-Gadafi, quien ha prometido matar y morir para conservar el poder. Y a fe mía que lo está consiguiendo por ahora a expensas de la población libia. ¿Hasta que punto podrá mantener Gadafi el absoluto y férreo control que ha ejercido sobre el país durante más de 41 años?.

En 1977 visité Trípoli en mi calidad de Asesor Jurídico del Director General del PNUMA para tratar con el Gobierno libio de la incorporación del país al Convenio de Barcelona para la protección del Mar Mediterráneo contra la contaminación. Al llegar me encontré con la desagradable sorpresa de que Gadafi había mandado requisar las plazas de los principales hoteles para albergar a los participantes en una reunión política tribal y me encontré sin alojamiento, pese a contar con la debida reserva. Menos mal que el Embajador de España me ofreció generosamente hospedarme en la residencia de la Embajada. El Embajador Juan Andrada-Vanderwilde me contó –entre otras cosas- que las autoridades libias acababan de imponer una multa astronómica a un carguero español por tener a bordo varias cajas de cerveza “La Estrella de Sevilla”, que llevaban impresa la estrella de David. Se trata de un dato anecdótico, pero revela dos rasgos manifiestos de la política impuesta por Gadafi: arbitrariedad y ausencia de seguridad jurídica.

El Capitán Gadafi accedió al poder en 1969 tras una revuelta militar que derrocó al Rey Idris al-Senusi. Gradualmente fue implantando un régimen autocrático centrado en su persona, que pretendía romper los moldes establecidos con fórmulas estrafalarias que se plasmarían en una institución un tanto ectoplasmática: la ”Yamahiriya” Árabe Libia, Popular y Socialista.. Se basaba ésta ideológicamente en el “Libro Verde”, un cocktail explosivo e indigesto de nacionalismo, islamismo y socialismo, con la guinda del culto a la persona del Líder Supremo de la Revolución.

Asumió la totalidad del poder con la ayuda de componentes de su minoritaria tribu Gaddafa –como hizo Saddam Hussein con los Tikriti- y con el respaldo de otras importantes tribus –como las Maganha y Warfallah-, debidamente untadas con la grasa del petróleo, cuyos yacimientos no tardó en nacionalizar. Desmanteló el Ejército y se rodeó de los fieles de su tribu y de un contingente bien preparado de mercenarios. Prohibió los partidos políticos y persiguió con saña a quienes no se plegaban a su omnímoda voluntad, y formó un atípico “Gobierno del Pueblo”, donde no estaban perfiladas las instituciones y en el que el “Guía de la Revolución” ejercía “de facto” todos los poderes.

En el ámbito internacional siguió una política errática y caprichosa, que pasaba del socialismo científico al estilo libio a un radical anticomunismo, sin solución de continuidad. Impulsado por su espíritu ególatra, trató de crear entidades panárabes virtuales con Egipto, Siria, Sudán y los países del Magreb, que no tuvieron éxito por su falta de realismo. Asimismo se entrometió en los asuntos internos de los Estados vecinos, especialmente Chad, cuyo territorio invadió.

Respaldó grupos terroristas como ETA, el IRA irlandés o las FARC colombianas. Autoproclamado adalid contra Israel, apoyó financiera y políticamente a los movimientos políticos palestinos más radicales –como el de Abú Nidal-, y dejó su huella ensangrentada en trágicos acontecimientos como los ataques en la villa olímpica de Munich en 1972 o la explosión de la discoteca “La Belle” en Berlín en 1986. Estos polvos provocaron los lodos del bombardeo en 1986 de la residencia del dictador por aviones estadounidenses –en violación de las normas del Derecho Internacional-, que causó la muerte de su hija pequeña Jana. El punto culminante de este terrorismo de Estado se alcanzó en 1988 y 1989 con la explosión en vuelo de sendos aviones de PANAM y de la france4sa UTA respectivamente. La destrucción del primero sobre la ciudad escocesa de Lockerbie provocó la muerte de 270 personas.

La comunidad internacional reaccionó ante los desafueros del autócrata e impuso a Libia un boicot político, sanciones económicas, y el embargo de armas y otros productos de uso militar. Gadafi le vio los dientes al lobo y dio un cambio de 180 grados a su política de confrontación: asumió la responsabilidad por los atentados contra las dos aeronaves, indemnizó económicamente a las víctimas, renunció al desarrollo de la energía nuclear con fines militares, se ofreció a colaborar en la lucha contra el terrorismo internacional, y abrió los yacimientos petrolíferos del país a las empresas extranjeras, especialmente de Estados Unidos, Gran Bretaña e Italia. El dirigente libio fue perdonando por sus veleidades criminales y rehabilitado a partir del año 2000, y ha adoptoado hasta la fecha una conducta relativamente normal.

Tras los movimientos populares de Túnez, Egipto y otros países árabes, el pueblo libio se unió a este proceso crítico con las autocracias gobernantes. El movimiento civil espontáneo se extendió por el país y logró imponerse en todo el territorio salvo la capital Trípoli y algunas ciudades del centro y del oeste. Los rebeldes establecieron en Bengasi un Consejo Nacional de Transición –presidido por el ex ministro de Justicia Mustafá Abdul Jalil-, que aspira a ser reconocido como Gobierno legítimo de Libia.

Ante el temor de perder el poder, Gadafi ha reaccionado de forma violenta y utilizado la aviación y la artillería pesada contra los manifestantes rebeldes, causando centenares de muertos y heridos. Ha conservado el control de Trípoli y Sirte y ha iniciado una violenta ofensiva para controlas las ciudades “liberadas”. Los rebeldes han improvisado unidades militares de voluntarios –nutridas en parte por desertores del ejército- y se oponen con más entusiasmo que eficacia al rodillo del ejército regular.

La mayoría de los Estados ha instado a Gadafi a que pare la matanza de civiles y negocie con los rebeldes su retirada del poder, pero el líder supremo ha hecho oídos sordos a estos llamamientos e intensificado la represión. El 27 de Febrero, el Consejo de Seguridad de la ONU adoptó por unanimidad la resolución 1970(2011), en la que exigía al Gobierno libio el fin inmediato de la violencia y la adopción de medidas para atender las legítimas aspiraciones de la población. El Consejo estableció el embargo de armas a Libia, la congelación de los bienes de sus dirigentes y restricciones a sus desplazamientos. Lo más significativo fue la decisión de trasladar al Fiscal del Tribunal Penal Internacional los actos ocurridos en el país desde el 15 de Febrero, para que “estudie las acusaciones por abusos cometidos desde el inicio de las protestas antigubernamentales”. Cabe destacar que el Tribunal es responsable de enjuiciar los delitos de genocidio, guerra, agresión y crímenes de lesa humanidad. El 1 de marzo, la Asamblea General de Naciones Unidas decidió –en su resolución 65/265- la suspensión de los derechos de Libia a formar parte del Consejo de Derechos Humanos. El día 2, fue suspendido asimismo su derecho a participar en la Liga Árabe.

El Secretario General de la OTAN, Anders Fogh Rasmussen, ha afirmado; “No puedo imaginar que la comunidad internacional y Naciones Unidas se queden mirando para otra parte, si Gadafi y su régimen siguen atacando a su gente sistemáticamente”. Más categórico ha sido el antiguo Representante Permanente de España en la OTAN y Embajador en Washington, Javier Rupérez, en un reciente artículo publicado en “ABC” : ”¿Vamos a contemplar impasibles como el enloquecido y bufonesco coronel extermina a sus súbditos y perpetúa su reinado de sangre y sinrazón?...La cuestión es de si se interviene o se deja de intervenir. Ha llegado el momento de la verdad en la que tienen poco espacio los tiquis-miquis jurídicos. Si los verdugos matan y los inocentes mueren, y hay medios para impedirlo, nunca faltará la razón para intervenir”.

No estoy del todo de acuerdo con Rupérez. Hay, sin duda, razones para intervenir en Libia ante el desarrollo de los acontecimientos, pero cualquier eventual intervención deberá realizarse de conformidad con la legalidad internacional.

Uno de los principios básicos del Derecho Internacional es el de la no intervención, consagrado en el artículo 2-7 de la Carta de la ONU:”Ninguna disposición de esta Carta autorizará a las Naciones Unidas a intervenir en los asuntos que son esencialmente de la jurisdicción interna de los Estados”. Este principio no tiene carácter absoluto, pues –como se prevé en la segunda parte del apartado- “no se opone a la aplicación de las medidas coercitivas prescritas en el Capítulo VII”. Este capítulo regula las competencias del Consejo de Seguridad relativas al mantenimiento de la paz y la seguridad internacionales, incluidas la adopción y autorización de medidas que impliquen el uso de la fuerza armada (artículo 42).

El principio ha sido desarrollado y precisado en la Declaración sobre los Principios de Derecho Internacional referentes a las relaciones de amistad y a la cooperación entre Estados de conformidad con la Carta de las Naciones Unidas. “Ningún Estado o grupo de Estados tiene derecho de intervenir directa o indirectamente, y sea cual fuere el motivo, en los asuntos internos o externos de cualquier otro…Nada de lo dispuesto en los párrafos precedentes deberá interpretarse en el sentido de afectar las disposiciones pertinentes de la Carta de las Naciones Unidas relativas al mantenimiento de la paz y la seguridad internacionales” (resolución 2625(XXV), de 24 de Octubre de 1970).

Últimamente se ha ido esbozando en la doctrina y en la práctica un supuesto principio de intervención o ingerencia humanitaria. Como ha señalado Antonio Remiro, la protección de los derechos humanos fundamentales y el principio de la libre determinación de los pueblos han ido socavando en los últimos cincuenta años el planteamiento tradicional del principio de no intervención., porque la violación masiva de tales derechos ha promovido la afirmación de un derecho de asistencia –e incluso de ingerencia- humanitaria, susceptible de desembocar en el recurso a la fuerza armada en los supuestos más graves, calificados como amenazas para la paz internacional.

Este principio –en proceso de formación y que, por tanto, no ha adquirido aún un perfil jurídico suficientemente definido- ha sido formulado científicamente en la resolución del Instituto de Derecho Internacional, adoptada en su reunión de 1989 en Santiago de Compostela. En ella afirma que el respeto a los derechos humanos fundamentales es una obligación internacional erga omnes de los Estados, y consagra el derecho individual y colectivo de los Estados a adoptar -en caso de violaciones graves de derechos esenciales- medidas diplomáticas, económicas o cualesquiera otras admitidas por el Derecho Internacional, que no impliquen el uso de la fuerza armada en violación de la Carta de las Naciones Unidas. Añade que tales medidas no pueden ser consideradas como intervención ilícita en los asuntos internos del Estado al que se imputan las violaciones. El Instituto exige el cumplimiento de los siguientes requisitos para justificar la intervención: requerimiento previo –salvo en el caso de extrema urgencia- al Estado infractor para que cese en su conducta criminal, limitación de las medidas al Estado infractor, proporcionalidad de las medidas a la gravedad de la infracción, y consideración de la incidencia de las mismas sobre el nivel de vida de las poblaciones afectadas, los intereses de los particulares y de los terceros Estados.

La autorización del uso de la fuerza armada queda reservada a las medidas coercitivas adoptadas por el Consejo de Seguridad, con base en el Capítulo VII de la Carta, o por organismos regionales por delegación del Consejo, de conformidad con el Capítulo VIII, ya que –según el artículo 53-1-, el Consejo podrá utilizar los organismos regionales para aplicar medidas coercitivas.

En la práctica reciente se han producido intervenciones contra Estados soberanos con o sin la autorización del Consejo de Seguridad, en la mayor parte de los casos so pretexto de violación de los derechos humanos por parte del Estado intervenido.

Así, tras la invasión de Kuwait por Irak en 1990, el Consejo de Seguridad autorizó a los Estados que acudieron en ayuda del primero a “usar todos los medios necesarios” para que el segundo aplicara plenamente las resoluciones del Consejo que condenaban su agresión. En 1991, el Consejo autorizó a los Estados intervinientes a que establecieran una zona de exclusión aérea en Irak para evitar el posible bombardeo iraquí de las poblaciones kurdas del norte y chiitas del sur del país. Sin embargo, Estados Unidos, Gran Bretaña y Francia ampliaron dicha zona sin contar con la anuencia del Consejo.

En 1994, el Consejo de Seguridad autorizó la intervención armada en Somalia de la fuerza internacional UNITAF, bajo el mando unificado de Estados Unidos, ante el caos reinante en el país. La operación resultó un fiasco y concluyó de forma poco gloriosa con la retirada de las fuerzas de intervención. Algo similar ocurrió ese mismo año en Ruanda, donde los cascos azules de la ONU fueron incapaces de sofocar los actos de genocidio realizados por las milicias armadas de hutus y de tutsis.

En 1999 empeoró la situación en la antigua República Federal de Yugoslavia por las matanzas provocadas por las tropas serbias de Slovodan Milosewic y se planteó al Consejo una posible intervención por razones humanitarias. No se llegó a un acuerdo ante las objeciones rusas y la OTAN decidió unilateralmente intervenir sin el respaldo del Consejo, bombardeando Kosovo el 23 de Marzo. Por supuesto que ahora es política-ficción, pero yo –que a la sazón fungía como Embajador de España en Moscú- creo que Rusia no habría llegado a vetar un proyecto de resolución razonable de intervención. En este caso, la OTAN se consideró capacitada para asumir la función que correspondía a la ONU y pasó por alto la legalidad internacional.

Tras los atentados del 11 de Septiembre de 2001, Estados Unidos logró el apoyo de la ONU para intervenir en Afganistán con el fin de luchar contra Al-Qaeda, apresar a Osama Bin Laden y derrocar el Gobierno de los Talibanes. El Consejo de Seguridad autorizó la creación de una Fuerza Internacional de Asistencia para la Seguridad (ISAF), que en 2003 pasó a ser controlada por la OTAN. Las tropas de la Alianza siguen en suelo afgano y hay dudas sobre la viabilidad del Gobierno de Hamid Karzai una vez que aquéllas se retiren del país.

Con Irak se repitió el mal precedente de Serbia. Estados Unidos estaba determinados a intervenir en el país para –en palabras del Presidente Georg Bush Jr.- privar a Gobierno iraquí de las armas de destrucción masiva que poseía, poner fin al apoyo brindado por Saddam Hussein al terrorismo internacional y liberar al pueblo iraquí de la tiranía. Planteó el tema en la ONU y, el 8 de Septiembre de 2002, el Consejo de Seguridad adoptó la resolución 1441(2002) en la que pedía Irak información sobre las supuestas armas de destrucción masiva y advertía a su Gobierno que si seguía infringiendo sus obligaciones se expondría a “graves consecuencias”. En modo alguno autorizó el Consejo el recurso al uso de la fuerza. Estados Unidos pretendió obtener la luz verde del Consejo para la intervención en Irak, pero se encontró con la oposición de buena parte de sus miembros –especialmente Rusia, Francia y China- y la renuencia del Inspector de ONU Hans Blix y del Director General del OIEA Mohamed el-Baradei. Tras la Cumbre de las Azores en Marzo de 2003, Estados Unidos –apoyado por Gran Bretaña y otros aliados- optó por la invasión de Irak sin contar con la venia del Consejo. Las negativas consecuencias de esta intervención unilateral en violación del Derecho Internacional son de sobra conocidas. Una vez derrocado Saddam Hussein, la presencia de las tropas extranjeras en Irak fue autorizada por la ONU.

La OTAN parece haber aprendido de las experiencias de Serbia e Irak y -ante la presente crisis en Libia- su Secretario General Rasmussen ha declarado que la Alianza sólo intervendrá si cuenta con un mandato de la ONU.

El tema de una posible intervención en Libia se sigue debatiendo en el Consejo de Seguridad y ha contado hasta ahora con la oposición de Rusia y China, y la renuencia de otros miembros no permanentes como India, Sudáfrica o Brasil. La oposición de Rusia es más bien por razones de principio, pues no se ve directamente afectada por el conflicto. Como ha declarado el Ministro de Asuntos Exteriores Sergei Lavrov, “no vemos una intervención extranjera, mucho menos militar, como un medio para resolver la crisis en Libia”. La R.P.China, en cambio, si no directa, sí se ve indirectamente afectada por el valor del precedente, que podría jugar en su contra en caso de una confrontación abierta en el Tíbet o en Xingiang. De ahí que no resulte fácil lograr que el Gobierno chino renuncie a vetar una resolución que autorice una intervención humanitaria.

Ante el delicado problema planteado caben –en mi opinión- tres posibles soluciones. La primera –y la más deseable- es que el Consejo logre el consenso sobre una resolución que permita poner coto a los desmanes sangrientos de Gadafi. Se trataría de autorizar –como acaba de solicitar la Liga Árabe- una zona de exclusión aérea sobre territorio libio para impedir la impunidad de los ataques de las fuerzas aéreas libias contra los rebeldes. Para llevarla a efecto sería necesario –como ha señalado el Secretario de Defensa estadounidense Robert Gates- el bombardeo de las baterías antiaéreas libias y, en consecuencia, el recurso a la fuerza armada. Esta labor debería ser encomendada a la OTAN, que es la única organización que cuenta con los medios políticos y militares necesarios para poder realizarla a corto plazo. En la Cumbre celebrada en Lisboa en Noviembre de 2010, la Alianza adoptó un nuevo concepto estratégico por el que se muestra dispuesta a desplegar fuerzas militares dónde y cuándo sean requeridas para su seguridad, y a actuar en cualquier lugar si sus intereses se encuentran comprometidos. Resulta evidente que la crisis en Libia afecta directamente a los intereses políticos, económicos, sociales y de seguridad de los Estados miembros de la OTAN, especialmente de los ribereños del Mediterráneo. La Alianza, por consiguiente, estaría en condiciones de responder positivamente a una eventual petición de la ONU. De momento, no deberían enviarse fuerzas terrestres a Libia, de acuerdo con los deseos expresados por el Consejo Nacional de Transición y por la Liga Árabe.

Si el Consejo de Seguridad no lograra un acuerdo por el veto de uno de sus miembros, cabría recurrir a una fórmula similar a la utilizada por la Asamblea General en 1950 en su resolución “Unión Pro Paz”. En ella, la Asamblea reafirmaba la importancia de que el Consejo de Seguridad desempeñara su responsabilidad primordial de mantener la paz y la seguridad internacionales, y el deber de sus miembros permanentes de tratar de que haya unanimidad entre ellos y de obrar con moderación en cuanto al ejercicio del derecho de veto. Se declaraba consciente de que el hecho de que el Consejo no cumpliera con sus responsabilidades no eximía a los Estados de la obligación que les impone la Carta, ni a la ONU de la responsabilidad de mantener la paz y la seguridad internacionales. En consecuencia, la Asamblea resolvió que “si el Consejo de Seguridad, por falta de unanimidad entre sus miembros permanentes, deja de cumplir con su responsabilidad primordial de mantener la paz y la seguridad internacionales en todo caso en que resulte haber una amenaza a la paz, un quebrantamiento de la paz o un acto de agresión, la Asamblea General examinará inmediatamente el asunto, con miras a dirigir a los miembros recomendaciones apropiadas para la adopción de medidas colectivas, inclusive -en caso de quebrantamiento de la paz o acto de agresión- el uso de fuerzas armadas cuando fuere necesario, a fin de mantener la paz y la seguridad internacionales” (apartado A-1 de la resolución 377(V), de 3 de Noviembre de 1950). Por tanto, la Asamblea –que me parece que aún está en período de sesiones- podría recomendar el establecimiento de una zona de exclusión aérea en Libia y encomendar a la OTAN la ejecución de su resolución.

La tercera fórmula posible -.aunque no es buena solución- es la iniciada por Francia -al margen de la política exterior y de seguridad común de la Unión Europea- de reconocer al Consejo Nacional de Transición como el gobierno legítimo de Libia y romper cualquier tipo de relación con el gobierno de Gadafi . Esta solución fomentaría una guerra civil que está empezando a surgir y aumentaría el derramamiento de sangre.

Cualquiera que sea la solución que se adopte, es de desear y esperar que Muamar el-Gadafi recapacite y acepte hacer mutis por el foro, ante la oposición de su propio pueblo y la condena generalizada de la comunidad internacional. Como acaba de declarar la reunión de Ministros de Asuntos Exteriores de la Liga Árabe, la Yamahiriya de Gadafi ha perdido –si es que alguna vez la tuvo, añadiría yo- su legitimidad, debido a las graves violaciones cometidas desde el inicio del levantamiento popular contra el tirano.

José Antonio de Yturriaga Barberán
Madrid, 13 de Marzo de 2011

sábado, 5 de marzo de 2011

KUWAIT Y ARABIA SAUDITA, ALIADOS DE OCCIDENTE, NO RESPETAN LOS DERECHOS HUMANOS

En los periódicos del pasado 27 de Febrero se podían contemplar las fotos del Rey Juan Carlos I, rodeado de personajes cualificados de las autocracias infelizmente reinantes en el mundo árabe. La celebración del 50º aniversario de la independencia del Emirato de Kuwait justificaba la presencia del considerado –a justo título- como el “Primer Embajador de España”. Brillaba, sin embargo, la ausencia de altos representantes de los países occidentales, en unos momentos en que se están manifestando de forma espontánea los deseos de libertad de las poblaciones árabes del Norte de África y del Medio Oriente, y su protesta contenida por la mala situación económica y la reiterada violación de los derechos humanos en la región.

Kuwait es un pequeño Estado de 17.800 kilómetros cuadrados, situado al nordeste de la Península de Arabia. Desde 1756 ha estado regido por la dinastía de los Al-Sabah. En 1899 se colocó bajo el protectorado de la Gran Bretaña, quien le concedió la independencia en 1961. Cuenta con una población de 3 millones de habitantes de los cuales sólo el 30% poseen la nacionalidad kuwaití. Esta minoría goza de la plenitud de derechos existentes y de una privilegiada situación económica, pues son los principales beneficiarios de las riquezas del país, que tiene una renta “per cápita” de $50.000. El 70% restante está compuesto por ciudadanos de otros países árabes (egipcios, iraquíes, sudaneses, palestinos…) y de Asia (India, Pakistán, Bangla Desh, Filipinas…) Cuenta asimismo con unos 100.000 apátridas (“bidum”), que no tienen derecho a la educación, a la sanidad o a otros servicios asistenciales.

Los kuwaitíes ostentan los altos cargos de la administración, el ejército y la gestión empresarial (especialmente la explotación del petróleo, principal y casi único recurso del país). Tienen el privilegio exclusivo de acceder a la categoría de patrocinador (“sponsor”), pues son los únicos autorizados a ejercer actividades comerciales. Cualquier empresa extranjera que quiera operar en Kuwait necesita estar avalada por un “sponsor”, quien con sólo prestar su nombre, obtiene una jugosa remuneración sin necesidad de trabajar. No pagan impuestos, disfrutan en exclusividad de los derechos disponibles y se aprovechan del capital y del trabajo de los foráneos.

Antes de la invasión del país por Irak en 1991, las labores administrativas eran fundamentalmente realizadas por una numerosa y bien preparada colonia de refugiados palestinos, que fue expulsada del país –junto con los inmigrantes iraquíes- tras el fracaso de la intentona de Saddam Hussein. El pequeño comercio está en manos de los asiáticos (especialmente los procedentes de la península indostánica) y el trabajo cotidiano es realizado por otros nacionales árabes y asiáticos, además de por los “bidum”, que son los parias de los parias. Las leyes discriminan a favor de los kuwaitíes y los inmigrados carecen de los derechos fundamentales y son objeto de un tratamiento a menudo vejatorio. Una de las acciones realizadas por el Rey Juan Carlos durante su anterior visita a Kuwait fue pedir clemencia al Emir para que conmutara la pena de muerte injustamente dictada contra dos jóvenes sirvientas filipinas.

El Estado está bajo el férreo dominio del Emir Sabah al-Ahmed al-Sabah y todos los componentes del Gobierno y de la alta administración pertenecen a la prolífica dinastía de los al-Sabah. Hay una Asamblea Legislativa decorativa cuyos 50 miembros se eligen cada cuatro años. Por supuesto que sólo pueden votar los que ostentan la nacionalidad kuwaití y, hasta 2008 no se reconoció el derecho de voto a la mujer. La fuerza política mayoritaria de la Asamblea es la del Movimiento Constitucional Islámico (entidad creada por el Gobierno) y hay unos pocos diputados liberales, chiitas e independientes de carácter testimonial, ya que no existen partidos políticos libres. Las competencias del Parlamento son sumamente reducidas y una de sus más destacadas decisiones fue prohibir la importación de vinos y licores destinada a los miembros del Cuerpo Diplomático. El consumo de productos alcohólicos –así como de productos del cerdo- está rigurosamente prohibida y está sometida a graves penas, incluido el castigo corporal. Cuando estaba de Embajador en Irak en los años 80, solía ir con relativa frecuencia a Kuwait para adquirir alimentos y otros productos que no se podían obtener en Bagdad como consecuencia de la guerra con Irán. Al atravesar la frontera, los aduaneros kuwaitíes registraban con detenimiento mi vehículo en violación de los derechos reconocidos por el Convenio de Viena de 1961 sobre Relaciones Diplomáticas. Pese a estas manifestaciones externas de rigor anti-alcohólico, la mayor parte de los kuwaitíes beben como cosacos en sus casas y esperan que se les ofrezcan licores cuando visitan la vivienda de un diplomático.

La hipocresía de su conducta se ponía asimismo de manifiesto en otros ámbitos de la convivencia. Recuerdo el caso del Secretario de la Embajada española que, tras acompañar a su mujer –en avanzado estado de gestación- a ver al ginecólogo, salió de la consulta con el brazo sobre los hombros de su esposa y fue detenido por escándalo público por una de las patrullas que velaban por moralidad pública..

Mi experiencia en los contactos mantenidos con kuwaitíes resultó bastante negativa. Kuwait se me presentaba como un “Estado-supermercado”, en el que predominaba el estilo hortera de nuevo rico, y echaba de menos el talante amistoso y la hospitalidad de otros pueblos vecinos como los de Irak, Omán o Dubai En una ocasión en que fui al país para adquirir un coche para la Embajada encontré toda clase de pegas –técnicas, administrativas y financieras- para conseguir el vehículo. Los interlocutores eran arrogantes, antipáticos y oportunistas. Aún tuve que hacer frente a dificultades adicionales en la frontera por parte de policías y aduaneros. Al pisar de nuevo territorio iraquí, no pude menos que exclamar para mis adentros: “¡Hogar, dulce hogar!”.

La inmensa mayoría de la población, el 85%, profesa la religión musulmana en su vertiente sunita.Hay una importante minoría chiita (25%) y una pequeña colonia de unos 25.000 cristianos, en su totalidad extranjeros, pues no se permite el “proselitismo” y la renuncia al islamismo puede llevar aparejada la pena capital para los apóstatas. No se reconoce la libertad de religión, aunque existe una cierta tolerancia hacia los cristianos heredada del período de la dominación colonial británica.

La situación en Kuwait es, sin embargo, “pecata minuta” comparada con la reinante en el vecino estado de Arabia Saudita. Sus inicios se remontan a 1750, fecha en que Mohamed ben Saud creó el “Reino de Saud”. Gracias a los esfuerzos de Abdulaziz ben Saud, el territorio se libró a principios del siglo XX de la dependencia del Imperio Otomano y en 1932 se constituyo el Reino de Arabia Saudita. Se trata de uno de los pocos sistemas feudales que aún subsisten en el mundo. Está regido por un monarca absoluto y controlado por la camarilla de los 200 descendientes masculinos del rey Abdulaziz. Se estima que la familia real está integrada por unos 22.000 miembros, que –por el mero hecho de serlo- tienen derecho a una remuneración mensual vitalicia, que supone el 5% del presupuesto nacional, y que va de los $800 percibidos por el más modesto componente del clan a los $270.000 de que disfrutan los hijos del rey Saud.

El reino saudita es confesional. Su Constitución es el Corán y la ley islámica –la Sharia- es de obligado cumplimiento. La máxima autoridad es el monarca, que ostenta el título de “Defensor de los Creyentes” y Protector de las ciudades santas del Islam: La Meca y Medina. En virtud de ello, tiene por misión difundir la religión musulmana y la cultura islámica por todo el mundo. El rey ostenta el poder ejecutivo de forma absoluta. El legislativo recae sobre el Consejo de Ministro -compuesto por destacados miembros de la familia real- y el judicial es ejercido por los tribunales religiosos. No hay partidos políticos ni elecciones libres. Tan solo en 2005 se celebró un simulacro de elecciones municipales.

No se reconocen los derechos humanos fundamentales más elementales. La pena de muerte se aplica con generosidad para la represión de delitos tales como la sodomía o la apostasía del islamismo. La Sharía contempla penas como la flagelación por conducta inmoral o la amputación de miembros por el delito de robo (la céntrica plaza de Riad donde se celebran las ejecuciones y las amputaciones es irónicamente conocida por los extranjeros como el “Chopping Centre”), y los tribunales recurren a ellas sin el menor reparo. Cuando el Comité de la ONU contra la Tortura condenó a Arabia Saudita por estas prácticas degradantes, el Gobierno replicó que dichas prácticas formaban parte de la tradición islámica, que databa de 1.400 años.

La principal víctima de esta situación es la mujer, que es –por la ley coránica- inferior al hombre, al que está sometida (sea padre, hermano, esposo, hijo o pariente). No puede tomar decisión alguna sin el refrendo de un varón de su familia, ni salir a la calle o viajar sin escolta masculina. Su testimonio vale la mitad del de un hombre. Ha de cubrir todo su cuerpo con una túnica o capa (“abaya”) y su cabeza con el “hyjab” (pañuelo que cubre el cabello) o el “nykab” (lienzo que cubre toda la cabeza, salvo los ojos). No puede conducir un vehículo y ha de de situarse en los espacios especialmente acotados para ella en las mezquitas y otros lugares públicos. Estas demenciales normas se aplican asimismo a las mujeres extranjeras y lleva a situaciones realmente ridículas. Así, por ejemplo, el Ministerio de Asuntos Exteriores construyó en Riad un suntuoso Centro Social para uso de los miembros del Cuerpo Diplomático y altos cargos del Gobierno, y lo distribuyó en tres zonas estancas destinadas respectivamente a los caballeros, a las damas y a los matrimonios. Como los diplomáticos se negaron a aceptar estas normas discriminatorias, el Club no llegó a inaugurarse.

Otro sector discriminado es el de los extranjeros, especialmente los inmigrantes y trabajadores no musulmanes. Se calcula que hay entre 6 y 7 millones de extranjeros en el país, procedentes especialmente de India, Pakistán, Bangla Desh, Filipinas, Egipto y Yemen. Hay también un importante contingente de ciudadanos de países occidentales, que trabajan fundamentalmente como expertos en la industria petrolífera, principal fuente de ingresos del país (Arabia Saudita es el primer productor y exportador de petróleo del mundo y cuenta con el 24% de las reservas mundiales de dicho producto).
Los extranjeros están sometidos a las leyes del país, incluida la Sharía, aunque no sean musulmanes. Como en el caso de Kuwait, los inmigrantes no gozan de los derechos fundamentales básicos y suelen se tratados de forma poco acorde con las normas internacionales. Es tristemente célebre, por ejemplo, el trato dado al personal de servicio. El patrono puede usar y abusar a su antojo de las trabajadoras del hogar con absoluta impunidad, y si éstas se resisten suelen ser severamente castigadas por la justicia.

Pero la carencia más importante es, quizás, la ausencia de libertad de pensamiento, de expresión y de culto. El 97% de la población profesa el islamismo, la inmensa mayoría en su versión sunita y tan sólo de un 10 a un 15% en su versión chiita..
El país ha oficializado el axioma de que “no hay más Dios que Alá y Mahoma es su Profeta”. No se permite el culto público de ninguna religión salvo la islámica y no existen, por consiguiente, ni iglesias ni otros lugares de culto en todo el Estado. A los presbíteros y religiosos se les niega el visado de entrada y sólo de incógnito pueden acceder al país. Estas prácticas restrictivas afectan incluso a los miembros del CD y a los extranjeros que viven en recintos exclusivos. En una ocasión que visité Arabia Saudita, pude asistir en la residencia de un diplomático a una misa clandestina oficiada por un sacerdote, que no podía fungir como tal. Se llega hasta el esperpento de que –a efectos de indemnización por muerte- la ley prevé que la vida de un cristiano o de un judío vale la mitad de la de un musulmán, y la de un hindú o de un budista una decimosexta parte. Las autoridades sauditas, por otra parte, imponen la práctica de su religión a creyentes e infieles, y la llamada “policía para la promoción de la virtud y prevención del vicio” obliga “manu militari” al cierre de comercios y lugares de ocio en las horas previstas para la oración y fuerza a latigazos el cumplimiento del ayuno del Ramadán. Todo esto no es, sin embargo, óbice, para que el Gobierno de Arabia Saudita exija en todo el mundo la libertad de creencia y culto de los musulmanes, y financie con generosidad la construcción y gestión de mezquitas y escuelas coránicas por doquier. Los países occidentales toleran este doble estándar y no se atreven a exigir la aplicación del principio de la reciprocidad. .

Dentro del sunismo, el pueblo saudita comulga con la secta del “wahabismo”, que es la versión más puritana, ultra-conservadora e intolerante del Islam. Preconiza una interpretación literal e intransigente del Corán y de la Sharía, tal como se aplicaba en los tiempos de Mahoma. Pone especial énfasis en la negación de las demás religiones, -incluidas las del Libro, toleradas por el Profeta- y pone especial énfasis en la “yihad”, la lucha contra el infiel. Para hacerse perdonar sus muchos pecados –los jerarcas sauditas se encuentran entre los más corruptos e inmorales del mundo-, la monarquía de Saud suele recurrir a la “diplomacia de la chequera” y se ofrece a financiar cualquier organización o movimiento pretendidamente islámico, incluidos grupos integristas, xenófobos y terroristas.

Arabia Saudita ha dispuesto de una parte considerable de sus petro-dólares para construir en todo el mundo mezquitas y ”madrasas” y enviar misioneros para expandir la buena nueva del wahabismo. En Pakistán o en Afganistán, en Rusia (especialmente Chechenia) o en las antiguas repúblicas soviéticas de Asia han crecido como hongos las escuelas coránicas, en las que –amén de enseñar el Islam, lo cual es del todo loable- lavan el cerebro a los alumnos –que, por lo general, no reciben más educación que la de estos centros-, se les inculca el odio a Occidente y la religión cristiana, se relativiza el valor de la vida y se ensalza la entrega por la causa (facilitando el camino hacia la inmolación suicida), y se promociona el integrismo, el fundamentalismo, la xenofobia y la expansión de las distintas formas de “talibanismo”.

Hasta hace relativamente poco tiempo las posiciones más radicales del Islam eran patrimonio del chiísmo, que logró establecer un Estado confesional y teocrático en Irán con el Ayatollah Jomeini en 1979. El sunismo era menos intolerante y los movimientos integristas se limitaban a grupos de teólogos e intelectuales reunidos en torno a la Mezquita-Universidad de Al-Azhar de El Cairo, del que surgiría el movimiento de los “Hermanos Musulmanes”. Incluso este movimiento, aunque fundamentalista, era relativamente moderado. La expansión del wahabismo, impulsado y respaldado por la Arabia Saudita, provocó un profundo cambio en la situación y el sunismo se fue radicalizando hasta desembocar en la creación del Gobierno de los Talibanes en Afganistán, la radicalización religiosa y la intolerancia en Pakistán o los conflictos de origen religioso en Chechenia, otros lugares del Cáucaso y algunos antiguos territorios soviéticos.

Yo mismo he sido testigo presencial de parte de este proceso. En la antigua Unión Soviética vivía una importante minoría musulmana, para quienes su religión era más que nada un signo de identidad socio-cultural. Debido a la presión anti-religiosa del marxismo y a la evolución históricas, estas comunidades profesaban un islamismo “light” y tolerante. Tuve oportunidad de comprobarlo sobre el terreno y, así por ejemplo, pude visitar mezquitas en Kazán, Samarcanda o Bishkek sin necesidad de descalzarme. Tras la disgregación de la URSS y la desaparición del comunismo, la presencia de predicadores wahabitas se hizo sentir en los nuevos Estados y regiones musulmanas y proliferaron las “madrasas” costeadas con capital saudita. Esta “coranización” ha influido en la radicalización del pensamiento y conductas islámicos, y ha formado y deformado a nuevas generaciones de creyentes proclives al talibanismo y al fundamentalismo suicida de Al-Qaeda.

Por otra parte, Pakistán, pese a haber accedido a la soberanía por su fe musulmana y ser el primer Estado islámico del mundo, mantuvo tras su independencia un régimen de tolerancia. La presión de las tesis intransigentes del wahabismo llevó al Presidente Ul-Haq a imponer la aplicación de la Sharia y a adoptar la ley anti-blasfemia, por la que la acusación de un musulmán –sin necesidad de pruebas- de que una persona ha insultado al Profeta o se ha mofado del Corán puede llevar a que dicha persona sea condenada a muerte por los tribunales. Los diversos movimientos de inspiración talibán han incrementado los ataques y atentados terroristas y amenazan contra los cristianos. En Marzo de 2008, un atentado con coche bomba produjo la destrucción parcial del complejo del Arzobispado de Lahore -incluídas parte de la Catedral y la residencia del Arzobispo, mi cuñado Monseñor. Lawrence Saldanha- y provocó dos muertos y 12 heridos graves. En Julio de 2009, una multitud enfurecida tras la prédica del Viernes en la mezquita local -al grito de “Mueran los infieles”-, atacó e incendió una barriada cristiana del pueblo de Gojra, donde residía una persona acusada de haber profanar el Corán, y causó la muerte de seis personas, incluidos dos niños pequeños quemados vivos

Bien recientes son los casos de la condena a muerte en Noviembre de 2010 de la cristiana Asia Bibi por haber supuestamente insultado al Profeta, y los asesinatos a principios de Enero de este año del Gobernador de Punjab, Salmen Tasir, y tan sólo ayer del Ministro para las Minorias Religiosas Shahbaz Bhatti, por haber intercedido por la condenada Bibi. En el comunicado difundido por el Movimiento Talibán del Punjab –que ha reivindicado este último asesinato- se acusa al Gobierno de Pakistán de haber nombrado ministro a un cristiano, que pretendía revocar la ley anti-blasfemia.

Detrás de estos lamentables comportamientos se puede apreciar la larga mano del wahabismo, alentado moralmente y respaldado económicamente por la monarquía saudita y por importantes sectores del país, que financias movimientos integristas, radicales y terroristas, incluido el propio Al-Qaeda, cuyas conexiones con Arabia Saudita son evidentes. Sin embargo, pocas voces se alzado en Occidente para advertir del peligro y criticar el inaceptable proceder de las autoridades sauditas. ¡Poderoso caballero es Don Petróleo!. Al Reino de los Saud se le perdona todo –su ausencia de democracia y su reiterada violación de los derechos humanos- y se le considera un fiel aliado del mundo occidental. Se le ha concedido incluso al Rey Abdullah ben-Abdelaziz la Gran Orden del Toisón de Oro, condecoración católica por antonomasia.

Recientemente el Viceprimer Ministro británico, Nick Clegg, ha reconocido que, “pese a nuestras buenas intenciones, los europeos hemos fracasado en el pasado por permitir a los regímenes autocráticos librarse con una pretensión de reformas, hemos impuesto condiciones mínimas y después ni siquiera hemos insistido en esos estándares tan bajos”. Los países europeos y Estados Unidos no pueden, ni deben, imponer la democracia al estilo occidental a las autocracias musulmanas, pues no reúnen las condiciones políticas, socio-económicas, culturales e ideológicas para su implantación
El islamismo no favorece la democracia. Como afirmó en su día el soberano saudita Fahd, “un sistema basado en elecciones no es conforme con nuestro credo religioso”. Lo cierto es que no hay un solo país islámico dotado de un régimen genuinamente democrático. Ni siquiera Turquía -a la que se pone como modelo a seguir por los Estados de mayoría musulmana-, que ha mantenido algunas normas que consagran derechos fundamentales gracias a la imposición no democrática de su Ejército, auto-proclamado garante de la herencia de Ataturk. A medida que se consolide el control del país por el mayoritario partido islamista es probable que las cañas se conviertan en lanzas y los minaretes en misiles, conforme a la lírica retórica del Presidente del Gobierno Recep Erdogan. Los Estados democráticos, por otra parte, no pueden insistir en la celebración de elecciones libres y luego poner en tela de juicio sus resultados si no resultan convenientes para sus intereses, como ha ocurrido en la propia Turquía, en Argelia o en Gaza.

Lo que si pueden y deben hacer Estados Unidos y los países europeos es exigir a sus aliados el respeto de los derechos humanos, y uno de estos derechos básicos es la igualdad entre varón y hembra, de difícil aceptación por el mundo musulmán que se basa principalmente –aunque no exclusivamente- en la sura 4-34 del Corán:”Los hombres tienen autoridad sobre las mujeres en virtud de la preferencia que Alá ha dado a unos sobre otros y de los bienes que gastan. Las mujeres virtuosas son devotas y cuidan, en ausencia de sus maridos, de lo que Alá manda que cuiden.¡Amonestad a aquéllas de quienes temáis que se rebelen, dejadlas solas en el lecho, pegadles!. Si os obedecen, no os metáis más con ellas”. Este texto ha sido interpretado de forma constante por la tradición coránica y la práctica islámica en el sentido de que consagra la desigualdad entre el hombre y la mujer y la sumisión de ésta a aquél.

Los pueblos de los Estados con mayoría islámica son libres de escoger el régimen de gobierno que consideren más adecuado. Como se ha afirmado en el comunicado conjunto de España y los Emiratos Árabes Unidos –tras la última visita del Presidente José Luis Rodríguez Zapatero a Dubai-, ambos países, que siguen muy de cerca los acontecimientos que están teniendo lugar en el mundo árabe, consideran que “el proceso hacia la democracia, el desarrollo económico y la justicia social merecen respeto y apoyo, sin menoscabo del principio de la no ingerencia”.

Los países occidentales deben contribuir a este proceso hacia la democracia y respetar la voluntad libremente expresada de los pueblos árabes e islámicos. Pero, -cualquiera que sea el resultado y más aún si los Estados se niegan a celebrar elecciones libres- deben exigir el respeto de los derechos humanos, que son patrimonio de todos los miembros de la comunidad internacional, cualquiera que sea su ideología, régimen político o forma de gobierno. Como ha afirmado el Emir Hamad ben-Jalifa al-Thani, Qatar coincide con la Unión Europea en la necesidad de abrir un tiempo nuevo y de modernidad en el mundo árabe. España debe estar en la vanguardia de esta iniciativa de modernización por sus estrechos vínculos históricos, geopolíticos y económicos con los pueblos árabes y porque puede servir de modelo para la transición hacia un régimen democrático. No debe hacerlo en solitario, sino en estrecha colaboración con sus socios de la UE y con Estados Unidos.

José Antonio de Yturriaga Barberán

Madrid, Marzo de 2011