jueves, 18 de noviembre de 2010

Sahara Occidental

ESTATUTO JURÍDICO DEL SAHARA OCCIDENTAL

La violenta irrupción y destrucción por las fuerzas de seguridad marroquíes del campamento saharaui instalado en Gdeim Izik el 8 de Noviembre del presente año ha planteado el tema de la situación jurídica de la antigua colonia y provincia española del Sahara Occidental. El Ministro de la Presidencia, Ramón Jáuregui, justificó en sede parlamentaria la prohibición del Gobierno de Marruecos a la entrada de periodistas españoles en el territorio del Sahara en que dicha acción formaba “parte del núcleo duro de la soberanía del país”. Ante el estupor causado por esta afirmación, trató en los pasillos del Congreso de matizarla al señalar que, en la actualidad, es Marruecos quien determina, por su capacidad de administrar et territorio, quién entra y quién no entra en él. El Vicepresidente 1º del Gobierno, Alfredo Pérez Rubalcaba, aún empeoró la situación cuando, en la rueda de prensa posterior a la reunión del Consejo de Ministros de 12 de Noviembre, calificó los incidentes en el Sahara de “sucesos en Marruecos”.

La Ministro de Asuntos Exteriores y Cooperación, Trinidad Jiménez, tuvo que salir a la palestra para tratar de corregir el entuerto, y afirmó que España no reconoce la soberanía de Marruecos sobre el Sahara, si bien constata la situación de control de este territorio por parte de dicho país. Añadió que el conflicto del Sahara no es de carácter bilateral entre España y Marruecos, sino de alcance internacional, y que el Gobierno español trabaja por lograr una “solución justa, duradera y aceptable por ambas partes, y que respete el derecho a la autodeterminación del pueblo saharaui”. Justificó la prudencia del Gobierno -al haber lamentado pero no condenado los graves acontecimientos ocurridos- en que las relaciones con Marruecos son política de Estado y resultan esenciales pues rl vecino Estado es “un socio clave”. El Presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, ya había esbozado esta argumentación al declarar que su Gobierno había adoptado una actitud responsable, sensata y prudente para la solución del conflicto y para los intereses de España, que eran los que había que poner por delante de cualquier otra consideración.

¿Cuál es en la actualidad el estatuto jurídico del Sahara Occidental?. Para conocerlo, examinemos brevemente la evolución histórica, política y jurídica del territorio.

La presencia histórica española en África Occidental se remonta a 1474 cuando Diego García de Herrera estableció la fortaleza de Santa Cruz de Mar Pequeña (desaparecida en 1524), y a 1485 cuando Fernán Pérez de Ayala construyó un fortín cerca de Cabo Juby. Por el Tratado Hispano-Marroquí de Tetuán de Paz y Amistad, de 26 de Abril de 1860, Marruecos concedió a España a perpetuidad, en la costa del océano junto a Santa Cruz la Pequeña, “el territorio suficiente para la formación de un establecimiento de pesquería como el que España tuvo allí antiguamente”, establecimiento que se ubicó en Sidi Ifni. España y Francia establecieron los límites del territorio en el Tratado de Madrid, de 16 de Noviembre de 1910. Hasta 1934 no se produjo su ocupación efectiva con la expedición del Coronel Capaz,y Ifni, pasó a depender del Protectorado Español de Marruecos.

Las empresas pesqueras de Canarias solían faenar a lo largo de la costa del Sahara Occidental. Ya en 1881, la Sociedad de Pesquerías Canario-Africanas construyó un pontón en Villa-Cisneros y, en los años siguientes, se establecieron diversas factorías en la costa de Sahara. El 26 de Diciembre de 1884, España firmó con los jefes nativos de la región un tratado que ponía bajo protección española la zona comprendida entre Cabo Bojador y Cabo Blanco. El tratado fue puesto en conocimiento de las potencias europeas y, ni en ese momento un durante la presencia española en la región, se recibió protesta o reclamación territorial alguna por parte de Marruecos. Desde 1886 se iniciaron las negociaciones entre España y Francia para delimitar el territorio (llegó a elaborarse incluso un proyecto de arbitraje por parte del Rey de Dinamarca), pero no se logró un acuerdo hasta el Tratado de París, de 27 de Junio de 1900. La ocupación real del Sahara no se culminó hasta 1920, tras la expedición del Capitán Bens.

En 1946 se creó el África Occidental Española, integrada por los territorios del Sahara Occidental y de Ifni, que permanecieron unidos hasta la disolución de la entidad tras el Decreto de 10 de Enero de 1958, que concedió el rango de provincias a ambos territorios, siguiendo el modelo ultramarino de Portugal. Se trataba de una provincialización más formal que real, pero el Gobierno español dejó de considerarlos “territorios no autónomos”, y así lo comunicó a la ONU.

La Asamblea General no aceptó las tesis hispano-portuguesas y amenazó a ambos países con sanciones si no facilitaban a la Organización información sobre la evolución de sus territorios no autónomos, de conformidad con el artículo 73 de la Carta. A diferencia de Portugal, España se plegó a las presiones de la ONU y, en 1960, comunicó que –aunque no estaba obligada en derecho- facilitaría la información solicitada con carácter voluntario. Era una decisión poco coherente desde el punto de vista jurídico, pero extremadamente pragmática. En su XV, sesión la Asamblea fue sensible a la declaración española y modificó el proyecto de resolución que estaba considerando. En su resolución 1542(XV), de 15 de Diciembre de 1960, la Asamblea afirmó que las “provincias” portuguesas -expresamente mencionada en una lista que incluía de Cabo Verde a Timor- eran territorios no autónomos sobre los que Portugal estaba obligado a enviar información. La resolución no mencionó los territorios españoles, acogió con satisfacción la declaración del representante de España e invitó al Gobierno español a participar en los trabajos del Comité de Información.

Al mismo tiempo, la Asamblea adoptó otras dos resoluciones capitales para acelerar el proceso de descolonización: la 1514(XV), que incluía una “Declaración sobre la concesión de la independencia a los países y pueblos coloniales”, y la 1541(XV), que enumeraba los “Principios que deben guiar a los Estados miembros para determinar si la obligación de comunicar las informaciones previstas en el artículo 73-e) de la Carta de la ONU les es aplicable o no”.

La primera –calificada de “Carta Magna de la Descolonización”- hacía hincapié en la independencia, al afirmar que “serán tomadas medidas inmediatas en los territorios bajo tutela, los territorios no autónomos y todos los territorios que todavía no han accedido a la independencia, para transferir todos los poderes a los pueblos de esos territorios, sin ninguna condición ni reserva, conforme a sus deseos libremente expresados, sin ninguna distinción de raza, de creencia o de color, a fin de permitirles gozar de una independencia y libertad completas”.

La segunda era más matizada al señalar que un territorio no autónomo podía alcanzar su plena autonomía mediante su constitución en un Estado independiente y soberano, o su libre asociación con, o su integración en, otro Estado independiente. Esta tesis fue reiterada diez años más tarde por la resolución 2625(XXV). La independencia, por tanto, no es la única forma que tiene un territorio dependiente para culminar el ejercicio de su libre determinación.

Hasta el 21 de Abril de 1961 no se produjo la primera reivindicación formal de soberanía de Marruecos sobre el Sahara Occidental y la declaración del Sultán Hassan II fue rechazada por España. Por resolución de 16 de Octubre de 1964, la Asamblea General instó al Gobierno de España a que adoptara de inmediato las medidas encaminadas a aplicar plena e incondicionalmente a los territorios de Ifni y del Sahara Español las disposiciones de la “Declaración sobre la concesión de la independencia a los países y pueblos coloniales”. Dos años más tarde, la Asamblea pidió a España que acelerase el proceso de descolonización de ambos territorios, si bien con matices diferentes, pues si para Ifni pidió que lo hiciera mediante la negociación con Marruecos, para el Sahara Occidental recomendó la celebración de un referéndum de libre determinación sobre la independencia, en consulta con los interesados y vecinos, y bajo los auspicios de la ONU. Marruecos expresó su rechazo a la recomendación de la Asamblea relativa al Sahara.

España inició negociaciones con Marruecos sobre Ifni y, por un Tratado de 4 de Enero de 1969, se acordó la devolución del territorio a Marruecos. En cuanto al Sahara Occidental, siguió el proceso de descolonización -especialmente la elaboración de un censo creíble de una población mayoritariamente nómada- y, el 23 de Mayo de 1975, el Gobierno español comunicó al Secretario General de la ONU la intención de poner fin a la presencia de España en el territorio, mediante la celebración de un referéndum bajo los auspicios de la Organización. Marruecos rechazó esta decisión y reclamó la devolución de los “territorios usurpados”, amenazando con proceder a una invasión y desplegando fuerzas en la frontera. Mauritania, a su vez, envió una nota al Secretario General en la que afirmaba sus pretendidos derechos sobre el Sahara Occidental.

Marruecos –con el apoyo de Mauritania y Argelia- propuso que, para aclarar la situación jurídica del territorio, se solicitara un dictamen al Tribunal Internacional de Justicia. La Asamblea accedió a esta solicitud y pidió al Tribunal que expresara su opinión sobre si el Sahara Occidental era un territorio sin dueño -"res nullius"- en el momento de su colonización por España, y sobre cuáles eran los vínculos jurídicos existentes entre dicho territorio y el reino de Marruecos y el complejo Mauritano.

En su dictamen de 26 de Octubre de 1975 , el TIJ afirmó que, en el momento de la colonización española, existían lazos y "allegiances" –especialmente de vasallaje- entre el Sultán de Marruecos y algunas tribus que vivían en el territorio del Sahara Occidental, y algunos derechos relativos a la tierra que constituían lazos jurídicos entre Mauritania y el citado territorio, pero de la información disponible no se establecía ”ningún lazo de soberanía territorial entre el territorio del Sahara Occidental y el reino de Marruecos o el complejo mauritano”. Y concluía lo siguiente:”El Tribunal no ha encontrado que existan “vínculos jurídicos de tal naturaleza que modifiquen la aplicación de la resolución 1514(XV) respecto a la descolonización del Sahara Occidental y, en particular, del principio de autodeterminación a través de la libre y genuina expresión de la voluntad de los pueblos del territorio".

Negándose a aceptar la evidencia, el Gobierno marroquí afirmó en un comunicado que el TIJ había reconocido la legitimidad marroquí, la "allegiance" entre Marruecos y el Sahara Occidental y la existencia de un conflicto jurídico con España, por lo que no había duda de que el territorio saharahui era parte integrante de Marruecos. El dictamen, sin embargo, supuso un duro golpe para el prestigio de Hassan II y para la estabilidad del reino jerifiano. El temor de Estados Unidos a que la posición de su aliado marroquí pudiera verse adversamente afectada por la eventual creación de un débil Estado saharaui, bajo la influencia de una Argelia pro-soviética, llevó a su implicación directa en la organización y apoyo de la llamada “Marcha Verde”. Según Jesús Palacios, la marcha fue ideada por el Secretario de Estado, Harry Kissinger, y planificada por la CIA, cuyo Subdirector General, Vernon Walters, se desplazó a Marruecos para coordinar y dirigir la operación. No sé si esto es cierto, pero lo que no cabe ninguna duda es de que esta gran operación no pudo ser llevada a cabo sin la ayuda material –especialmente logística- y el respaldo político de Estados Unidos y Francia.

El 6 de Noviembre de 1975 partió hacia el Sahara Occidental la marcha “pacífica” de decenas de miles de civiles, debidamente encuadrados y escoltados por tropas de “elite” del Gobierno marroquí (se habla de hasta 350.000 civiles y 35.000 militares). Hassan II se aprovechó de la circunstancia favorable de que el Jefe del Estado español, Francisco Franco, se encontraba en su fase biológica terminal y de que el Gobierno de Carlos Arias Navarro era extremadamente débil, tanto en el plano interno como en el internacional. La situación era realmente delicada pues –aunque España gozaba de superioridad militar- no resultaría aceptable para la opinión pública internacional la respuesta armada del Ejército español contra una masa de civiles, que pudiera provocar bajas mortales, por lo que sería acusada de genocidio.

Ese mismo día, el Consejo de Seguridad adoptó la resolución 380(1975), en la que deploraba la realización de la marcha e instaba a Marruecos a que retirara inmediatamente del territorio saharaui a todos los participantes en la misma, pero Marruecos hizo oídos sordos a la petición de Naciones Unidas Ante la situación de callejón sin salida en la que se hallaba y bajo la presión –supuestamente amistosa- de Estados Unidos y Francia, el Gobierno español capituló y suplicó a Hassan II que detuviera la marcha. Envió a Rabat como negociador al Secretario General del Movimiento, José Solís, quien aceptó sin rechistar las leoninas condiciones marroquíes. El 14 de Noviembre de 1975, seis días antes de la muerte de Franco, se firmó el secreto Acuerdo de Madrid, por el que España transfirió la administración del Sahara a Marruecos y a Mauritania. Tan sólo se hizo pública la siguiente declaración:

“España se propone poner definitivamente término a su presencia en el Sahara, lo más tarde el 28 de Febrero de 1976. En el ínterin se propone transferir sus poderes y responsabilidades a una Administración temporal que se ha de constituir por la adscripción de los gobernadores adjuntos (marroquí y mauritano) al actual Gobernador General. Colaborará la Yemáa, que expresará la opinión de la población. Esta declaración se ha adoptado en el respeto de los principios de la ONU.
1.-España ratifica su resolución de descolonizar el territorio.
2.-España instituirá inmediatamente una administración temporal adscribiendo dos gobernadores adjuntos marroquí y mauritano.
3.-Respeto a la opinión saharaui a través de la Yemáa.
4.-Este documento entrará en vigor el día en que se publique en el BOE la “Ley de Descolonización del Sahara”.

La Ley de Descolonización fue aprobada por as Cortes el 16 de Noviembre y,
en Febrero de 1976, España se retiró del Sahara Occidental. En Agosto de 1979,
Mauritania seguiría su ejemplo y abandonó la parte sur del Sahara, dejando todo el territorio en poder de Marruecos.

Los saharauis, liderados por el Frente Polisario no aceptaron esta transferencia e iniciaron sus ataques contra las tropas marroquíes, que habían ocupado el territorio al socaire de la “Marcha Verde”. El 27 de Febrero de 1976 la Organización de la Unidad Africana reconoció al Polisario como representante del Sahara y se proclamó la República Árabe Saharaui Democrática, que fue aceptada por la Organización. Como consecuencia de ello Marruecos abandonó la OUA.

Se inició entonces una larga y cruenta guerra entre Marruecos y el Polisario y numerosos saharauis tuvieron que refugiarse en campamentos en la región de Tindouf (Argelia). Marruecos construyó un muro de Norte a Sur del Sahara y las zonas allende el muro pasaron a control de los saharauis. La ONU trató de mediar en el conflicto y su Secretario General propuso en 1988 un Plan para la pacificación y libre determinación del Sahara Occidental. En 1991 se logró la firma de un alto el fuego, bajo los auspicios de la ONU, que envió tropas (MINURSO) para velar por su cumplimiento. El Consejo de Seguridad adoptó diversas resoluciones, en las que se acordó que en 1992 se celebraría un referéndum de libre determinación en el territorio y el Secretario General nombró un Representante Personal para que velara por su realización.

Marruecos inició una táctica de resistencia pasiva destinada a ganar tiempo y consolidar su posición en el territorio. La principal excusa fue que el censo elaborado por España era insuficiente y había que actualizarlo. En el ínterin fue enviando miles de colonos marroquíes al Sahara Occidental, al tiempo que expulsaba a un gran número de saharauis de su territorio. Así calculaba que, a medio plazo, el Sahara estaría formado por una mayoría pro-marroquí que -cuando finalmente se realizara el referéndum- votaría a favor de la integración del territorio en la “madre patria”.

Pasó el plazo previsto de 1992 y Marruecos siguió con su política obstruccionista, con el respaldo de Estados Unidos y Francia, que boicotearon en el seno de la ONU cualquier tentativa de presión sobre el ocupante marroquí. Se sucedieron los Representantes Personales y las resoluciones que exigían la realización del referéndum de libre determinación, pero el Gobierno marroquí siguió haciendo caso omiso de las recomendaciones onusianas.

El 29 de Enero de 2002 el Subsecretario de Asuntos Jurídicos de la ONU, Hans Corell, presentó un famoso informe sobre el Sahara Occidental en el que –entre otras cosas- decía lo siguiente: “El Acuerdo de Madrid no transfirió la soberanía sobre el territorio, ni confirió a ninguno de los signatarios la condición de potencia administradora, condición que España, por si sola, no podía haber transferido unilateralmente”. Al no haber transferido la soberanía del Sahara ni a Marruecos ni a Mauritania, España seguía siendo "de iure" la potencia administradora y el territorio continuaba pendiente de ser descolonizado hasta que su población expresara libremente su decisión, a través de un referéndum organizado por la ONU.

Ya en Abril de 2001, el Representante Personal del Secretario General, James Baker –antiguo Secretario de Estado de Estados Unidos-, había presentado un proyecto de Acuerdo marco del estatuto del Sahara Occidental, de “inspiración marroquí”, según él mismo reconoció. Constaba de dos fases: en la primera se elegirían un Ejecutivo y una Asamblea Legislativa a los que se concedían unas competencias limitadas, bajo el control de Marruecos. Al cabo de cuatro años, la Asamblea nombraría un nuevo Ejecutivo, que negociaría con el Gobierno marroquí el estatuto final del territorio. Se imponían dos condiciones claves para la realización del plan: que pudieran votar en las elecciones todos los ciudadanos instalados en el país un año antes de su celebración y que se excluyera la independencia de las fórmulas a negociar para el futuro del Sahara. El Plan Baker-I fue rechazado tanto por el Frente Polisario como por Argelia y recibió un golpe de gracia del Informe Corell. El Polisario propuso que el territorio fuera administrado directamente por la ONU, pero el Secretario General se negó a considerar semejante propuesta.

James Baker revisó completamente su proyecto y el 17 de Abril de 2003 presentó un nuevo “Plan de paz para la autodeterminación del pueblo de Sahara Occidental”, que fue unánimemente aceptado por el Consejo de Seguridad en su resolución 1495/2003. Se mantenía el sistema de dos fases, pero se introducían importantes modificaciones. En la primera fase, en la que se elegían una Autoridad y una Asamblea provisionales, sólo podrían participar en la votación los saharauis incluidos en el censo de la ONU (unos 86.000 ciudadanos). Se concedían a la Autoridad importantes competencias de carácter interno, mientras el Gobierno marroquí conservaba las competencias más importantes, como las relaciones exteriores y la defensa. A los 4 o 5 años se celebraría una segunda votación en la que –además de los saharauis censados por la ONU- podrían participar todos los ciudadanos no censados residentes en el país desde 1999 (unos 130.000 colonos marroquíes) y los saharauis instalados en los campamentos de Argelia censados por la ACNUR (unos 160.000 ciudadanos). En estas elecciones –realizadas bajo el control de Naciones Unidas- los votantes podrían pronunciarse por cualquiera de las soluciones previstas en las resoluciones de la Asamblea General: independencia, integración o asociación.

El Frente Polisario y Argelia aceptaron con ciertas reservas el Plan Baker-II. También lo aceptó en principio Marruecos, aunque solo con la boca pequeña, ya que hizo especial hincapié en la parte de la propuesta que establecía un régimen de autonomía bajo su tutela, que se prolongaría "sine die". El nuevo monarca Mohamed VI se declaró ardiente propulsor de un régimen autonómico “a la española”, dentro del Estado marroquí. Y lo peor es que los impulsores del Plan Baker-II –Francia y Estados Unidos- renegaron del mismo y se mostraron sensibles a las pretensiones del Sultán de solucionar la descolonización del Sahara Occidental mediante la fórmula de la autonomía. En el último discurso del Trono, Mohamed VI ha afirmado categóricamente que Marruecos jamás renunciará a la soberanía sobre sus “provincias del Sur”, a las que estaba dispuesto a conceder un generoso régimen de autonomía.

Tras la instauración de la democracia, los sucesivos Gobiernos –con mala conciencia- mantuvieron que, si bien España había dejado de ejercer sus funciones de potencia administradora en 1976, el Sahara Occidental no quedaría descolonizado hasta que el pueblo saharaui ejerciera su derecho a la libre determinación, y adoptó una actitud favorable a la realización, en el momento oportuno, de un referéndum bajo el control de la ONU. Durante el Gobierno de José María Aznar, España aprovechó su presencia en el Consejo de Seguridad para integrarse en el grupo de los “Amigos del Sahara” -compuesto por los miembros permanentes del Consejo, menos China- y apoyar el Plan Baker-II. Tras la llegada al Gobierno en 2004, el Presidente José Luis Rodríguez Zapatero realizó un giro copernicano en la política exterior española en temas básicos como los de Gibraltar o del Sahara Occidental. Así, aunque ha seguido defendiendo el derecho a la libre determinación del pueblo saharaui, ha iniciado una vía de acercamiento a las tesis marroquíes, ha dejado de insistir en la absoluta necesidad de celebrar cuanto antes un referéndum en el territorio, y ha dejado entrever que podría aceptar la descolonización del Sahara mediante la concesión al territorio de un régimen amplio de autonomía bajo la soberanía del Reino de Marruecos, al considerar que el Plan Baker-II había quedado obsoleto.

Esta actitud es incorrecta desde el punto de vista jurídico, e incluso en el plano político. Como han dejado meridianamente claro tanto el Dictamen del TIJ como el Informe Corell, el Sahara Occidental es un territorio no autónomo pendiente de descolonización, de conformidad con las resoluciones de la Asamblea General de la ONU, especialmente la que formula la “Declaración sobre la concesión de independencia a los países y pueblos coloniales”. Como acertadamente ha dicho el Profesor Julio González Campos, “la vía técnicamente correcta es la consulta a la población autónoma del territorio, utilizando procedimientos democráticos fundados en el sufragio universal de los adultos –cuya pureza garantizarán las Naciones Unidas- para determinar si los habitantes optan por la independencia, la asociación o la integración a un Estado independiente”. El pueblo saharaui es muy libre de decidir integrar su territorio en el Reino de Marruecos -con o sin un régimen de autonomía- o en cualquier otro Estado, pero esto sólo podrá hacerse mediante un referéndum democrático en el que pueda expresar libremente su opinión. Para garantizar el ejercicio del derecho de libre determinación es indispensable que las fuerzas marroquíes de ocupación se retiren previamente del país.

En su deriva pro-marroquí, el Gobierno español ha manifestado repetidas veces que es partidario de solucionar el conflicto saharaui mediante un acuerdo entre las partes en el seno de la ONU. Si lo que se pretende con ello es que el problema se resuelva a través de las negociaciones entre Marruecos y el Frente Polisario, como las celebradas en Nueva York al día siguiente del asalto marroquí al campamento de Gdeim Izik, la premisa de la que se parte no tiene fundamento legal, dado que -según el principio general del Derecho- “de la injusticia no nace derecho” ("ex iniuria nec oritur ius"). Marruecos no es parte en el proceso de descolonización del Sahara Occidental pues carece de cualesquier título jurídico, ya que la ocupación militar del territorio no puede ser considerada como tal. Las partes son España y el pueblo saharaui, representado –según la OUA- por el Polisario. El Gobierno español declinó en 1976 la responsabilidad de España como potencia administradora del Sahara Occidental, pero no estaba autorizado a transferir a Marruecos la soberanía del territorio. Marruecos es la potencia ocupante del territorio, que administra "de facto", pero no tiene derecho alguno a apoderarse de él si no cuenta con la autorización del pueblo saharaui libremente expresada mediante referéndum.

La ONU, sin embargo, ha aceptado la situación de "fait accompli" y dado beligerancia a la ocupación del Sahara por Marruecos, al considerarlo parte implicada en el proceso de descolonización del territorio. De ahí que haya preconizado y facilitado la celebración de negociaciones entre Marruecos y el Ferente Polisario, bajo la mirada benevolente de los “Amigos del Sahara”. El Gobierno marroquí ha dejado languidecer estos contactos e incluso ha abandonado durante años las negociaciones. Justo después del asalto al campamento de Gdeim Izik se han reanudado éstas, que carecen de relevancia al no negociar Marruecos de buena fe. Al gozar del "uti possidetis" del Sahara, el Gobierno marroquí no tiene el menor interés en negociar la celebración de un referéndum de libre determinación en el territorio. El tiempo corre a su favor y su implantación en el Sahara se consolida mientras la RASD y el Polisario –en su exilio argelino- y el pueblo saharaui en general ven debilitada su posición con el transcurso del tiempo. El Gobierno podrá prolongar impunemente sus tácticas dilatrias mientras siga contando –como hasta ahora- con el incondicional respaldo de Estados Unidos y Fracia.

También ha dicho el Gobierno español que ha de velar por los intereses de España por delante de cualquier otra consideración, y que hay que tener especial consideración con Marruecos porque es un socio clave. Esta descarnada reafirmación maquiavélica de la “razón de Estado” ( “el fin justifica los medios”) parece poner en tela de juicio –o dejar en un segundo plano- los principios de la Ética o la Moral Universal, el Derecho Internacional y los Derechos Humanos. Es evidente que resulta fundamental para los intereses de un Estado llevarse bien con los Estados vecinos, pero no por ello se ha de condonar todo lo que éstos hagan, especialmente si violan los derechos de un pueblo militarmente ocupado y del que España sigue siendo responsable conforme al Derecho Internacional. Marruecos es, por otra parte, un Estado vecino conflictivo y problemático, que reiteradamente reivindica como suyos territorios españoles. Es verdad que hay que procurar mantener con él las mejores relaciones posibles, pero hacerle concesiones e ignorar o consentir sus desafueros no van a calmar su visceral actitud reivindicativa y anti-española. Los nacionalismos –sean en el ámbito nacional o en el internacional- son insaciables. Cuando se les concede algo, lo dan por supuesto y reclaman más. En cuanto consiga fagocitar finalmente el Sahara Occidental, es más que probable que Marruecos concentre sus esfuerzos en la “recuperación” de los Peñones y las Islas Chafarinas y, tras ellos, de Ceuta y Melilla. Los regímenes autocráticos se crecen ante la actitud conciliadora, que consideran signo de debilidad. Con Marruecos, como con cualquier otro Estado, España debe mantener una actitud de firmeza en defensa de los principios fundamentales en los que se inspira, incluido el respeto de los derechos humanos.

Madrid, 16 de Noviembre de 2010

José Antonio de Yturriaga Barberán
Embajador de España

Sahara

jueves, 4 de noviembre de 2010

Aguas de Canarias

AGUAS DE CANARIAS

Recientemente los medios de comunicación han informado de que el Gobierno de España ha negociado con el Partido Coalición Canaria, y conseguido el apoyo de éste a los Presupuestos de de la Nación para 2011, a cambio de –entre otras ventajas- la transferencia a la Comunidad Autónoma de Canarias de las competencias del Estado sobre las “aguas canarias”. No conozco aún el texto preciso en el que se refleja este quid pro quo, pero cabe intuir cuál es su objetivo: satisfacer el deseo de la Junta de Canarias de ejercer su competencia sobre las aguas que conectan las distintas islas del archipiélago dentro del un perímetro formado por la unión con imaginarias líneas rectas de los puntos más salientes de dichas islas; en otras palabras, de las “aguas archipelágicas” de las Islas Afortunadas. Esta reivindicación encuentra cierta base en la Ley Nacional, aunque no acaba de estar conforme con el Derecho Internacional.

El concepto archipelágico se remonta a la presencia española en Filipinas, si bien no estaba del todo perfilado su alcance jurídico. En el Tratado de Paz de París de 1898, que puso fin a la presencia española en la zona, España cedió a Estados Unidos el archipiélago conocido por las islas Filipinas, que comprendía las islas incluidas dentro de ciertas líneas geográficas. Se trataba de una enunciación insuficiente ya que sólo se mencionaba la tierra y no las aguas que rodeaban las islas integrantes del archipiélago. En la Ley de Pesca dictada en 1932 por Estados Unidos se reconocían como “aguas territoriales del Archipiélago Filipino” las que se definían en el Tratado de París, con lo que la jurisdicción de la potencia colonial se extendió a la totalidad de los espacios marinos encerrados por las líneas fijadas en el citado tratado.

Como ha observado el jurista filipino J.M.Arreglado, el término “archipiélago” comprende no sólo los grupos de islas que lo componen, sino también las aguas que hay entre ellas, las rodean y conectan todas y cada una de las islas que lo constituyen.. El Diccionario de la Real Academia de la Lengua lo define como “una parte de mar poblado por islas”.

La relevancia jurídica del término se planteó durante la I Conferencia de las Naciones Unidas sobre Derecho del Mar, en la que Filipinas –con el apoyo de Indonesia- mantuvo que el archipiélago era un concepto jurídico autónomo, al que había que dar un tratamiento distinto al concedido a las islas individuales que lo componían. Consideraba que era una auténtica unidad jurídica y calificaba de “interiores” las aguas situadas entre las islas. Las grandes potencias marítimas, en cambio, mantuvieron que los archipiélagos constituían un mero conjunto de islas individualizadas, que poseían un cinturón propio de aguas territoriales, y que no era necesario formular una regla especial para ellos. Esta segunda tesis prevaleció y el Convenio de Ginebra de 1958 sobre el Mar Territorial y la Zona Contigua no incluyó ninguna disposición específica sobre los archipiélagos.

Al celebrarse la III Conferencia de las ONU sobre el Derecho del Mar, la situación había cambiado notablemente con el aumento del número de Estados archipelágicos tras las descolonización y el apoyo que éstos recibieron de los países del Tercer Mundo, que constituían la mayoría de la Conferencia. La cuestión fue planteada en un documento de trabajo de Fiji, Filipinas, Indonesia y Mauricio, en el que se reconocía la entidad geográfica, económica y política intrínseca de este tipo de Estados, se preveía la unión de los puntos extremos de las islas mediante líneas de base rectas, y se permitía el paso inocente de los buques extranjeros por las aguas archipelágicas..

Esta propuesta fue aceptada en principio, si bien las potencias marítimas –lideradas por la Gran Bretaña- consiguieron rebajar el régimen jurídico previsto, especialmente en el ámbito de la navegación, al complementar el derecho de paso inocente (que no incluía el sobrevuelo) con el “derecho de paso” tout court por las vías marítimas y rutas aéreas archipelágicas.

El delegado español fue el primero en señalar que los criterios especiales aplicables a los Estados archipelágicos eran asimismo válidos para los archipiélagos o cadenas de islas que formaban parte de un Estado mixto. En una propuesta sobre naturaleza y características del mar territorial, España afirmó que la soberanía del Estado ribereño se extendía, fuera de su territorio y de sus aguas interiores o archipelágicas, a una zona del mar adyacente a sus costas denominada mar territorial..

En un documento de trabajo de carácter global presentado por 9 Estados (Canadá, Chile, India, Indonesia, Islandia, Mauricio, Méjico, Noruega y Nueva Zelanda) se incluía un epígrafe sobre “Archipiélagos que forman parte de un Estado ribereño”, conforme al cual, los Estados que tuvieran uno o más archipiélagos distantes que fueran parte integrante de su territorio tendrían derecho a aplicar a tales archipiélagos las disposiciones previstas para los Estados archipelágicos. No obstante, el temor de que la oposición de las potencias marítimas a la extensión del nuevo régimen a los archipiélagos de los Estados pudiera afectar adversamente a su aceptación –ya prácticamente lograda- del Estado archipelágico llevó a los Estados más cualificados del grupo a presentar una propuesta que excluía de su ámbito de aplicación a los archipiélagos de los Estados, pese a que dos de sus miembros (Indonesia y Mauricio) habían copatrocinado el documento de los 9.

El Texto Único Oficioso para Fines de Negociación elaborado por el Presidente de la II Comisión, Reinaldo Galindo Pohl, incluyó disposiciones relativas a los dos tipos de archipiélagos. De un lado, aceptaba el concepto de Estado archipelágico, incluyendo la noción básica y las definiciones contenidas en la propuesta de los 4 Estados, pero recogía buena parte de las condiciones requeridas por las potencias marítimas, tanto en la limitación del trazado de las líneas de base rectas, como en el régimen de navegación aplicable. De otro, insertaba un epígrafe sobre los archipiélagos de los Estados, en el que se establecía –de forma un tanto críptica- que las disposiciones relativas a los Estados archipelágicos se entenderían “sin perjuicio de la condición jurídica de los archipiélagos oceánicos que formen parte integrante del territorio de un Estado continental”. Pese al carácter poco explícito de la disposición, su enunciado y la supresión de la referencia a la aplicación de las normas únicamente a los Estados archipelágicos hicieron que se interpretara como que las disposiciones relativas a éstos eran aplicables por analogía a los archipiélagos de los Estados. Sin embargo, el substituto de Galindo en la presidencia de la II Comisión, Andrés Aguilar, suprimió del Texto Único Revisado para Fines de Negociación la disposición “ad hoc” sobre los archipiélagos de los Estados, sin ofrecer explicación alguna. Pese a los intentos de las delegaciones de varios países -como España, Ecuador, India, Grecia o Portugal-, el texto se mantuvo invariable y pasó a formar parte de la Convención de Montego-Bay de 1982 sobre el Derecho del Mar.

La Convención dedica su Parte IV a los Estados archipelágicos, sin incluir disposición alguna sobre los archipiélagos de los Estados. En su artículo 46, define a aquéllos como los Estados constituidos totalmente por uno o varios archipiélagos y que podrían incluir asimismo otras islas, y por archipiélago entiende “un grupo de islas, incluidas partes de islas, las aguas que las conectan y otros elementos naturales, que estén tan estrechamente relacionados entre sí que tales islas, aguas y elementos naturales formen una entidad geográfica, económica y política intrínseca o que históricamente hayan sido considerados como tal”. Estas definiciones dejan entrever que el concepto sólo es aplicable a los Estados archipelágicos.

Una vez más, motivos políticos y estratégicos primaron en la Conferencia sobre
consideraciones de lógica jurídica. Las consecuencias de esta exclusión, sin embargo, no son tan graves como pudiera parecer, dado que, una vez aceptadas las premisas, no se podía negar la conclusión. Tras haber admitido la comunidad internacional el principio archipelágico –basado en criterios de índole geográfica, política, económica e histórica-, sus lógicas consecuencias jurídicas deberían resultar aplicables a todo tipo de archipiélagos, conforme a un recto principio de aplicación analógica. España perdió una magnífica oportunidad de hacer una declaración interpretativa en este sentido al ratificar la Convención de Montego-Bay.

Así pues, España no podrá ampararse en las disposiciones incluidas en la Convención para defender la aplicación del régimen previsto en su Parte IV a los archipiélagos de Canarias y Baleares, y sus oponentes, en cambio, podrán alegar, la no inclusión en el texto de disposiciones sobre los archipiélagos de los Estados, pese a que diversas propuestas al respecto hubieran sido ante la Conferencia.

La situación es diferente en el plano nacional. Aún no acabada la Conferencia y adoptada la Convención, el Gobierno español presentó en 1978 un proyecto de ley sobre zona económica y, en el curso de su tramitación, las Cortes aceptaron por sorpresa sendas enmiendas, que fueron incluidas en el texto final de la Ley 15/1978 sobre Zona Económica en los siguientes términos:

“En el caso de los archipiélagos, el límite exterior de la zona económica exclusiva se medirá a partir de las líneas de base rectas que unan los puntos extremos de las islas e islotes que respectivamente los componen, de manera que el perímetro resultante siga la configuración general de cada archipiélago” (artículo 1-1).

Y a efectos de la delimitación de la ZEE, la Ley establecía que, en el caso de los archipiélagos, la línea media o equidistante se mediría a partir del perímetro archipelágico (artículo 2.2).

Estas disposiciones están deficientemente formuladas desde el punto de vista jurídico (cabe interpretar que el límite de la ZEE al que se hace referencia es el interior en vez del exterior), y resultan confusas en cuanto a su alcance. Lo único que queda claro es que los puntos extremos de las islas e islotes que componen un archipiélago se pueden unir con líneas de base rectas, y que a partir del perímetro archipelágico se mide la anchura de la zona (y es de suponer que también la del mar territorial).. No se fijan cartográficamente esos puntos extremos, y no se establecen ni el estatuto jurídico de las aguas contenidas dentro de dicho perímetro, ni el régimen de navegación aplicable en tales aguas.

Como la propia Ley prevé que, salvo lo que se disponga en tratados internacionales con los Estados cuyas costas se encuentren enfrente de las españolas, el límite exterior de la ZEE será la línea media o equidistante, la línea de delimitación entre el Archipiélago de Canarias y Marruecos deberá medirse a partir del perímetro archipelágico canario. Esto añade una dificultad adicional a las ya de por sí complicadas negociaciones de delimitación con Marruecos en el Atlántico. El Gobierno marroquí alega supuestos “principios equitativos” para mantener que las Islas Canarias
-con una longitud de litoral reducido- no tienen los mismos derechos a una ZEE que Marruecos, con una línea de costa mucho más extensa. Aunque sea de forma poco significativa, el trazado de líneas de base rectas en las islas más cercanas a la costa marroquí amplía la extensión de la zona correspondiente al archipiélago.

Al no conocer los textos jurídicos en los que se plasman las concesiones hechas por el Gobierno de la Nación a la Junta de Canarias, resulta difícil expresar una opinión fundada sobre ellos, pero me temo lo peor. ¿Qué se pretende?. ¿Conceder a Canarias el estatuto de Estado archipelágico?. ¿Reconocer a la Junta competencias sobre las aguas archipelágicas de Canarias y sobre el mar territorial o la ZEE en la región?. ¿Otorgarle competencias en materia de puertos, pesca y explotación de recursos vivos y no vivos, navegación, seguridad marítima, investigación científica o arqueología submarina?...

La deriva entreguista del Gobierno actual en relación con las crecientes reivindicaciones nacionalistas en detrimento de las competencias de la Nación nos lleva a ser pesimitas. El Gobierno debería ser consciente de que la soberanía del Estado sobre su territorio –incluidas las aguas jurisdiccionales y el espacio aéreo suprayacente- es única e indivisible, y no se puede fraccionar y distribuir entre las distintas Comunidades Autónomas que lo integran. Nos encontramos, por ejemplo, con la increíble situación de que quien quiera cazar en España necesita ser titular de 17 licencias de caza distintas. ¿Llegaremos a una situación similar en materia de explotación de recursos marinos, navegación, seguridad marítima o investigación?. ¿Podrá la Junta exigir a los buques de pabellón español inscritos en otra Comunidad Autónoma condiciones diferentes a las requeridas a los buques registrados en puertos canarios en cualquiera de las materias anteriormente mencionadas?. ¿Podrá Canarias negociar un acuerdo de delimitación de “sus aguas” con el vecino Marruecos al margen del Gobierno central?...

Estos y muchos otros interrogantes surgen en relación con el posible reconocimiento del Gobierno de la Nación de la competencia de la Junta sobre las “aguas canarias”. El Gobierno debe reflexionar y analizar con rigor jurídico las graves consecuencias de unas concesiones que podrían poner en tela de juicio la integridad de la soberanía nacional y la unidad de España.

Madrid, 3 de Noviembre de 2010

José Antonio de Yturriaga Barberán
Embajador de España

jueves, 28 de octubre de 2010

Aguas de Gibraltar

Con motivo de los incidentes producidos ultimamente en la próximidad de Gibraltar entre patrulleras de la Guardia Civil española y guardacostas de la Marina británica ha saltado a la palestra el problema de quién ostenta la soberanía sobre las aguas que bañan las costas de la colonia hasta 3 millas de distancia del litoral gibraltareño. El Reino Unido ha reiterado con firmeza su soberasnía sobre tales aguas e incluso ha presentado al Gobierno español notas diplomáticas de protesta por la intromisión en las mismas de unidades navales españolas. En España, el Gobierno -aún manteniendo con la boca chica la soberanía española sobre las aguas que circundan Gibraltar- ha tratado de quitar importancia a los incidentes y ha expresado la necesidad de colaboracióncon con las autoridades británicas y gibraltareñas para luchar contra el contrabando y el tráfico de drogas en la zona. El Partido Popular -principal fuerza de la oposición- ha protestado por las violaciones cometidas por los buques gibraltareós y británicos, y ha exigido al Gobierno que adopte una actitud firme ante tales tropelías.

El quid de la cuestión radica en que, desde hace tres siglos, el Reino Unido y España se disputan la soberanía sobre las aguas de Gibraltar. Es un problema derivado de la situación colonial de Gibraltar y del enunciado del artículo 10 del Tratado de Utrecht, de 13 de Julio de 1713.

"El Rey católico, por sí y por sus herederos y sucesores, cede por este Tratado
a la Corona de la Gran Bretaña la plena y entera propiedad de la ciudad y
castillo de Gibraltar, juntamente con su puerto,defensa y fortalezas que le
pertenecen, dando la dicha propiedad absolutamente para que la tenga y goce con
entero derecho y para siempre. Pero para evitar cualesquiera abusos y fraudes
en la introducción de las mercancías, quiere el Rey catóñico y supone que así
se ha de entender, que la dicha propiedad se ceda a la Gran Bretaña sin
jurisdicción alguna territorial y sin comunicación alguna abierta con el país
circunvecino por parte de tierra...

Y Su Majestad británica...consiente y conviene en que...no se dé entrada ni
acogida a las naves de guerra moras en el puerto de aquella ciudad, con lo que
se pueda cortar la comunicación de España a Ceuta...Ha de entenderse siempre
que no se puede negar la entrada en el puerto de Gibraltar a los moros y sus
naves que sólo vienen a comerciar...

Si en algún tiempo la corona de la Gran Bretaña la pareciere conveniente dar,
vender o enajenar de cualquier modo la propiedad de la dicha ciudad de
Gibraltar, se ha convenido y concordado por este tratado que se dará a la
corona de España la primera acción antes que a otros para redimirla".

El Tratado de Utrecht es un texto que ha dejado de tener sentido en el siglo XXI tras el proceso de descolonización que tuvo lugar el pasado siglo y que ha convertido a Gibraltar en la única colonia subsistente en Europa, una reliquia histórica, tanto más incongruente cuanto qie España y el Reuno Unido son dos Estados intimamente asociados en el seno de la Unión Europea y de la OTAN.

Esta anomalía ucrónica debería haber quedado subsanada de conformidad con el último apartado del artículo 10 del Tratado de Utrecht, con la devolución del Peñón a la Corona española, como ha hecho Gran Bretaña con otros territorios coloniales tales como Hong Kong. Mas el Gobierno británico se ha negado a la restitución bajo el falaz argumento del derecho a la libre determinación del pueblo gibraltareño, derecho que ha sido ignorado por el Reino Unido en otros casos, como el de la entrega de Hong Kong a la R.P.China.

Según la tradición popular, los símbolos del Imperio Británico eran la Corona, la Libra Esterlina y Gibraltar. La corona de SMB pasa por sus momentos más bajos y -con
la honrosa excepción de la Reina Isabel II- está bastante desprestigida- La libra ha dejado se ser la prestigiosa moneda de referencia internacional y -más pronto que tarde- será sustituida por el euro comunitario. Y Gibraltar ha perdido la importancia geoestratégica de antaño y sólo puede subsistir con la cooperación de España. Sin emgargo, el Reino Unido continúa aferrado a este recuerdo de sus pasadas grandezas y se resiste a encontrar una razonable solución al problema. Ni siquiera han llegado a prosperar los intentos de negociación para establecer un régimen de co-soberanía hispano-británica sobre el Peñón.

Por consiguiente -y en tanto que no se llegue a una solución negociada entre España y el Reino Unido sobre el futuro de Gibraltar-, el estatuto jurídico del territorio comtinuará siendo el establecido en el Tratado de Utrecht.

Tras la entrega de Gibraltar, Gran Bretaña usó y abusó de su superioridad política y militar -especialmente naval- sobre España para ampliar su dominio en la zona y controlar las aguas circundantes. Así, pese a lo establecido en el Tratado de Utrecht, se fue apoderando "de facto" de parte del istmo que unía el Peñón con el resto de España. Fue precisamente en esa zona, ilegalmente adquirida, donde Gran Bretaña construyó un aeropuerto, cuya pista se adentra en las aguas de la Bahía de Algeciras.

El Ministro de Asuntos Exteriores Fernando María Castiella abordó con rigor jurídico y firmeza política el tema de la devolución de Gibraltarn, y logró notables progresos al llevar el tema a la ONU y conseguir que su Asamblea General incluyera el Peñón entre los territorios sujetos a descolonización y solicitara al Reino Unido y a España que iniciaran un proceso de negociación al efecto. Sin embargo, estas negociaciones no han producido fruto alguno ante la falta de voluntad política del Gobierno británico.

Quizás en un exceso de celo, el equipo ministerial que brillantemente gestionó el tema mantuvo la tesis de que Gibraltar carecía de aguas jurisdiccionales, ya que en el Tratado de Utrecht tan sólo se cedía a Gran Bretaña la ciudad y el puerto, y no se hacía mención alguna a sus aguas.

Esta interpretación literal y restrictiva del Tratado no parece tener bases jurídicas serias. Como establece el Convenio de Ginebra de 1958 sobre el Mar Territorial y la Zona Contigua -codificando las normas consuetudinarias sobre el tema- la soberaníade un Estado se extiende, fuera de su territorio y sus aguas interiores, a una zona adyacente a sus costas, designada con el nombre de mar territorial (artículo 1). Dicha soberanía se extiende al espacio aéreo situado sobre el mar territorial, así como al lecho y subsuelo de ese mar (artículo 2). Esta disposición ha sido recogida, con ligeras variantes, en el artículo 2 de la Convención de Montego Bay de 1982 sobre el Derecho del Mar.

El Tratado de Utrecht no menciona explícitamente las aguas jurisdiccionales de Gibraltar salvo las interiores (puerto)y tampoco habla del espacio aéreo suprayacente. En consecuencia -y de conformidad con esta tesis minimalista- Gibraltar carecería asimismo de espacio aéreo, lo cual resulta absurdo. El territorio -al igual que el cuerpo humano con su sombra- se proyecta hacia arriba, hacia abajo y hacia el frente, a traves del espacio aéreo, del suelo y subsuelo, y de las aguas interiores y el mar territorial.

Por otra parte, los tratados de principios del Siglo XVIII no solían hacer referencia al dominio del Estado ribereño sobre sus aguas territoriales. Así, en España, hay que esperar hasta 1760 para que una Real Cédula del Consejo de Hacienda estableciera -de forma poco explícita- la jurisdicción de España en la proximidad de sus costas, al afirmar lo siguiente:"También mando que, cuando se encuentren en la costa bastimentos menores con tabaco y sal a distancia de una o dos leguas, por el probable recelo que se empleen en el fraude, se visiten y proceda contra sus patrones, maestros y marineros, con arreglo a las ordenanzas y leyes de estos reinos".

El acceso de Gran Bretaña a alta mar desde su colonia de Gibraltar -aparte del principio de libertad de comunicaciones en el mar, ardientemente defendido por la Escuela Española de Derecho Internacional en el Siglo de Oro- se puede derivar de la letra y del espíritu del Tratado. Es obvio que al negar el Rey católico el acceso a España de los gibraltareños por tierra, había que dejarles abierta la vía marítima para que pudiear subsistir. Tan sólo se prohibe la entrada y acogida en el puerto de Gibraltar de las naves de guerra moras que puedan cortar la comunicación de España con Ceuta, y expresamente se dice que no se puede negar tal acceso a las naves moras que sólo vayan a comerciar.

No obstante, el Gobierno español -por razones políticas- ha seguido manteniendo la tesis de que Gibraltar carece de aguas jurisdiccionales y, en algunas ocasiones, ha presentado notas puntuales de protesta por la violación de las aguas españolas por parte de buques de guerra británicos en la Bahía de Algeciras.

En el archivo de la Asesoría Jurídica Internacional existen diversos informes -alguno de ellos por mi redactado- en los que se deja constancia argumentada de la falta de fundamento jurídico de la tesis negatoria de las aguas de Gibraltar. El Ministerio, sin embargo, no se ha atrevido a cambiar su posición y la ha mantenido, aunque con un perfil bajo. Así, cuando España se adhirió a los Convenios de Ginebra de 1958, declaró que dicho acto no podía ser interpretado como "reconocimiento de cualesquiera derechos o situaciones relativas a los espacios marítimos de Gibraltar que no estén comprendidos en el artículo 10 del Tratado de Utrecht". Una declatación similar se incluyó tras la firma de la Convención de las NU sobre el Derecho del Mar.

Consciente de la debilidad jurídica de su posición, el Gobierno español ha adoptado una actitud discreta ante el ejercicio continuado de la soberanía británica en torno a las costas de Gibraltar hasta una distancia de 3 millas de su litoral. y con respeto a la línea de equidistancia con las costas españolas adyacentes. Asimismo se ha mostrado renuente a la posible sumisión del conflicto a una instancia judicial internacional. Por consiguiente, me parece errónea la decisión de algunos medios del PP de atacar al Gobierno por su postura entreguista y reclamarle una actitud más beligerante frente a las supuestas violaciones de las aguas españoles por los buques británicos en Gibraltar.

También me parece desacertada la ambigua actitud del Gobierno, que perjudica su posición en relación con las violaciones cometidas en las aguas contiguas al istmo de Gibratar (aeropuerto incluido) y con los abusos de Marruecos, al considerar como aguas interiores parte de las aguas jurisdiccionales de España en Ceuta, Melilla, Islas Chafarinas y Peñones de Alhucemas y de Vélez de la Gomera.

Hay que atreverse a coger el toro por los cuernos y enfrentarse realistamente con el problema, aunque para ello resulta imprescindible un acuerdo entre el Gobierno y los partidos de la oposición, al tratarse de un asunto de Estado, que no debe ser utilizado como arma arrojadiza para lograr objetivos partidistas. No es tarea fácíl y menos en los tiempos que corren, en que el criterio de Partido se antepone al de Estado tanto por tirios como por troyanos.

En el ámbito político, hay que intensificar las negociaciones con el Reino Unido sobre la soberanía de Gibraltar -en el ámbito de la ONU y de acuerdo con las resoluciones de la Asamblea General-, sin dar excesiva beligerancia al sedicente Gobierno de Gibraltar, que debe formar parte de la delegación británica y no covertirse en un tercero en paridad con los dos Estados interesados. Los ciudadanos gibraltareños tienen intereses cualificados en la solución final del conflicto -que deberán ser debidamente tenidos en cuenta-, pero carecen del derecho a la libre determinación.

Ofrecen, a mi juicio, posibilidades la fórmula de la co-soberanía hispano-británica duante un cierto período de tiempo y la concesión a Gibraltar de un régimen similar al de las Comunidades Autónomas más políticamente desarrolladas, incrementado con algunos privilegios adicionales que tengan en cuenta la peculiaridad de la situación. Pero para lograr un resultado con ésta u otra posible fórmula es esencial que Gran Bretaña se muestre dispuesta a negociar de buena fe, cosa que hasta ahora no sido el caso. Supeditar la solución del conflicto a la decisión del pueblo gibraltareño es una fórmula hipócrita de prolongar "sine die" la negociación, ya que los gibraltareños -que se encuentran en el mejor de los dos mundos- nunca darán la luz verde a la reintegración en España.

En el plano jurídico, España debería reconsiderar su posición y reconocer que Gibraltar tiene derecho a aguas jurisdiccionales. Una vez hecha esta supuesta concesión -dado que España se encuentra obligada a reconocerlo, de conformidad con las disposiciones de la Convención sobre el Derecho del Mar, en la que tanto ella como Gran Bretaña son partes-, no sería difícil llegar a un acuerdo de delimitación conforme al criterio de equidistancia, que ha sido nacional e internacionalmente defendido por ambos Estados. Tras este acuerdo, mejorarían considerablemente las relaciones de vecindad entre España y el Reino Unido en general,y en los ámbitos de la represión del contrabando y del tráfico de estupefacientes, de la seguridad marítima en el Estrecho de Gibraltar y de la prevención y la lucha contra la contaminación.

Liberado de la inconsistencia jurídica que supone la negativa de reconocimiento de aguas jurisdiccionales a la colonia de Gibraltar -tal como fue cedida en su día a la Gran Bretaña por el Tratado de Utrecht-, el Gobierno español podría negar con suficiente base jurídica el reconocimiento de la soberanía británica sobre las aguas adyacentes al istmo, que nunca fue cedido ni por el Tratado de Utrecht, ni por ningún otro instrumento jurídico. Aquí se volverían las tornas y sería el Reino Unido el que se encontrara en una posición de debilidad jurídica a la hora de negociar la devolución a su legítimo propietario. España no debería tener entonces temor a someter el caso a una instancia judicial internacional y podría hacerlo incluso unilateralmente, ya que ambos Estados han aceptado el recurso al Tribunal Internacional de Justicia para resolver los conflictos derivados de la aplicación de la Convención de Montego-Bay.

Esta mejora de la situación jurídica de España beneficiaría su posición política en la negociación con el Reino Unido sobre la solución del conflicto de Gibraltar. Así, por ejemplo, ante un posible y probable reconocimiento del TIJ de la soberanía de España sobre el istmo, no sería de extrañar que Gran Bretaña adoptara una posición más flexible sobre la operación conjunta del aeropuerto o sobre otras formas de co-participación en la administración del Peñón, que facilitaran el camino hacia la aceptación de la co-soberanía, en el ámbito de la Unión Europea.

La tarea no es fácil, pero -dada la situación de punto muerto en que se encuentran las negociaciones entre España y Gran Bretaña sobre Gibraltar- no cabe duda de que merece la pena intentarlo.

Madrid, 28 de Octubre de 2010

sábado, 2 de octubre de 2010

SENTENCIA DEL TC SOBRE EL ESTATUTO DE CATALUÑA

José Antonio de Yturriaga Barberán

Los graves problemas que ha planteando la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatuto de Cataluña tienen un principal responsable: el Presidente del Gobierno de la Nación, José Luis Rodríguez Zapatero. No es el único, pero si el más cualificado.

Tras la inesperada victoria electoral de 2004, Rodríguez Zapatero buscó y obtuvo el apoyo de los partidos de la izquierda y de los nacionalistas. En Cataluña, pese a haber ganado las elecciones autonómicas Convergencia i Unió (CIU), el PSC -rama del PSOE en dicha Comunidad- se alió con ERC e ICV y formó un gobierno tripartito bajo la dirección de Pasqual Maragall. Este arreglo se trasladó al ámbito nacional y el Presidente del Gobierno consiguió una mayoría estable en las Cortes. En cambio, eludió cualquier acuerdo o tipo de entendimiento con el principal partido de la oposición, el Partido Popular y trató de excluirlo del ámbito político mediante un acuerdo con otros partidos, que se reflejó en el Pacto de Tinell, por el que se establecía un “cordón sanitario”en torno al PP, que estuvo a punto de mandarlo a las tinieblas exteriores. El PSOE se preocupaba y ocupaba, más que en gobernar, en hacer oposición a la oposición.

El PSC impulsó su alma catalanista en una creciente escalada con sus colegas del Tripartito para ver quién era más nacionalista. ERC aprovechó gustoso la ocasión para implantar en sus ámbitos de poder –bajo el liderazgo de Josep Lluis Carod Rovira- una acción gubernamental radicalmente nacionalista tendente a fortalecer el Gobierno autonómico, desgajar gradualmente a Cataluña del Estado Español y facilitar el independentismo. Una de las primeras cosas que exigió el Tripartito fue una amplia revisión del Estatuto de Sau de 1979 para fortalecer el “elemento diferencial” de Cataluña y aumentar sus competencias en detrimento de las del Estado central.

En esta coyuntura, Rodríguez Zapatero–con irresponsable frivolidad- hizo dos afirmaciones que tendrían consecuencias catastróficas, a corto y a largo plazo. La primera, que el concepto de nación era “discutido” y “discutible”. La segunda, que su Gobierno aceptaría cualquier propuesta de reforma del Estatuto que adoptara el Parlamento de Cataluña. Los nacionalistas catalanes no podían ni creérselo -“ancha es Castilla”- y no dejaron escapar la oportunidad de elaborar un proyecto de reforma del Estatuto rupturista y en abierta contradicción con la Constitución.

El Parlament aprobó el 30 de Septiembre de 2005 por amplia mayoría –con la única oposición del PP y Ciutadans- un nuevo Estatuto, cuyo artículo 1º establecía que Cataluña es una nación y “ejerce su autogobierno por medio de instituciones propias, constituida como comunidad autónoma de acuerdo con la Constitución y con este Estatuto”. A partir de esta afirmación, el texto desarrollaba las competencias casi exclusivas de un mini-Estado, basadas en los derechos históricos del pueblo catalán, en el que residía la soberanía de Cataluña.

El texto aprobado era demasiado hasta para el complaciente Rodríguez Zapatero, que –presionado por algunos barones socialistas- tuvo que realizar –con alevosía y nocturnidad y al margen del Tripartito- unas negociaciones con el Presidente de CIU, Artur Mas, para rebajar los contenidos más radicales del proyecto. El texto sufrió nuevos recortes a su paso por la Comisión Constitucional de las Cortes, cuyo Presidente -el ex-jacobino Alfonso Guerra- declaró que lo dejaría “limpio como una patena”. La principal modificación fue la supresión de declaración soberanista del antiguo artículo 1º y el traspaso al Preámbulo de su “leit-motiv” con la siguiente formulación:”El Parlamento de Cataluña,recogiendo el sentimiento y la voluntad de la ciudadanía de Cataluña, ha definido de forma ampliamente mayoritaria a Cataluña como nación. La Constitución Española, en su artículo segundo, reconoce la realidad nacional de Cataluña como nacionalidad”. El nuevo artículo 1º fue redactado como sigue:”Cataluña, como nacionalidad, ejerce su autogobierno constituida en comunidad autónoma, de acuerdo con la Constitución y con el presente Estatuto, que es su norma institucional básica”.

Pese a ello, como el punto de partida era la afirmación solemne del Preámbulo de que Cataluña se consideraba una nación, el Estatuto desarrolla en su articulado las consecuencias de semejante aserto. Así, reconocía el “derecho inalienable de Cataluña al autogobierno”, afirmaba que los poderes de la Generalitat “emanan del pueblo de Cataluña”, consagraba los “símbolos nacionales de Cataluña”, tales como la bandera, la fiesta nacional y el himno, y mencionaba los “derechos históricos del pueblo catalán”, de los que se derivaba el reconocimiento de “una posición singular de la Generalitat en relación con el derecho civil, la lengua, la cultura y la proyección de éstas en el ámbito educativo y el sistema institucional”.

Es precisamente en el ámbito de la lengua y la educación donde más se pusieron de manifiesto las tendencias excluyentes de la lengua española, oficialmente reconocida por la Constitución en toda España. El Estatuto define el catalán como la lengua de uso normal y preferente de las administraciones públicas y de los medios de comunicación pública de Cataluña. Establece que todas las personas tienen derecho a recibir la enseñanza no universitaria en catalán, idioma que deberá asimismo ser utilizado como “lengua vehicular y de aprendizaje en la enseñanza universitaria y no universitaria”.Las administraciones públicas deberán utilizar el catalán “en sus actuaciones internas y en su relación entre ellas”, y –en el ámbito de las relaciones privadas- “todas las personas tienen derecho a ser atendidas oralmente y por escrito en la lengua oficial que elijan en su condición de usuarias o consumidoras de bienes, productos y servicios”.

Los redactores del Estatuto buscaron fórmulas que permitiesen a la Generalitat diferenciarse del resto de los Gobiernos autonómicos, tales como las de la bilateralidad y del monopolio legislativo. De un lado, el Estatuto crea una Comisión Bilateral Estado-Cataluña, en la que la Generalitat pretende relacionarse de tú a tú con el Gobierno Central, al margen de las demás Comunidades Autónomas. De otro, declara la exclusividad normativa en materias de su competencia y afirma que la legislación estatal sólo debe ser tenida en cuenta como “principios o mínimo común normativo”.

La inclusión en el Estatuto de un Título completo dedicado al “Poder Judicial” representó uno de los saltos cualitativos más relevantes en comparación con el texto del Estatuto de Sau. La vocación constituyente del Estatuto se manifestó en la potenciación del Tribunal Superior de Justicia -considerado como “la última instancia jurisdiccional de todos los procesos iniciados en Cataluña”-, la creación de un Consejo de Justicia de Cataluña –órgano de gobierno del poder judicial, que pretendía sustituir al Consejo General del Poder Judicial en la Comunidad Autónoma-, y el establecimiento de una serie de derechos y deberes tutelados por un placebo del Tribunal Constitucional -el Consell de Garanties Estatutàries-, cuyos dictámenes eran vinculantes.

Como para poder hacer frente al considerable aumento de competencias encomendadas a la Generalitat se necesitaban suficientes medios económicos y financieros, el Estatuto –ante la dificultad de conseguir por la vía legal el reconocimiento de un régimen de concierto económico similar al del País Vasco o el de Navarra- optó por reclamar una mayor participación del Gobierno de Cataluña en los tributos estatales. Aunque aceptaba el principio de solidaridad con otras autonomías menos desarrolladas, condicionaba la aportación de Cataluña a que dichas comunidades realizaran “un esfuerzo fiscal similar”. En materia de inversión –y para compensar el supuesto déficit que sufría Cataluña-, el Estatuto incluyó una disposición adicional que obligaba al Estado a invertir durante 7 años una cantidad equiparable al peso del PIB catalán en el estatal, para la construcción de infraestructuras en la comunidad.

Tras el “cepillado” realizado al texto remitido por el Parlament, las Cortes aprobaron el nuevo Estatuto de Cataluña, con el voto en contra de los diputados del Partido Popular. Tras publicarse el 19 de Julio de 2006 la Ley Orgánica 6/2006 de Reforma del Estatuto de Cataluña, el PP consideró que –pese a las modificaciones introducidas en el trámite parlamentario- el Estatuto no se ajustaba a la Constitución, por lo que 99 de sus diputados presentaron ante el Tribunal Constitucional un recurso de anticonstitucionalidad contra 114 artículos, 9 disposiciones adicionales y 3 disposiciones finales del texto estatutario. Decisión similar adoptó el Defensor del Pueblo, Enrique Mújica –socialista y antiguo Ministro de Justicia-, quien presentó un recurso contra 112 artículos y 4 disposiciones adicionales del Estatuto, en términos parecidos a los del PP. Algunas Comunidades Autónomas presentaron asimismo recursos sobre aspectos concretos del Estatuto que creían afectar a sus derechos, como el caso de Aragón y Baleares sobre los Archivos de la Corona de Aragón.

El Estatuto fue sometido al preceptivo referéndum -en el que participaron menos del 50% del electorado catalán- y aprobado por amplia mayoría de los votantes. El nuevo Gobierno tripartito –a la sazón presidido por el “españolista” José Montilla- inició de inmediato el proceso de desarrollo legislativo de las disposiciones estatutarias, incluidas algunas de las que habían sido impugnadas por ser consideradas anticonstitucionales. Así, por ejemplo, se creó el Consell de Garanties Estatutàries y el Parlament adoptó normas de dudosa constitucionalidad, como la Ley de Educación o la Ley sobre el Consumo, y elaboró otras claramente anticonstitucionales, como la Ley sobre las Veguerías. Por otra parte, el Gobierno Central y el autonómico acordaron –a través de la Comisión Bilateral Estado-Cataluña- la dotación económica, la cesión de impuestos y el incremento de las inversiones previsto en el Estatuto.

Dado el equilibrio de fuerzas en el seno del Tribunal, pronto empezaron las
maniobras de tirios y troyanos para eliminar a los magistrados considerados contrarios a sus respectivos intereses. Así, el PP propuso y obtuvo la recusacrecusación de Pablo Pérez Tremps, por haber elaborado para la Generalidad un informe sobre los aspectos internacionales del proyecto de Estatuto. El PSOE no logró, en cambio, la recusación de Roberto García Calvo, si bien este magistrado falleció en 2008. Cuando en 2007 venció el mandato de cuatro magistrados –incluida la Presidente del Tribunal, María Emilia Casas-, el PSOE y el PP no lograron un acuerdo para su sustitución. En la situación de equilibrio existente entre magistrados del TC supuestamente “progresistas” o “conservadores” –calificación que derivaba del hecho de que hubieran sido elegidos a propuesta del PSOE o del PP-, el voto de calidad de su Presidente adquiría especial significación. De aquí que el Gobierno hiciera una “chapuza” legal con la extensión por real decreto del mandato vencido de la Presidente, sin que intervinieran en la decisión los componentes del Tribunal, como prevé la Ley Orgánica sobre el mismo.

Asimismo, tanto el Gobierno como el PSOE-PSC y los partidos nacionalistas de Cataluña iniciaron una campaña desaforada de presión sobre los magistrados y trataron de negar legitimidad al TC, basándose en el vencimiento del mandato de varios de sus miembros. Presentaron varios recursos a estos efectos hasta pocos días antes de que se dictara la sentencia sobre el Estatuto. Esta campaña de deslegitimación fue ampliamente amparada por los medios de comunicación de Cataluña y los principales periódicos catalanes llegaron a publicar un editorial único en el que se criticaba y descalificaba al Tribunal.

En medio de esta imponente presión desde el exterior, el Tribunal se vio dividido casi por mitades en su apreciación de la constitucionalidad del Estatuto. De un lado, el sector “progresista” –que incluía a la Presidente, la ponente, Elisa Pérez Vera, y los magistrados Eugenio Gay y Pascual Sala- se mostraba partidario de reconocer, con algunas correcciones menores, la constitucionalidad del Estatuto, haciendo abusivo uso de su capacidad interpretativa de las intenciones de sus autores. De otro, el sector “conservador” –compuesto por los magistrados Vicente Conde, Javier Delgado, Jorge Rodríguez-Zapata, Ramón Rodríguez Arribas y Roberto García Calvo- se inclinaba por la inconstitucionalidad de las disposiciones derivadas del reconocimiento preambular de Cataluña como nación.

En el fiel de la balanza se encontraban los magistrados Manuel Aragón (“progresista”) y Guillermo Jiménez (“conservador”), que -si bien se inclinaban por condonar la constitucionalidad de las mayor parte de las disposiciones del Estatuto-, no acababan de aceptar el reconocimiento de la “realidad nacional” de Cataluña enunciada en el Preámbulo.En el tira y afloja, se llegó a un principio de acuerdo entre el bando “progresista” y los dos disputados “centristas” para aguar el vino del reconocimiento de Cataluña como nación, pero la ponente Pérez Vera se opuso a que la declaración de la ineficacia jurídica de la definición preambular figurara en el fallo, y se rompió la entente. Sometida a votación la ponencia, fue rechazada el 16 de Abril de 2010 por seis votos (sector “conservador” más Aragón) a cuatro. Se encargó entonces de la ponencia el Vicepresidente Guillermo Jiménez, quien presentó un proyecto de fallo, que no llegó a ser votado por falta de suficiente apoyo. Finalmente, el 19 de Mayo asumió la responsabilidad la Presidente Casas, quien presentó una ponencia similar a la de Pérez Vera, pero que incluía una cláusula sobre la interpretación del término “nación”que resultaba aceptable para Aragón y Jiménez: a saber, la declaración, en el primer apartado del fallo, de que carecían de eficacia jurídica las referencias del Preámbulo del Estatuto a “Cataluña como nación” y a “la realidad nacional de Cataluña”. El 28 de Junio de 2010 –casi 4 años después de la interposición del recurso- el Tribunal adoptó, por seis votos a favor y cuatro en contra, la sentencia sobre el Estatuto de Cataluña, que fue publicada el 9 de Julio, junto con los votos particulares de los magistrados discrepantes Delgado, Conde, Rodríguez-Zapata y Rodríguez Arribas –todos ellos, curiosamente, jueces de profesión-. El magistrado Gay –aunque se sumó a la mayoría del Tribunal- expresó en un voto particular su discrepancia con lo afirmado en el fallo sobre la nación, ya que –en su opinión- el catalán era “un pueblo que ha expresado su vocación de autogobierno, de tal modo que la definición de Cataluña como nación resulta lógica”.

Aparte de la afirmación de la carencia de eficacia jurídica de la declaración preambular sobre la nación, la sentencia 31/2010 ha declarado inconstitucionales –en todo o en parte- 14 artículos del Estatuto, y no ha considerado inconstitucionales otras 27 de sus disposiciones, siempre que fueren interpretadas en los términos establecidos por el propio fallo. Refiriéndose al Preámbulo, la mayoría del TC ha afirmado que la interpretación cualificada sólo puede predicarse de la autoridad interpretativa del Tribunal. “Sólo ahí –ha subrayado- ha de buscarse el juicio de constitucionalidad que nos merezca la interpretación cualificada pretendida por el legislador para la norma que juzgamos” (párrafo 7 de los Fundamentos Jurídicos).

El TC fundamenta su fallo en que el Estatuto –en su artículo 1º- afirma que Cataluña, como nación, “ejerce su autogobierno constituida como comunidad autónoma de acuerdo con la Constitución”, pasando por alto la segunda parte del enunciado que añade “y con el presente Estatuto, que es su norma institucional básica”. Para el Tribunal, esta inequívoca declaración de principio implica la asunción por el Estatuto del entero universo jurídico creado por la Constitución, “único en el que la Comunidad Autónoma de Cataluña encuentra, en Derecho, su sentido”. El Estatuto hace suyo el fundamento propio de la Constitución, que proclama “la indisoluble unidad de la Nación española” y reconoce al pueblo español como único titular de la soberanía nacional. El único sentido que cabe atribuir a la referencia al “derecho inalienable de Cataluña al autogobierno” es el de la afirmación de que tal derecho no es sino el que el artículo 2º de la Constitución reconoce y garantiza a las nacionalidades y regiones que integran la Nación española (párrafo 8). Asimismo, el sentido de la afirmación de que “los poderes de la Generalitat emanan de pueblo de Cataluña” viene dado, para el Tribunal, por la “clara vocación prescriptiva del principio democrático, como pauta para el ejercicio de de los poderes de la Generalitat, que el precepto sujeta expresamente a la Constitución” (párrafo 9). Los derechos, instituciones y tradiciones reconocidos, “lejos de fundamentar en sentido propio el autogobierno de Cataluña, derivan su relevancia constitucional del hecho de su asunción por la Constitución” (párrafo 10).

Cualquier precepto del Estatuto, por anticonstitucional que pueda parecer, halla pues, su justificación y coartada en su declarada sumisión a la Constitución. La mayoría del TC ha sido extremadamente generosa en la interpretación de dichos preceptos, en una presunción casi iuris et de iure en pro de la intención del legislador autonómico de ser fiel a la Constitución.

Como ha afirmado el profesor Germán Fernández Ferreres, las correcciones interpretativas del TC afectan a más de 100 artículos y han pasado a constituir una auténtica “sentencia oculta”. El magistrado Javier Delgado ha criticado los excesos interpretativos del TC, al afirmar que éste “no declara la inconstitucionalidad de preceptos estatutarios que son claramente inconstitucionales, atribuyéndoles un sentido distinto al que deriva de su texto, con lo que se crea una norma nueva, cometido propio del legislador, absolutamente ajeno a la función constitucional del Tribunal”. El magistrado Vicente Conde ha señalado, a su vez, que “salvar la constitucionalidad de una ley recurrida negando lo que la misma dice, sobre la base de hacerla decir lo que no dice, más que un error, supone un modo de abdicación de la estricta función jurisdiccional y de ejercicio de una potestad constitucional que al Tribunal no corresponde”, que el recurso a las interpretaciones conformes “en modo alguno puede justificar una auto-atribuida facultad del Tribunal de reconfigurar la ley que juzga, recreándola”, y que una solución de este tipo “abre un espacio preocupante de inseguridad jurídica, de apertura a la interpretación de la interpretación”.El magistrado Jorge Rodríguez-Zapata, por último, ha observado que, tras cuatro años de debate, quienes han apoyado la sentencia han tenido serios problemas para argumentar sus tesis, y que la resolución mayoritaria no logra salvar los vicios de inconstitucionalidad del Estatuto, porque,”lejos de anular los preceptos inconstitucionales, los interpreta recurriendo al género, siempre resbaladizo, de las sentencias interpretativas de rechazo”.

Me limitaré a dar un par de ejemplos de esta benévola interpretación de la mayoría del TC. Del artículo 6º dedicado a la lengua catalana, el Tribunal tan sólo ha declarado inconstitucional la calificación de “preferente”, dejando intacto el resto de las disposiciones que desarrollan dicha preferencia con respecto a la lengua española. La aplicación por parte de la Generalitat de las normas del Estatuto sobre el uso de la lengua catalana –antes y después de la sentencia- pone de manifiesto de forma evidente la superioridad de dicha lengua sobre la española.

Respecto a los derechos que se derivan del artículo 7º, sólo serían inconstitucionales para el Tribunal- la “ciudadanía catalana” pretendiera oponerse a la “ciudadanía española”, “ofreciéndose como una condición distinta y predicada de un sujeto ajeno al español”. Esta dicotomía Cataluña-España, pueblo catalán-pueblo español o ciudadanía catalana-ciudadanía española se percibe claramente a lo largo de todo el texto del Estatuto. La intenciones de los redactores estatutarios al respecto no pueden ser más nítidas, y –si cupiera la menor duda- sólo hay que remitirse a las declaraciones de los políticos catalanes: de Maragall a Carod-Rovira, de Montilla a Puigcercós, de Saura a Mas, de Benach a Durán…

Un examen desapasionado de la sentencia y de los votos discrepantes lleva a la conclusión de que aquélla –redactada por catedráticos de diversas ramas del Derecho- está fundada en criterios más políticos que jurídicos-, mientras que éstos –elaborados por jueces de carrera- tienen un mayor rigor jurídico.

Las reacciones al fallo del TC no dejaron de ser sorprendentes. El Gobierno trató de minimizar su alcance señalando que el Tribunal había sancionado la constitucionalidad de la mayor parte de las disposiciones del Estatuto -hasta un 95%-, ya que tan sólo un artículo y unas palabras de otros 13 habían sido declaradas inconstitucionales. Encomendó incluso a su Ministro de Justicia a que contara las palabras y Francisco Caamaño se ha preguntado –sin demudársele la color- que ¿qué eran apenas un centenar de palabras frente a las 38.000 que contenía el Estatuto?. Del Presidente del Gobierno abajo, todos los líderes socialistas –sin el menor espíritu auto-crítico y sentido del Estado- han hecho hincapié en que el gran derrotado por la sentencia ha sido el PP. No se han molestado en plantearse si el Estatuto –tal como había puesto de manifiesto el TC, aunque de forma evanescente y equívoca- estaba poniendo en riesgo el equilibrio constitucional y las relaciones entre el Estado y las Comunidades Autónomas, porque se sentían, en el fondo, culpables de que hubiera salido casi indemne un texto en conflicto con la letra y -sobre todo- el con espíritu de la Constitución. No, lo importante era destacar que el perdedor en la historia había sido el PP que, –tras haber atacado el Estatuto “por tierra, mar y aire”, en palabras de la Ministro de Defensa, Carme Chacón- había visto rechazada la inmensa mayoría de las impugnaciones que había presentado a su articulado. Para el portavoz parlamentario del PSOE, José Antonio Alonso, el fallo –que era razonable, justo y positivo- suponía “una bofetada del Constitucional al PP”.
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Para Mariano Rajoy, el Tribunal ha cumplido la función que le marcaba la Constitución, adoptado su decisión con independencia, estimado parcialmente el recurso al Estatuto y mejorado aspectos muy importantes del mismo. Como ha observado la Secretaria General del PP, Dolores de Cospedal, la sentencia no es una victoria o una derrota de ningún partido político, sino la victoria de la defensa de la legalidad. Lo que había conseguido su partido era garantizar el cumplimiento de la Constitución y evitar que se produjera una modificación constitucional por la puerta de atrás. Y estaba en lo cierto, pues lo que se había planteado ante el TC no era si el Estatuto era constitucional, sino si algunas de sus disposiciones no eran constitucionales, y el Tribunal le ha dado en gran parte la razón. Que un solo artículo no haya sido considerado constitucional, supone que el Estatuto no está en conformidad con la Constitución. Y no se trata de un único artículo sino de 14, que han sido declarados por el Tribunal “inconstitucionales y, por tanto, nulos”. Recuerda la historia de la damisela que reconocía que había perdido su virginidad, pero “sólo un poquito”. No caben términos medios: o ha habido o no ha habido violación y, en el caso del Estatuto, el TC no ha tenido más remedio que reconocer la violación de la Constitución por 14 de sus artículos, sin contar las otras 27 disposiciones que no han sido consideradas inconstitucionales gracias a la generosidad de la mayoría del Tribunal, que ha dado una interpretación de las mismas “contra natura texti”, El PP ha sido el único partido que ha acogido favorablemente la sentencia y exigido a todos los demás su acatamiento y al Gobierno su aplicación, pero razones tácticas ante la proximidad de las elecciones autonómicas en Cataluña y un cierto complejo de inferioridad política le han llevado a poner sordina a su satisfacción.

La reacción negativa de los nacionalistas catalanes era de esperar, si bien ha alcanzado extremos insospechados -incluso entre los supuestamente moderados-, ya que han considerado la sentencia como un ultraje a Cataluña y una intromisión del Estado Español en su soberanía. El ex-Presidente Puyol la ha calificado de “humillación” y el líder de Ezquerra Republicana Puigcercós de “estocada mortal”. El también ex-Presidente Maragall ha cuestionado la capacidad del TC para modificar la voluntad de los catalanes. El Presidente de CiU, Artur Mas, ha afirmado que el Tribunal ha roto el pacto constitucional de 1978, por lo que había que apostar por nuevas vías en las relaciones entre España y Cataluña, y añadido lo siguiente:”No tenga más remedio que acatar jurídicamente la sentencia porque estamos en un Estado de Derecho, pero no la acato políticamente porque acato más la voluntad del pueblo catalán que una sentencia del TC”. Para el Presidente del Parlament Benach, los recortes del TC provocan una crisis de Estado porque se rompe el pacto entre los representantes del pueblo de Cataluña y los representantes del pueblo de España, y porque un referéndum avaló el texto del Estatuto, por lo que se está ignorando la voluntad de la ciudadanía catalana.

Especialmente relevante y preocupante ha sido el comentario de Miquel Roca, uno de los padres de las Constitución y principal artífice del Estatuto de 1979:”Esta sentencia no resuelve nada y lo reabre todo, porque si algo pone de manifiesto es que habrá que reconsiderar el pacto constituyente y definir nuevas bases para la convivencia en España”. ¿Cómo es posible –se pregunta el periodista Casimiro García-Abadillo- que habiendo Roca aceptado el Estatuto de Sau, pida ahora nada menos que un nuevo pacto constitucional porque el TC ha osado modificar, aunque sea mínimamente el nuevo Estatuto, que –incluso con recortes- eleva de manera sustancial el techo competencial del anterior?.

Pero la más sorprendente de todas ha sido la reacción del Presidente de la Generalitat y Secretario General del PSC, José Montilla, quien, en lugar de acatar y defender un fallo que deja bastante bien parado al Estatuto –como han puesto de manifiesto los miembros del Gobierno y los dirigentes del PSOE-, se ha subido al carro de los ultrajados y no ha parado de desbarrar. Basta citar la siguiente perla:”La sentencia está llena de ofensas gratuitas que no tienen efecto jurídico, pero sí el de tocar las narices. ¿Tienen que reiterar tantas veces la indisoluble unidad de España?”. El acomplejado “charnego” no quiso quedarse atrás en la carrera de ser más nacionalista que nadie y -desde su elevada posición institucional- convocó a todos los catalanes a una manifestación contra la sentencia, pese a afirmar con la boca pequeña que la acataba. El desafortunado aprendiz de brujo intentó presidir la manifestación celebrada el 10 de Julio bajo el lema de “Somos una nación. Nosotros decidimos”, y acabó abandonando la misma bajo protección policial, entre los gritos de “traidor” que le lanzaban los independentistas más radicales.

Con el apoyo del Parlament, el President ha afirmado que la Generalitat no renuncia a la integridad del Estatuto y que es imperativo “rehacer el pacto estatutario y reforzar el pacto constitucional”. “Rehacer el pacto estatutario –aclaró Montilla- es recuperar lo que el pueblo catalán votó, y reforzar el pacto constitucional es una consecuencia de lo anterior, consistente en conseguir una Constitución inclusiva y abierta”. Y ha exigido al Presidente del Gobierno que acepte articular un plan conjunto que permita recuperar los preceptos estatutarios declarados anticonstitucionales por el TC, a través de reformas de las correspondientes leyes orgánicas. El 21 de Julio Montilla se reunió con Rodríguez Zapatero y consiguió que éste le prometiera que trataría de recuperar por otras vías las competencias del Estatuto declaradas inconstitucionales por el TC, especialmente en el ámbito judicial Así, se prevé a corto plazo una reforma de la Ley Orgánica del Poder Judicial que permita conceder al desautorizado Consejo de Justicia de Cataluña las facultades y funciones previstas en el Estatuto, de manera que la Comunidad pueda disponer de un sistema de justicia propio, autónomo de la jurisdicción nacional. Y eso a pesar de que el Tribunal haya manifestado de forma categórica que “el Poder Judicial no puede tener más órgano de Gobierno que el Consejo General del Poder Judicial”.

El propio TC ha dado pistas al Gobierno para recuperar por la puerta trasera las disposiciones judiciales declaradas inconstitucionales, al afirmar que el artículo 98-1 del Estatuto ha asignado al Consejo Judicial de Cataluña las atribuciones establecidas por el Estatuto, la Ley Orgánica del Poder Judicial, las leyes que apruebe el Parlamento y las que le delegue el Consejo General del Poder Judicial. Es evidente –ha observado el Tribunal- que, con respecto a lo que se pueda contemplar en las “leyes que apruebe el Parlamento”, nada podemos anticipar ahora

El Presidente del Parlament , Ernest Benach,-al expresar el apoyo de la institución a la manifestación contra la sentencia- afirmó que los recortes del TC provocaban una “crisis de Estado”, porque se rompía el pacto entre los representantes del pueblo catalán y los representantes del pueblo de España, ya que aquéllos habían aprobado el Estatuto, que había sido además avalado por un referéndum popular, por lo que se estaba ignorando la voluntad de la ciudadanía catalana. El líder de la Oposición Artur Mas, por su parte, señaló que el TC había roto el pacto constitucional de 1978, por lo que habría que apostar por “nuevas vías” en la relación con España. Para el dirigente de CIU, España es un Estado que incluye diversas naciones y, si quiere ser una sola nación, tendrá muchos problemas. Cataluña es una nación y, como tal, tiene derecho a la autodeterminación. Como con el actual Estado no se puede avanzar en autogobierno, hay que empezar la transición hacia el derecho a decidir. Hasta el “moderado” nacionalista Josep Antoni Durán ha declarado que la sentencia no ha a de disminuir nuestro empeño en seguir luchando para el reconocimiento del pueblo catalán como nación.

Varios miembros del Gobierno y del PSOE –incluido el propio Montilla- han afirmado que la sentencia del TC ha dejado a salvo la inmensa mayoría de las disposiciones del Estatuto, afirmación que Mas ha calificado de memez, pues decir que el 95% se ha salvado cuando se tocan órganos vitales como la nación, la lengua, los derechos históricos, las competencias, la relación bilateral, parte de la financiación o las inversiones del Estado es mentir. “Cuando se tocan los órganos vitales del cuerpo se ataca el funcionamiento del sistema, aunque el peso sea sólo el 5%”. Por una vez, estoyPor una vez, estoy de acuerdo con el líder catalanista.

Como ha manifestado el Magistrado Javier Delgado, el Estatuto es una ley profundamente coherente: la quintaesencia está en el Preámbulo –la definición de Cataluña como nación-, que tiene su directo reflejo en el Título Preliminar, que –a su vez- se desarrolla en el resto del articulado. El “iter” del Estatuto ha sido descrito de la siguiente manera por el Magistrado Vicente Conde: Parte de la concepción global de que “Cataluña es una nación”. Esta concepción global se concreta en la afirmación en el Preámbulo de que el autogobierno de Cataluña se fundamenta en los “derechos históricos del pueblo catalán” y de que el Parlament ha definido a Cataluña como nación; enfatiza el “derecho inalienable de Cataluña al autogobierno”; dispone que los poderes de la Generalitat “emanan del pueblo de Cataluña”; define un marco político de relaciones de la Generalitat con el Estado español conforme al principio de la “bilateralidad”; atribuye a la lengua catalana como “lengua de uso preferente en los ámbitos públicos”; y califica como “nacionales” los símbolos propios de la comunidad autónoma.

Esta coherencia interna del Estatuto ha quedado parcialmente desarbolada con la declaración del TC de que carecen de eficacia jurídica interpretativa las referencias del Preámbulo a “Cataluña como nación” y a la “realidad nacional de Cataluña”. El texto de la sentencia es manifiestamente mejorable. Así, para el magistrado Rodríguez Arribas, el Tribunal debería haber declarado inconstitucional el Preámbulo y anulado párrafos enteros del mismo por ser contrarios a la Constitución, y al magistrado Rodríguez Zapata no le ha parecido suficiente que el fallo se haya limitado a privar las afirmaciones del Preámbulo de “eficacia interpretativa” y no de “validez formal”, pues es obvio que subvierten la decisión esencial de la Constitución y deconstruyen la indisoluble unidad de la nación española. Mas, como reza el refrán castellano, “del lobo un pelo”. Como ha observado Casimiro García-Abadillo, es importante que se haya desactivado jurídicamente el término “nación”, porque es de ahí de donde emana la soberanía. ¿Está totalmente desconectada la pila soberanista del Estatuto?. Probablemente no –contesta el periodista-, pero la exigencia de Montilla a Rodríguez Zapatero de que compense con nuevas leyes los recortes acordados por el TC demuestra que el Estatuto ha resultado seriamente desactivado.

Para el TC, el término “nación” es extraordinariamente proteico en razón de los muy distintos contextos en los que acostumbra desenvolverse, y de la nación puede hablarse como una realidad cultural, histórica, lingüística, sociológica y hasta religiosa. Mas lo que interesa es la nación en sentido jurídico-constitucional y, en este específico sentido, la Constitución no conoce otra que la Nación española, y no puede referirse el término “nación” a otro conjunto que no sea el pueblo español, titular de la soberanía. El Estatuto se fundamenta y tiene su razón de ser en la Constitución de 1978 y sus normas no pueden desconocer ni inducir al equívoco en cuanto a la indisoluble unidad de la Nación española. El texto ancla la pertenencia de Cataluña a España, y el autogobierno de aquélla sólo encuentra sentido en la Constitución. El Estatuto no habla del pueblo catalán como titular de la soberanía nacional porque acepta que eso sólo compete al pueblo español. Cuando se refiere al “derecho inalienable de Cataluña al autogobierno” sólo hace referencia al derecho que la Constitución reconoce y garantiza a todas las nacionalidades y regiones de España. Con la calificación como “nacionales” de los símbolos de Cataluña –bandera, fiesta e himno- se predica únicamente su condición de símbolos de una nacionalidad constituida como comunidad autónoma en ejercicio de su derecho; lo son por representar a una nacionalidad y no por representar a una nación. En cuanto a la “ciudadanía catalana”, no es ésta sino una especie de género de la “ciudadanía española”, a la que no puede ontológicamente contradecir.

Los magistrados discrepantes han hecho fundadas y aceradas críticas al Estatuto y a la sentencia. Para Rodríguez-Zapata, el Estatuto es una norma “patógena”, que se subroga el papel del legislador constituyente, modifica la Constitución sin seguir los procedimientos para su reforma e incurre en un vicio colosal de incompetencia, que subvierte la división de poder entre el Estado y las comunidades autónomas en todos los ámbitos, y colapsa el funcionamiento mismo del Estado.

Según Delgado, el TC ha desbordado ampliamente su función y no ha atendido a los límites del contenido que la Constitución asigna a los estatutos de autonomía. No ha declarado la inconstitucionalidad de preceptos estatutarios que son claramente inconstitucionales, atribuyéndoles un sentido distinto al que deriva de su texto, con lo que se crea una norma nueva, cometido propio del legislador y absolutamente ajeno a la función constitucional del Tribunal. Conde –por su parte- ha manifestado que salvar la constitucionalidad de una ley recurrida negando lo que la misma dice, sobre la base de hacerla decir lo que no dice, más que un error supone un modo de abdicación de la estricta función jurisdiccional y de ejercicio de una potestad constitucional que al Tribunal no le corresponde. La técnica adoptada para validar la mayor parte del Estatuto –basada en interpretaciones conformes- en modo alguno puede justificar una auto-atribuida facultad de reconfigurar la ley que juzga recreándola, lo que implica invadir el espacio lógico de la potestad legislativa, atribuida por la Constitución a las Cortes Generales. La norma –aunque con otra interpretación distinta a la que le es propia- puede continuar en el ordenamiento jurídico, en vez de ser expulsada de él mediante su declaración de inconstitucionalidad. Una solución tal abre un espacio preocupante de inseguridad jurídica, de apertura a la interpretación de la interpretación. Estoy de acuerdo con estas afirmaciones y coincido con Conde en que la mayoría del TC ha abusado de benévolas interpretaciones para no invalidar artículos claramente inconstitucionales.

Felipe Sahagún ha afirmado categóricamente que la sentencia del TC deja herida de muerte a la Constitución y consagra un nuevo modelo de Estado que supera con creces los límites de los modelos autonómico y federal, y se sitúa claramente entre el modelo confederal y la independencia de sus partes. Tal era, sin duda, la intención del Estatuto aprobado por el Parlament, cuando establecía en su artículo 1º que Cataluña era una nación, que ejercía su autogobierno por medio de instituciones propias. Sin embargo, el texto fue considerable y significativamente rebajado por las Cortes, aunque no todo lo que hubiera sido de desear. Como ha criticado el Juez Delgado, el Estatuto trata de situar las relaciones en el ámbito político entre el Estado y la Generalitat, entre la Nación española y la Nación catalana, en un mismo nivel, propio, no del Estado federal, sino del confederal.

Comparto la opinión del periodista Arcadi Espada de que el nuevo Estatuto sigue siendo un mediocre artefacto jurídico y político, y un paso atrás respecto al texto de 1979, pero la intervención de las instituciones españolas ha logrado su mejora. Lo importante de la sentencia no se vincula con la Nación, sino con el Estado. El TC ha impedido que Cataluña se configure como un Estado distinto. La sentencia ha tardado demasiado tiempo en ser dictada, pero es una buena noticia para la democracia.

Ante la aparente imposibilidad de que el TC dictara una sentencia estrictamente jurídica por las increíbles presiones ejercidas sobre sus miembros por parte del Gobierno del POSE, los nacionalistas catalanes de toda gama -incluido el converso PSC- y los medios de comunicación de Cataluña, cabe acoger el fallo sobre el Estatuto –por muy insuficiente e insatisfactorio que sea- con un sentimiento de alivio. Ha supuesto el mal menor en la situación de callejón sin salida en la que se había encerrado Rodríguez Zapatero. Él ha sido el principal –aunque no único- responsable de dicha situación al jugar inconscientemente con las palabras –“la nación en un concepto discutido y discutible”-, al alentar un proceso suicida de desmoche de las competencias del Estado en beneficio de ciertas comunidades autónomas –especialmente la catalana y la vasca-, y al afirmar de forma irresponsable que aceptaría cualquier texto de Estatuto elaborado por el Parlament. Cuando al ver el engendro parido en Barcelona trató de reaccionar, fue demasiado tarde y tuvo que transar con el líder de CIU Artur Mas y con Alfonso Guerra- una chapuza que a nadie dejó satisfecho..

Tras la impugnación del Estatuto, el Gobierno de Rodríguez Zapatero toleró –si no alentó- una increíble campaña de descalificación del TC por parte de la Generalitat, los partidos políticos –con excepción del PP y Ciutadans-, los grupos socio-económicos de presión y los medios de comunicación de Cataluña. Como ha observado el profesor Álvarez-Tardío, es cierto que los socialistas no han cuestionado la legitimidad del Tribunal, ni han pedido una reforma de la Constitución que suprima el control de constitucionalidad de las leyes que regulan el funcionamiento de las autonomías, pero han estado facilitando el alimento ideológico a quienes anhelan perfeccionar la democracia española propiciando una descentralización sin límite, que desdibuje no sólo el sujeto de la soberanía nacional –y consiguientemente la igualdad civil de los españoles-, sino también la razón de ser de unas reglas de juego comunes.

Las dudas hamletianas de algunos magistrados del TC a pronunciarse sobre un tema tan delicado jurídica y políticamente prolongaron en demasía el tiempo requerido para que dictara su fallo. Y, entretanto, el tiempo corría a favor de las posiciones maximalistas de los nacionalistas catalanes, pues la Generalitat y el Parlement -sin el menor pudor- fueron desarrollando mediante leyes y decretos los preceptos impugnados, creando una situación de hecho difícilmente superable al haberse generado derechos adquiridos. Incluso después de haberse dictado la sentencia, el Parlament ha adoptado normas claramente anticonstitucionales, como la Ley de Consumo o la que establece las veguerías.

La acción concertada de la Generalitat y las fuerzas vivas de Cataluña contra el TC y su fallo –incluso antes de ser conocido- ha provocado un ambiente de victimismo y una sensación de malestar e insatisfacción por los presuntos abusos del poder central contra los legítimos derechos del pueblo catalán. ¿Se puede encontrar solución a este grave problema?. No va a ser fácil, pues el daño ya está hecho. Es evidente que, de manera totalmente artificial, ha ido aumentando la confrontación entre Cataluña y el resto de España, presentado –incluso por algunos bienpensantes- como un conflicto entre España y Cataluña, entre el pueblo español y el pueblo catalán. Así, para el Presidente Montilla es fundamental un cambio de actitud del conjunto de instituciones y ciudadanos de España respecto a Cataluña. Es decir, el todo ha de adaptarse a la parte. ¿No sería más lógico que fuera la parte la que se integrase en el todo, como está previsto en la Constitución y en el antiguo Estatuto de Sau?.

Se ha dicho que la Constitución ha quedado superada por el transcurso del tiempo y la evolución social, económica y política de España, y que hay que buscar otras fórmulas para regular las relaciones entre el Estado y las comunidades autónomas. Así, el Consejero Joaquín Nadal ha manifestado que el PSC no es independentista sino profundamente catalanista y pretende profundizar en un modelo federal de un Estado plural.

¿Es viable la solución federalista?. En la teoría sí, pero en la práctica no parece posible. El sistema federal parte de una norma que distribuye las competencias entre el Estado central y los Estados federados, que detentan los mismos derechos y obligaciones. Este principio de igualdad no es, sin embargo, aceptado por los políticos catalanes porque “Cataluña es más que un Estado”. La Comunidad catalana –como la vasca- nunca ha aceptado el “café para todos” establecido en la Constitución y se opone a tener los mismos derechos que otras Comunidades Autónomas españolas. En cuanto los Estatutos de otras Comunidades Autónomas les han reconocido derechos similares a los concedidos a Cataluña, la Generalitat ha reclamado nuevos derechos. Esta sensación de particularidad -ahora refrendada en el Estatut con la pretensión de que Cataluña es una nación- ha hecho imposible que se cerrara el capítulo de la Constitución que regula las relaciones entre el Estado y la Comunidades Autónomas, pues el sentido de agravio comparativo hace que Cataluña y el País Vasco pretendan tener un status superior al de otras Comunidades que, en su opinión, no son naciones.

Es innegable que Cataluña tiene unas peculiaridades propias que –como el TC ha reconocido- le dan una situación especial en relación con “el Derecho Civil, la lengua, la cultura, la proyección de éstas en el ámbito educativo y el sistema institucional en que se organiza la Generalitat”. Estas peculiaridades –que no poseen torda las Comunidades Autónomas- justifican un tratamiento diferencial en los ámbitos citados, pero no hay motivos fundados para que Cataluña disfrute de un régimen especial, distinto al de las otras Comunidades, en los terrenos legislativo, judicial, político, económico o financiero. En estos ámbitos deben tener los mismos derechos todas las comunidades, a excepción de los privilegios económico-financieros del País Vasco y Navarra específicamente reconocidos por la Constitución.

Dado que no resulta viable establecer un sistema federal –aparte de las dificultades formales de tener que reformar la Constitución-, habrá que conformarse con el régimen de autonomía en ella previsto, que permite recoger las peculiaridades diferenciales sin incurrir en agravio o discriminación para las demás Comunidades Autónomas, y tratar de cerrar de una vez el ámbito de sus competencias de manera uniforme. Va a ser prácticamente imposible volver al status quo ante y sólo cabe aplicar de buena fe el Estatuto vigente, a la luz de las líneas rojas y de los comentarios interpretativos fijados en la sentencia del TC.

Como ha observado el periodista Félix Bornstein, en estos momentos, lo más ético, pero también lo más difícil, sería –para todos los protagonistas de la política catalana- parar un poco el carro y detenerse a reflexionar sobre la parte de responsabilidad que tiene cada uno en los destrozos producidos y en restaurar la concordia que debe dar paso otra vez a la normalidad de las relaciones de Cataluña con el Estado.

Hay que recuperar el espíritu de la Constitución –sancionada por la inmensa mayoría de los españoles, incluidos los catalanes-, y aplicar sus disposiciones y las del Estatuto. No va a ser fácil, pero es la única solución viable para el bien de todos.

Madrid, Septiembre 2010