jueves, 28 de octubre de 2010

Aguas de Gibraltar

Con motivo de los incidentes producidos ultimamente en la próximidad de Gibraltar entre patrulleras de la Guardia Civil española y guardacostas de la Marina británica ha saltado a la palestra el problema de quién ostenta la soberanía sobre las aguas que bañan las costas de la colonia hasta 3 millas de distancia del litoral gibraltareño. El Reino Unido ha reiterado con firmeza su soberasnía sobre tales aguas e incluso ha presentado al Gobierno español notas diplomáticas de protesta por la intromisión en las mismas de unidades navales españolas. En España, el Gobierno -aún manteniendo con la boca chica la soberanía española sobre las aguas que circundan Gibraltar- ha tratado de quitar importancia a los incidentes y ha expresado la necesidad de colaboracióncon con las autoridades británicas y gibraltareñas para luchar contra el contrabando y el tráfico de drogas en la zona. El Partido Popular -principal fuerza de la oposición- ha protestado por las violaciones cometidas por los buques gibraltareós y británicos, y ha exigido al Gobierno que adopte una actitud firme ante tales tropelías.

El quid de la cuestión radica en que, desde hace tres siglos, el Reino Unido y España se disputan la soberanía sobre las aguas de Gibraltar. Es un problema derivado de la situación colonial de Gibraltar y del enunciado del artículo 10 del Tratado de Utrecht, de 13 de Julio de 1713.

"El Rey católico, por sí y por sus herederos y sucesores, cede por este Tratado
a la Corona de la Gran Bretaña la plena y entera propiedad de la ciudad y
castillo de Gibraltar, juntamente con su puerto,defensa y fortalezas que le
pertenecen, dando la dicha propiedad absolutamente para que la tenga y goce con
entero derecho y para siempre. Pero para evitar cualesquiera abusos y fraudes
en la introducción de las mercancías, quiere el Rey catóñico y supone que así
se ha de entender, que la dicha propiedad se ceda a la Gran Bretaña sin
jurisdicción alguna territorial y sin comunicación alguna abierta con el país
circunvecino por parte de tierra...

Y Su Majestad británica...consiente y conviene en que...no se dé entrada ni
acogida a las naves de guerra moras en el puerto de aquella ciudad, con lo que
se pueda cortar la comunicación de España a Ceuta...Ha de entenderse siempre
que no se puede negar la entrada en el puerto de Gibraltar a los moros y sus
naves que sólo vienen a comerciar...

Si en algún tiempo la corona de la Gran Bretaña la pareciere conveniente dar,
vender o enajenar de cualquier modo la propiedad de la dicha ciudad de
Gibraltar, se ha convenido y concordado por este tratado que se dará a la
corona de España la primera acción antes que a otros para redimirla".

El Tratado de Utrecht es un texto que ha dejado de tener sentido en el siglo XXI tras el proceso de descolonización que tuvo lugar el pasado siglo y que ha convertido a Gibraltar en la única colonia subsistente en Europa, una reliquia histórica, tanto más incongruente cuanto qie España y el Reuno Unido son dos Estados intimamente asociados en el seno de la Unión Europea y de la OTAN.

Esta anomalía ucrónica debería haber quedado subsanada de conformidad con el último apartado del artículo 10 del Tratado de Utrecht, con la devolución del Peñón a la Corona española, como ha hecho Gran Bretaña con otros territorios coloniales tales como Hong Kong. Mas el Gobierno británico se ha negado a la restitución bajo el falaz argumento del derecho a la libre determinación del pueblo gibraltareño, derecho que ha sido ignorado por el Reino Unido en otros casos, como el de la entrega de Hong Kong a la R.P.China.

Según la tradición popular, los símbolos del Imperio Británico eran la Corona, la Libra Esterlina y Gibraltar. La corona de SMB pasa por sus momentos más bajos y -con
la honrosa excepción de la Reina Isabel II- está bastante desprestigida- La libra ha dejado se ser la prestigiosa moneda de referencia internacional y -más pronto que tarde- será sustituida por el euro comunitario. Y Gibraltar ha perdido la importancia geoestratégica de antaño y sólo puede subsistir con la cooperación de España. Sin emgargo, el Reino Unido continúa aferrado a este recuerdo de sus pasadas grandezas y se resiste a encontrar una razonable solución al problema. Ni siquiera han llegado a prosperar los intentos de negociación para establecer un régimen de co-soberanía hispano-británica sobre el Peñón.

Por consiguiente -y en tanto que no se llegue a una solución negociada entre España y el Reino Unido sobre el futuro de Gibraltar-, el estatuto jurídico del territorio comtinuará siendo el establecido en el Tratado de Utrecht.

Tras la entrega de Gibraltar, Gran Bretaña usó y abusó de su superioridad política y militar -especialmente naval- sobre España para ampliar su dominio en la zona y controlar las aguas circundantes. Así, pese a lo establecido en el Tratado de Utrecht, se fue apoderando "de facto" de parte del istmo que unía el Peñón con el resto de España. Fue precisamente en esa zona, ilegalmente adquirida, donde Gran Bretaña construyó un aeropuerto, cuya pista se adentra en las aguas de la Bahía de Algeciras.

El Ministro de Asuntos Exteriores Fernando María Castiella abordó con rigor jurídico y firmeza política el tema de la devolución de Gibraltarn, y logró notables progresos al llevar el tema a la ONU y conseguir que su Asamblea General incluyera el Peñón entre los territorios sujetos a descolonización y solicitara al Reino Unido y a España que iniciaran un proceso de negociación al efecto. Sin embargo, estas negociaciones no han producido fruto alguno ante la falta de voluntad política del Gobierno británico.

Quizás en un exceso de celo, el equipo ministerial que brillantemente gestionó el tema mantuvo la tesis de que Gibraltar carecía de aguas jurisdiccionales, ya que en el Tratado de Utrecht tan sólo se cedía a Gran Bretaña la ciudad y el puerto, y no se hacía mención alguna a sus aguas.

Esta interpretación literal y restrictiva del Tratado no parece tener bases jurídicas serias. Como establece el Convenio de Ginebra de 1958 sobre el Mar Territorial y la Zona Contigua -codificando las normas consuetudinarias sobre el tema- la soberaníade un Estado se extiende, fuera de su territorio y sus aguas interiores, a una zona adyacente a sus costas, designada con el nombre de mar territorial (artículo 1). Dicha soberanía se extiende al espacio aéreo situado sobre el mar territorial, así como al lecho y subsuelo de ese mar (artículo 2). Esta disposición ha sido recogida, con ligeras variantes, en el artículo 2 de la Convención de Montego Bay de 1982 sobre el Derecho del Mar.

El Tratado de Utrecht no menciona explícitamente las aguas jurisdiccionales de Gibraltar salvo las interiores (puerto)y tampoco habla del espacio aéreo suprayacente. En consecuencia -y de conformidad con esta tesis minimalista- Gibraltar carecería asimismo de espacio aéreo, lo cual resulta absurdo. El territorio -al igual que el cuerpo humano con su sombra- se proyecta hacia arriba, hacia abajo y hacia el frente, a traves del espacio aéreo, del suelo y subsuelo, y de las aguas interiores y el mar territorial.

Por otra parte, los tratados de principios del Siglo XVIII no solían hacer referencia al dominio del Estado ribereño sobre sus aguas territoriales. Así, en España, hay que esperar hasta 1760 para que una Real Cédula del Consejo de Hacienda estableciera -de forma poco explícita- la jurisdicción de España en la proximidad de sus costas, al afirmar lo siguiente:"También mando que, cuando se encuentren en la costa bastimentos menores con tabaco y sal a distancia de una o dos leguas, por el probable recelo que se empleen en el fraude, se visiten y proceda contra sus patrones, maestros y marineros, con arreglo a las ordenanzas y leyes de estos reinos".

El acceso de Gran Bretaña a alta mar desde su colonia de Gibraltar -aparte del principio de libertad de comunicaciones en el mar, ardientemente defendido por la Escuela Española de Derecho Internacional en el Siglo de Oro- se puede derivar de la letra y del espíritu del Tratado. Es obvio que al negar el Rey católico el acceso a España de los gibraltareños por tierra, había que dejarles abierta la vía marítima para que pudiear subsistir. Tan sólo se prohibe la entrada y acogida en el puerto de Gibraltar de las naves de guerra moras que puedan cortar la comunicación de España con Ceuta, y expresamente se dice que no se puede negar tal acceso a las naves moras que sólo vayan a comerciar.

No obstante, el Gobierno español -por razones políticas- ha seguido manteniendo la tesis de que Gibraltar carece de aguas jurisdiccionales y, en algunas ocasiones, ha presentado notas puntuales de protesta por la violación de las aguas españolas por parte de buques de guerra británicos en la Bahía de Algeciras.

En el archivo de la Asesoría Jurídica Internacional existen diversos informes -alguno de ellos por mi redactado- en los que se deja constancia argumentada de la falta de fundamento jurídico de la tesis negatoria de las aguas de Gibraltar. El Ministerio, sin embargo, no se ha atrevido a cambiar su posición y la ha mantenido, aunque con un perfil bajo. Así, cuando España se adhirió a los Convenios de Ginebra de 1958, declaró que dicho acto no podía ser interpretado como "reconocimiento de cualesquiera derechos o situaciones relativas a los espacios marítimos de Gibraltar que no estén comprendidos en el artículo 10 del Tratado de Utrecht". Una declatación similar se incluyó tras la firma de la Convención de las NU sobre el Derecho del Mar.

Consciente de la debilidad jurídica de su posición, el Gobierno español ha adoptado una actitud discreta ante el ejercicio continuado de la soberanía británica en torno a las costas de Gibraltar hasta una distancia de 3 millas de su litoral. y con respeto a la línea de equidistancia con las costas españolas adyacentes. Asimismo se ha mostrado renuente a la posible sumisión del conflicto a una instancia judicial internacional. Por consiguiente, me parece errónea la decisión de algunos medios del PP de atacar al Gobierno por su postura entreguista y reclamarle una actitud más beligerante frente a las supuestas violaciones de las aguas españoles por los buques británicos en Gibraltar.

También me parece desacertada la ambigua actitud del Gobierno, que perjudica su posición en relación con las violaciones cometidas en las aguas contiguas al istmo de Gibratar (aeropuerto incluido) y con los abusos de Marruecos, al considerar como aguas interiores parte de las aguas jurisdiccionales de España en Ceuta, Melilla, Islas Chafarinas y Peñones de Alhucemas y de Vélez de la Gomera.

Hay que atreverse a coger el toro por los cuernos y enfrentarse realistamente con el problema, aunque para ello resulta imprescindible un acuerdo entre el Gobierno y los partidos de la oposición, al tratarse de un asunto de Estado, que no debe ser utilizado como arma arrojadiza para lograr objetivos partidistas. No es tarea fácíl y menos en los tiempos que corren, en que el criterio de Partido se antepone al de Estado tanto por tirios como por troyanos.

En el ámbito político, hay que intensificar las negociaciones con el Reino Unido sobre la soberanía de Gibraltar -en el ámbito de la ONU y de acuerdo con las resoluciones de la Asamblea General-, sin dar excesiva beligerancia al sedicente Gobierno de Gibraltar, que debe formar parte de la delegación británica y no covertirse en un tercero en paridad con los dos Estados interesados. Los ciudadanos gibraltareños tienen intereses cualificados en la solución final del conflicto -que deberán ser debidamente tenidos en cuenta-, pero carecen del derecho a la libre determinación.

Ofrecen, a mi juicio, posibilidades la fórmula de la co-soberanía hispano-británica duante un cierto período de tiempo y la concesión a Gibraltar de un régimen similar al de las Comunidades Autónomas más políticamente desarrolladas, incrementado con algunos privilegios adicionales que tengan en cuenta la peculiaridad de la situación. Pero para lograr un resultado con ésta u otra posible fórmula es esencial que Gran Bretaña se muestre dispuesta a negociar de buena fe, cosa que hasta ahora no sido el caso. Supeditar la solución del conflicto a la decisión del pueblo gibraltareño es una fórmula hipócrita de prolongar "sine die" la negociación, ya que los gibraltareños -que se encuentran en el mejor de los dos mundos- nunca darán la luz verde a la reintegración en España.

En el plano jurídico, España debería reconsiderar su posición y reconocer que Gibraltar tiene derecho a aguas jurisdiccionales. Una vez hecha esta supuesta concesión -dado que España se encuentra obligada a reconocerlo, de conformidad con las disposiciones de la Convención sobre el Derecho del Mar, en la que tanto ella como Gran Bretaña son partes-, no sería difícil llegar a un acuerdo de delimitación conforme al criterio de equidistancia, que ha sido nacional e internacionalmente defendido por ambos Estados. Tras este acuerdo, mejorarían considerablemente las relaciones de vecindad entre España y el Reino Unido en general,y en los ámbitos de la represión del contrabando y del tráfico de estupefacientes, de la seguridad marítima en el Estrecho de Gibraltar y de la prevención y la lucha contra la contaminación.

Liberado de la inconsistencia jurídica que supone la negativa de reconocimiento de aguas jurisdiccionales a la colonia de Gibraltar -tal como fue cedida en su día a la Gran Bretaña por el Tratado de Utrecht-, el Gobierno español podría negar con suficiente base jurídica el reconocimiento de la soberanía británica sobre las aguas adyacentes al istmo, que nunca fue cedido ni por el Tratado de Utrecht, ni por ningún otro instrumento jurídico. Aquí se volverían las tornas y sería el Reino Unido el que se encontrara en una posición de debilidad jurídica a la hora de negociar la devolución a su legítimo propietario. España no debería tener entonces temor a someter el caso a una instancia judicial internacional y podría hacerlo incluso unilateralmente, ya que ambos Estados han aceptado el recurso al Tribunal Internacional de Justicia para resolver los conflictos derivados de la aplicación de la Convención de Montego-Bay.

Esta mejora de la situación jurídica de España beneficiaría su posición política en la negociación con el Reino Unido sobre la solución del conflicto de Gibraltar. Así, por ejemplo, ante un posible y probable reconocimiento del TIJ de la soberanía de España sobre el istmo, no sería de extrañar que Gran Bretaña adoptara una posición más flexible sobre la operación conjunta del aeropuerto o sobre otras formas de co-participación en la administración del Peñón, que facilitaran el camino hacia la aceptación de la co-soberanía, en el ámbito de la Unión Europea.

La tarea no es fácil, pero -dada la situación de punto muerto en que se encuentran las negociaciones entre España y Gran Bretaña sobre Gibraltar- no cabe duda de que merece la pena intentarlo.

Madrid, 28 de Octubre de 2010

sábado, 2 de octubre de 2010

SENTENCIA DEL TC SOBRE EL ESTATUTO DE CATALUÑA

José Antonio de Yturriaga Barberán

Los graves problemas que ha planteando la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatuto de Cataluña tienen un principal responsable: el Presidente del Gobierno de la Nación, José Luis Rodríguez Zapatero. No es el único, pero si el más cualificado.

Tras la inesperada victoria electoral de 2004, Rodríguez Zapatero buscó y obtuvo el apoyo de los partidos de la izquierda y de los nacionalistas. En Cataluña, pese a haber ganado las elecciones autonómicas Convergencia i Unió (CIU), el PSC -rama del PSOE en dicha Comunidad- se alió con ERC e ICV y formó un gobierno tripartito bajo la dirección de Pasqual Maragall. Este arreglo se trasladó al ámbito nacional y el Presidente del Gobierno consiguió una mayoría estable en las Cortes. En cambio, eludió cualquier acuerdo o tipo de entendimiento con el principal partido de la oposición, el Partido Popular y trató de excluirlo del ámbito político mediante un acuerdo con otros partidos, que se reflejó en el Pacto de Tinell, por el que se establecía un “cordón sanitario”en torno al PP, que estuvo a punto de mandarlo a las tinieblas exteriores. El PSOE se preocupaba y ocupaba, más que en gobernar, en hacer oposición a la oposición.

El PSC impulsó su alma catalanista en una creciente escalada con sus colegas del Tripartito para ver quién era más nacionalista. ERC aprovechó gustoso la ocasión para implantar en sus ámbitos de poder –bajo el liderazgo de Josep Lluis Carod Rovira- una acción gubernamental radicalmente nacionalista tendente a fortalecer el Gobierno autonómico, desgajar gradualmente a Cataluña del Estado Español y facilitar el independentismo. Una de las primeras cosas que exigió el Tripartito fue una amplia revisión del Estatuto de Sau de 1979 para fortalecer el “elemento diferencial” de Cataluña y aumentar sus competencias en detrimento de las del Estado central.

En esta coyuntura, Rodríguez Zapatero–con irresponsable frivolidad- hizo dos afirmaciones que tendrían consecuencias catastróficas, a corto y a largo plazo. La primera, que el concepto de nación era “discutido” y “discutible”. La segunda, que su Gobierno aceptaría cualquier propuesta de reforma del Estatuto que adoptara el Parlamento de Cataluña. Los nacionalistas catalanes no podían ni creérselo -“ancha es Castilla”- y no dejaron escapar la oportunidad de elaborar un proyecto de reforma del Estatuto rupturista y en abierta contradicción con la Constitución.

El Parlament aprobó el 30 de Septiembre de 2005 por amplia mayoría –con la única oposición del PP y Ciutadans- un nuevo Estatuto, cuyo artículo 1º establecía que Cataluña es una nación y “ejerce su autogobierno por medio de instituciones propias, constituida como comunidad autónoma de acuerdo con la Constitución y con este Estatuto”. A partir de esta afirmación, el texto desarrollaba las competencias casi exclusivas de un mini-Estado, basadas en los derechos históricos del pueblo catalán, en el que residía la soberanía de Cataluña.

El texto aprobado era demasiado hasta para el complaciente Rodríguez Zapatero, que –presionado por algunos barones socialistas- tuvo que realizar –con alevosía y nocturnidad y al margen del Tripartito- unas negociaciones con el Presidente de CIU, Artur Mas, para rebajar los contenidos más radicales del proyecto. El texto sufrió nuevos recortes a su paso por la Comisión Constitucional de las Cortes, cuyo Presidente -el ex-jacobino Alfonso Guerra- declaró que lo dejaría “limpio como una patena”. La principal modificación fue la supresión de declaración soberanista del antiguo artículo 1º y el traspaso al Preámbulo de su “leit-motiv” con la siguiente formulación:”El Parlamento de Cataluña,recogiendo el sentimiento y la voluntad de la ciudadanía de Cataluña, ha definido de forma ampliamente mayoritaria a Cataluña como nación. La Constitución Española, en su artículo segundo, reconoce la realidad nacional de Cataluña como nacionalidad”. El nuevo artículo 1º fue redactado como sigue:”Cataluña, como nacionalidad, ejerce su autogobierno constituida en comunidad autónoma, de acuerdo con la Constitución y con el presente Estatuto, que es su norma institucional básica”.

Pese a ello, como el punto de partida era la afirmación solemne del Preámbulo de que Cataluña se consideraba una nación, el Estatuto desarrolla en su articulado las consecuencias de semejante aserto. Así, reconocía el “derecho inalienable de Cataluña al autogobierno”, afirmaba que los poderes de la Generalitat “emanan del pueblo de Cataluña”, consagraba los “símbolos nacionales de Cataluña”, tales como la bandera, la fiesta nacional y el himno, y mencionaba los “derechos históricos del pueblo catalán”, de los que se derivaba el reconocimiento de “una posición singular de la Generalitat en relación con el derecho civil, la lengua, la cultura y la proyección de éstas en el ámbito educativo y el sistema institucional”.

Es precisamente en el ámbito de la lengua y la educación donde más se pusieron de manifiesto las tendencias excluyentes de la lengua española, oficialmente reconocida por la Constitución en toda España. El Estatuto define el catalán como la lengua de uso normal y preferente de las administraciones públicas y de los medios de comunicación pública de Cataluña. Establece que todas las personas tienen derecho a recibir la enseñanza no universitaria en catalán, idioma que deberá asimismo ser utilizado como “lengua vehicular y de aprendizaje en la enseñanza universitaria y no universitaria”.Las administraciones públicas deberán utilizar el catalán “en sus actuaciones internas y en su relación entre ellas”, y –en el ámbito de las relaciones privadas- “todas las personas tienen derecho a ser atendidas oralmente y por escrito en la lengua oficial que elijan en su condición de usuarias o consumidoras de bienes, productos y servicios”.

Los redactores del Estatuto buscaron fórmulas que permitiesen a la Generalitat diferenciarse del resto de los Gobiernos autonómicos, tales como las de la bilateralidad y del monopolio legislativo. De un lado, el Estatuto crea una Comisión Bilateral Estado-Cataluña, en la que la Generalitat pretende relacionarse de tú a tú con el Gobierno Central, al margen de las demás Comunidades Autónomas. De otro, declara la exclusividad normativa en materias de su competencia y afirma que la legislación estatal sólo debe ser tenida en cuenta como “principios o mínimo común normativo”.

La inclusión en el Estatuto de un Título completo dedicado al “Poder Judicial” representó uno de los saltos cualitativos más relevantes en comparación con el texto del Estatuto de Sau. La vocación constituyente del Estatuto se manifestó en la potenciación del Tribunal Superior de Justicia -considerado como “la última instancia jurisdiccional de todos los procesos iniciados en Cataluña”-, la creación de un Consejo de Justicia de Cataluña –órgano de gobierno del poder judicial, que pretendía sustituir al Consejo General del Poder Judicial en la Comunidad Autónoma-, y el establecimiento de una serie de derechos y deberes tutelados por un placebo del Tribunal Constitucional -el Consell de Garanties Estatutàries-, cuyos dictámenes eran vinculantes.

Como para poder hacer frente al considerable aumento de competencias encomendadas a la Generalitat se necesitaban suficientes medios económicos y financieros, el Estatuto –ante la dificultad de conseguir por la vía legal el reconocimiento de un régimen de concierto económico similar al del País Vasco o el de Navarra- optó por reclamar una mayor participación del Gobierno de Cataluña en los tributos estatales. Aunque aceptaba el principio de solidaridad con otras autonomías menos desarrolladas, condicionaba la aportación de Cataluña a que dichas comunidades realizaran “un esfuerzo fiscal similar”. En materia de inversión –y para compensar el supuesto déficit que sufría Cataluña-, el Estatuto incluyó una disposición adicional que obligaba al Estado a invertir durante 7 años una cantidad equiparable al peso del PIB catalán en el estatal, para la construcción de infraestructuras en la comunidad.

Tras el “cepillado” realizado al texto remitido por el Parlament, las Cortes aprobaron el nuevo Estatuto de Cataluña, con el voto en contra de los diputados del Partido Popular. Tras publicarse el 19 de Julio de 2006 la Ley Orgánica 6/2006 de Reforma del Estatuto de Cataluña, el PP consideró que –pese a las modificaciones introducidas en el trámite parlamentario- el Estatuto no se ajustaba a la Constitución, por lo que 99 de sus diputados presentaron ante el Tribunal Constitucional un recurso de anticonstitucionalidad contra 114 artículos, 9 disposiciones adicionales y 3 disposiciones finales del texto estatutario. Decisión similar adoptó el Defensor del Pueblo, Enrique Mújica –socialista y antiguo Ministro de Justicia-, quien presentó un recurso contra 112 artículos y 4 disposiciones adicionales del Estatuto, en términos parecidos a los del PP. Algunas Comunidades Autónomas presentaron asimismo recursos sobre aspectos concretos del Estatuto que creían afectar a sus derechos, como el caso de Aragón y Baleares sobre los Archivos de la Corona de Aragón.

El Estatuto fue sometido al preceptivo referéndum -en el que participaron menos del 50% del electorado catalán- y aprobado por amplia mayoría de los votantes. El nuevo Gobierno tripartito –a la sazón presidido por el “españolista” José Montilla- inició de inmediato el proceso de desarrollo legislativo de las disposiciones estatutarias, incluidas algunas de las que habían sido impugnadas por ser consideradas anticonstitucionales. Así, por ejemplo, se creó el Consell de Garanties Estatutàries y el Parlament adoptó normas de dudosa constitucionalidad, como la Ley de Educación o la Ley sobre el Consumo, y elaboró otras claramente anticonstitucionales, como la Ley sobre las Veguerías. Por otra parte, el Gobierno Central y el autonómico acordaron –a través de la Comisión Bilateral Estado-Cataluña- la dotación económica, la cesión de impuestos y el incremento de las inversiones previsto en el Estatuto.

Dado el equilibrio de fuerzas en el seno del Tribunal, pronto empezaron las
maniobras de tirios y troyanos para eliminar a los magistrados considerados contrarios a sus respectivos intereses. Así, el PP propuso y obtuvo la recusacrecusación de Pablo Pérez Tremps, por haber elaborado para la Generalidad un informe sobre los aspectos internacionales del proyecto de Estatuto. El PSOE no logró, en cambio, la recusación de Roberto García Calvo, si bien este magistrado falleció en 2008. Cuando en 2007 venció el mandato de cuatro magistrados –incluida la Presidente del Tribunal, María Emilia Casas-, el PSOE y el PP no lograron un acuerdo para su sustitución. En la situación de equilibrio existente entre magistrados del TC supuestamente “progresistas” o “conservadores” –calificación que derivaba del hecho de que hubieran sido elegidos a propuesta del PSOE o del PP-, el voto de calidad de su Presidente adquiría especial significación. De aquí que el Gobierno hiciera una “chapuza” legal con la extensión por real decreto del mandato vencido de la Presidente, sin que intervinieran en la decisión los componentes del Tribunal, como prevé la Ley Orgánica sobre el mismo.

Asimismo, tanto el Gobierno como el PSOE-PSC y los partidos nacionalistas de Cataluña iniciaron una campaña desaforada de presión sobre los magistrados y trataron de negar legitimidad al TC, basándose en el vencimiento del mandato de varios de sus miembros. Presentaron varios recursos a estos efectos hasta pocos días antes de que se dictara la sentencia sobre el Estatuto. Esta campaña de deslegitimación fue ampliamente amparada por los medios de comunicación de Cataluña y los principales periódicos catalanes llegaron a publicar un editorial único en el que se criticaba y descalificaba al Tribunal.

En medio de esta imponente presión desde el exterior, el Tribunal se vio dividido casi por mitades en su apreciación de la constitucionalidad del Estatuto. De un lado, el sector “progresista” –que incluía a la Presidente, la ponente, Elisa Pérez Vera, y los magistrados Eugenio Gay y Pascual Sala- se mostraba partidario de reconocer, con algunas correcciones menores, la constitucionalidad del Estatuto, haciendo abusivo uso de su capacidad interpretativa de las intenciones de sus autores. De otro, el sector “conservador” –compuesto por los magistrados Vicente Conde, Javier Delgado, Jorge Rodríguez-Zapata, Ramón Rodríguez Arribas y Roberto García Calvo- se inclinaba por la inconstitucionalidad de las disposiciones derivadas del reconocimiento preambular de Cataluña como nación.

En el fiel de la balanza se encontraban los magistrados Manuel Aragón (“progresista”) y Guillermo Jiménez (“conservador”), que -si bien se inclinaban por condonar la constitucionalidad de las mayor parte de las disposiciones del Estatuto-, no acababan de aceptar el reconocimiento de la “realidad nacional” de Cataluña enunciada en el Preámbulo.En el tira y afloja, se llegó a un principio de acuerdo entre el bando “progresista” y los dos disputados “centristas” para aguar el vino del reconocimiento de Cataluña como nación, pero la ponente Pérez Vera se opuso a que la declaración de la ineficacia jurídica de la definición preambular figurara en el fallo, y se rompió la entente. Sometida a votación la ponencia, fue rechazada el 16 de Abril de 2010 por seis votos (sector “conservador” más Aragón) a cuatro. Se encargó entonces de la ponencia el Vicepresidente Guillermo Jiménez, quien presentó un proyecto de fallo, que no llegó a ser votado por falta de suficiente apoyo. Finalmente, el 19 de Mayo asumió la responsabilidad la Presidente Casas, quien presentó una ponencia similar a la de Pérez Vera, pero que incluía una cláusula sobre la interpretación del término “nación”que resultaba aceptable para Aragón y Jiménez: a saber, la declaración, en el primer apartado del fallo, de que carecían de eficacia jurídica las referencias del Preámbulo del Estatuto a “Cataluña como nación” y a “la realidad nacional de Cataluña”. El 28 de Junio de 2010 –casi 4 años después de la interposición del recurso- el Tribunal adoptó, por seis votos a favor y cuatro en contra, la sentencia sobre el Estatuto de Cataluña, que fue publicada el 9 de Julio, junto con los votos particulares de los magistrados discrepantes Delgado, Conde, Rodríguez-Zapata y Rodríguez Arribas –todos ellos, curiosamente, jueces de profesión-. El magistrado Gay –aunque se sumó a la mayoría del Tribunal- expresó en un voto particular su discrepancia con lo afirmado en el fallo sobre la nación, ya que –en su opinión- el catalán era “un pueblo que ha expresado su vocación de autogobierno, de tal modo que la definición de Cataluña como nación resulta lógica”.

Aparte de la afirmación de la carencia de eficacia jurídica de la declaración preambular sobre la nación, la sentencia 31/2010 ha declarado inconstitucionales –en todo o en parte- 14 artículos del Estatuto, y no ha considerado inconstitucionales otras 27 de sus disposiciones, siempre que fueren interpretadas en los términos establecidos por el propio fallo. Refiriéndose al Preámbulo, la mayoría del TC ha afirmado que la interpretación cualificada sólo puede predicarse de la autoridad interpretativa del Tribunal. “Sólo ahí –ha subrayado- ha de buscarse el juicio de constitucionalidad que nos merezca la interpretación cualificada pretendida por el legislador para la norma que juzgamos” (párrafo 7 de los Fundamentos Jurídicos).

El TC fundamenta su fallo en que el Estatuto –en su artículo 1º- afirma que Cataluña, como nación, “ejerce su autogobierno constituida como comunidad autónoma de acuerdo con la Constitución”, pasando por alto la segunda parte del enunciado que añade “y con el presente Estatuto, que es su norma institucional básica”. Para el Tribunal, esta inequívoca declaración de principio implica la asunción por el Estatuto del entero universo jurídico creado por la Constitución, “único en el que la Comunidad Autónoma de Cataluña encuentra, en Derecho, su sentido”. El Estatuto hace suyo el fundamento propio de la Constitución, que proclama “la indisoluble unidad de la Nación española” y reconoce al pueblo español como único titular de la soberanía nacional. El único sentido que cabe atribuir a la referencia al “derecho inalienable de Cataluña al autogobierno” es el de la afirmación de que tal derecho no es sino el que el artículo 2º de la Constitución reconoce y garantiza a las nacionalidades y regiones que integran la Nación española (párrafo 8). Asimismo, el sentido de la afirmación de que “los poderes de la Generalitat emanan de pueblo de Cataluña” viene dado, para el Tribunal, por la “clara vocación prescriptiva del principio democrático, como pauta para el ejercicio de de los poderes de la Generalitat, que el precepto sujeta expresamente a la Constitución” (párrafo 9). Los derechos, instituciones y tradiciones reconocidos, “lejos de fundamentar en sentido propio el autogobierno de Cataluña, derivan su relevancia constitucional del hecho de su asunción por la Constitución” (párrafo 10).

Cualquier precepto del Estatuto, por anticonstitucional que pueda parecer, halla pues, su justificación y coartada en su declarada sumisión a la Constitución. La mayoría del TC ha sido extremadamente generosa en la interpretación de dichos preceptos, en una presunción casi iuris et de iure en pro de la intención del legislador autonómico de ser fiel a la Constitución.

Como ha afirmado el profesor Germán Fernández Ferreres, las correcciones interpretativas del TC afectan a más de 100 artículos y han pasado a constituir una auténtica “sentencia oculta”. El magistrado Javier Delgado ha criticado los excesos interpretativos del TC, al afirmar que éste “no declara la inconstitucionalidad de preceptos estatutarios que son claramente inconstitucionales, atribuyéndoles un sentido distinto al que deriva de su texto, con lo que se crea una norma nueva, cometido propio del legislador, absolutamente ajeno a la función constitucional del Tribunal”. El magistrado Vicente Conde ha señalado, a su vez, que “salvar la constitucionalidad de una ley recurrida negando lo que la misma dice, sobre la base de hacerla decir lo que no dice, más que un error, supone un modo de abdicación de la estricta función jurisdiccional y de ejercicio de una potestad constitucional que al Tribunal no corresponde”, que el recurso a las interpretaciones conformes “en modo alguno puede justificar una auto-atribuida facultad del Tribunal de reconfigurar la ley que juzga, recreándola”, y que una solución de este tipo “abre un espacio preocupante de inseguridad jurídica, de apertura a la interpretación de la interpretación”.El magistrado Jorge Rodríguez-Zapata, por último, ha observado que, tras cuatro años de debate, quienes han apoyado la sentencia han tenido serios problemas para argumentar sus tesis, y que la resolución mayoritaria no logra salvar los vicios de inconstitucionalidad del Estatuto, porque,”lejos de anular los preceptos inconstitucionales, los interpreta recurriendo al género, siempre resbaladizo, de las sentencias interpretativas de rechazo”.

Me limitaré a dar un par de ejemplos de esta benévola interpretación de la mayoría del TC. Del artículo 6º dedicado a la lengua catalana, el Tribunal tan sólo ha declarado inconstitucional la calificación de “preferente”, dejando intacto el resto de las disposiciones que desarrollan dicha preferencia con respecto a la lengua española. La aplicación por parte de la Generalitat de las normas del Estatuto sobre el uso de la lengua catalana –antes y después de la sentencia- pone de manifiesto de forma evidente la superioridad de dicha lengua sobre la española.

Respecto a los derechos que se derivan del artículo 7º, sólo serían inconstitucionales para el Tribunal- la “ciudadanía catalana” pretendiera oponerse a la “ciudadanía española”, “ofreciéndose como una condición distinta y predicada de un sujeto ajeno al español”. Esta dicotomía Cataluña-España, pueblo catalán-pueblo español o ciudadanía catalana-ciudadanía española se percibe claramente a lo largo de todo el texto del Estatuto. La intenciones de los redactores estatutarios al respecto no pueden ser más nítidas, y –si cupiera la menor duda- sólo hay que remitirse a las declaraciones de los políticos catalanes: de Maragall a Carod-Rovira, de Montilla a Puigcercós, de Saura a Mas, de Benach a Durán…

Un examen desapasionado de la sentencia y de los votos discrepantes lleva a la conclusión de que aquélla –redactada por catedráticos de diversas ramas del Derecho- está fundada en criterios más políticos que jurídicos-, mientras que éstos –elaborados por jueces de carrera- tienen un mayor rigor jurídico.

Las reacciones al fallo del TC no dejaron de ser sorprendentes. El Gobierno trató de minimizar su alcance señalando que el Tribunal había sancionado la constitucionalidad de la mayor parte de las disposiciones del Estatuto -hasta un 95%-, ya que tan sólo un artículo y unas palabras de otros 13 habían sido declaradas inconstitucionales. Encomendó incluso a su Ministro de Justicia a que contara las palabras y Francisco Caamaño se ha preguntado –sin demudársele la color- que ¿qué eran apenas un centenar de palabras frente a las 38.000 que contenía el Estatuto?. Del Presidente del Gobierno abajo, todos los líderes socialistas –sin el menor espíritu auto-crítico y sentido del Estado- han hecho hincapié en que el gran derrotado por la sentencia ha sido el PP. No se han molestado en plantearse si el Estatuto –tal como había puesto de manifiesto el TC, aunque de forma evanescente y equívoca- estaba poniendo en riesgo el equilibrio constitucional y las relaciones entre el Estado y las Comunidades Autónomas, porque se sentían, en el fondo, culpables de que hubiera salido casi indemne un texto en conflicto con la letra y -sobre todo- el con espíritu de la Constitución. No, lo importante era destacar que el perdedor en la historia había sido el PP que, –tras haber atacado el Estatuto “por tierra, mar y aire”, en palabras de la Ministro de Defensa, Carme Chacón- había visto rechazada la inmensa mayoría de las impugnaciones que había presentado a su articulado. Para el portavoz parlamentario del PSOE, José Antonio Alonso, el fallo –que era razonable, justo y positivo- suponía “una bofetada del Constitucional al PP”.
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Para Mariano Rajoy, el Tribunal ha cumplido la función que le marcaba la Constitución, adoptado su decisión con independencia, estimado parcialmente el recurso al Estatuto y mejorado aspectos muy importantes del mismo. Como ha observado la Secretaria General del PP, Dolores de Cospedal, la sentencia no es una victoria o una derrota de ningún partido político, sino la victoria de la defensa de la legalidad. Lo que había conseguido su partido era garantizar el cumplimiento de la Constitución y evitar que se produjera una modificación constitucional por la puerta de atrás. Y estaba en lo cierto, pues lo que se había planteado ante el TC no era si el Estatuto era constitucional, sino si algunas de sus disposiciones no eran constitucionales, y el Tribunal le ha dado en gran parte la razón. Que un solo artículo no haya sido considerado constitucional, supone que el Estatuto no está en conformidad con la Constitución. Y no se trata de un único artículo sino de 14, que han sido declarados por el Tribunal “inconstitucionales y, por tanto, nulos”. Recuerda la historia de la damisela que reconocía que había perdido su virginidad, pero “sólo un poquito”. No caben términos medios: o ha habido o no ha habido violación y, en el caso del Estatuto, el TC no ha tenido más remedio que reconocer la violación de la Constitución por 14 de sus artículos, sin contar las otras 27 disposiciones que no han sido consideradas inconstitucionales gracias a la generosidad de la mayoría del Tribunal, que ha dado una interpretación de las mismas “contra natura texti”, El PP ha sido el único partido que ha acogido favorablemente la sentencia y exigido a todos los demás su acatamiento y al Gobierno su aplicación, pero razones tácticas ante la proximidad de las elecciones autonómicas en Cataluña y un cierto complejo de inferioridad política le han llevado a poner sordina a su satisfacción.

La reacción negativa de los nacionalistas catalanes era de esperar, si bien ha alcanzado extremos insospechados -incluso entre los supuestamente moderados-, ya que han considerado la sentencia como un ultraje a Cataluña y una intromisión del Estado Español en su soberanía. El ex-Presidente Puyol la ha calificado de “humillación” y el líder de Ezquerra Republicana Puigcercós de “estocada mortal”. El también ex-Presidente Maragall ha cuestionado la capacidad del TC para modificar la voluntad de los catalanes. El Presidente de CiU, Artur Mas, ha afirmado que el Tribunal ha roto el pacto constitucional de 1978, por lo que había que apostar por nuevas vías en las relaciones entre España y Cataluña, y añadido lo siguiente:”No tenga más remedio que acatar jurídicamente la sentencia porque estamos en un Estado de Derecho, pero no la acato políticamente porque acato más la voluntad del pueblo catalán que una sentencia del TC”. Para el Presidente del Parlament Benach, los recortes del TC provocan una crisis de Estado porque se rompe el pacto entre los representantes del pueblo de Cataluña y los representantes del pueblo de España, y porque un referéndum avaló el texto del Estatuto, por lo que se está ignorando la voluntad de la ciudadanía catalana.

Especialmente relevante y preocupante ha sido el comentario de Miquel Roca, uno de los padres de las Constitución y principal artífice del Estatuto de 1979:”Esta sentencia no resuelve nada y lo reabre todo, porque si algo pone de manifiesto es que habrá que reconsiderar el pacto constituyente y definir nuevas bases para la convivencia en España”. ¿Cómo es posible –se pregunta el periodista Casimiro García-Abadillo- que habiendo Roca aceptado el Estatuto de Sau, pida ahora nada menos que un nuevo pacto constitucional porque el TC ha osado modificar, aunque sea mínimamente el nuevo Estatuto, que –incluso con recortes- eleva de manera sustancial el techo competencial del anterior?.

Pero la más sorprendente de todas ha sido la reacción del Presidente de la Generalitat y Secretario General del PSC, José Montilla, quien, en lugar de acatar y defender un fallo que deja bastante bien parado al Estatuto –como han puesto de manifiesto los miembros del Gobierno y los dirigentes del PSOE-, se ha subido al carro de los ultrajados y no ha parado de desbarrar. Basta citar la siguiente perla:”La sentencia está llena de ofensas gratuitas que no tienen efecto jurídico, pero sí el de tocar las narices. ¿Tienen que reiterar tantas veces la indisoluble unidad de España?”. El acomplejado “charnego” no quiso quedarse atrás en la carrera de ser más nacionalista que nadie y -desde su elevada posición institucional- convocó a todos los catalanes a una manifestación contra la sentencia, pese a afirmar con la boca pequeña que la acataba. El desafortunado aprendiz de brujo intentó presidir la manifestación celebrada el 10 de Julio bajo el lema de “Somos una nación. Nosotros decidimos”, y acabó abandonando la misma bajo protección policial, entre los gritos de “traidor” que le lanzaban los independentistas más radicales.

Con el apoyo del Parlament, el President ha afirmado que la Generalitat no renuncia a la integridad del Estatuto y que es imperativo “rehacer el pacto estatutario y reforzar el pacto constitucional”. “Rehacer el pacto estatutario –aclaró Montilla- es recuperar lo que el pueblo catalán votó, y reforzar el pacto constitucional es una consecuencia de lo anterior, consistente en conseguir una Constitución inclusiva y abierta”. Y ha exigido al Presidente del Gobierno que acepte articular un plan conjunto que permita recuperar los preceptos estatutarios declarados anticonstitucionales por el TC, a través de reformas de las correspondientes leyes orgánicas. El 21 de Julio Montilla se reunió con Rodríguez Zapatero y consiguió que éste le prometiera que trataría de recuperar por otras vías las competencias del Estatuto declaradas inconstitucionales por el TC, especialmente en el ámbito judicial Así, se prevé a corto plazo una reforma de la Ley Orgánica del Poder Judicial que permita conceder al desautorizado Consejo de Justicia de Cataluña las facultades y funciones previstas en el Estatuto, de manera que la Comunidad pueda disponer de un sistema de justicia propio, autónomo de la jurisdicción nacional. Y eso a pesar de que el Tribunal haya manifestado de forma categórica que “el Poder Judicial no puede tener más órgano de Gobierno que el Consejo General del Poder Judicial”.

El propio TC ha dado pistas al Gobierno para recuperar por la puerta trasera las disposiciones judiciales declaradas inconstitucionales, al afirmar que el artículo 98-1 del Estatuto ha asignado al Consejo Judicial de Cataluña las atribuciones establecidas por el Estatuto, la Ley Orgánica del Poder Judicial, las leyes que apruebe el Parlamento y las que le delegue el Consejo General del Poder Judicial. Es evidente –ha observado el Tribunal- que, con respecto a lo que se pueda contemplar en las “leyes que apruebe el Parlamento”, nada podemos anticipar ahora

El Presidente del Parlament , Ernest Benach,-al expresar el apoyo de la institución a la manifestación contra la sentencia- afirmó que los recortes del TC provocaban una “crisis de Estado”, porque se rompía el pacto entre los representantes del pueblo catalán y los representantes del pueblo de España, ya que aquéllos habían aprobado el Estatuto, que había sido además avalado por un referéndum popular, por lo que se estaba ignorando la voluntad de la ciudadanía catalana. El líder de la Oposición Artur Mas, por su parte, señaló que el TC había roto el pacto constitucional de 1978, por lo que habría que apostar por “nuevas vías” en la relación con España. Para el dirigente de CIU, España es un Estado que incluye diversas naciones y, si quiere ser una sola nación, tendrá muchos problemas. Cataluña es una nación y, como tal, tiene derecho a la autodeterminación. Como con el actual Estado no se puede avanzar en autogobierno, hay que empezar la transición hacia el derecho a decidir. Hasta el “moderado” nacionalista Josep Antoni Durán ha declarado que la sentencia no ha a de disminuir nuestro empeño en seguir luchando para el reconocimiento del pueblo catalán como nación.

Varios miembros del Gobierno y del PSOE –incluido el propio Montilla- han afirmado que la sentencia del TC ha dejado a salvo la inmensa mayoría de las disposiciones del Estatuto, afirmación que Mas ha calificado de memez, pues decir que el 95% se ha salvado cuando se tocan órganos vitales como la nación, la lengua, los derechos históricos, las competencias, la relación bilateral, parte de la financiación o las inversiones del Estado es mentir. “Cuando se tocan los órganos vitales del cuerpo se ataca el funcionamiento del sistema, aunque el peso sea sólo el 5%”. Por una vez, estoyPor una vez, estoy de acuerdo con el líder catalanista.

Como ha manifestado el Magistrado Javier Delgado, el Estatuto es una ley profundamente coherente: la quintaesencia está en el Preámbulo –la definición de Cataluña como nación-, que tiene su directo reflejo en el Título Preliminar, que –a su vez- se desarrolla en el resto del articulado. El “iter” del Estatuto ha sido descrito de la siguiente manera por el Magistrado Vicente Conde: Parte de la concepción global de que “Cataluña es una nación”. Esta concepción global se concreta en la afirmación en el Preámbulo de que el autogobierno de Cataluña se fundamenta en los “derechos históricos del pueblo catalán” y de que el Parlament ha definido a Cataluña como nación; enfatiza el “derecho inalienable de Cataluña al autogobierno”; dispone que los poderes de la Generalitat “emanan del pueblo de Cataluña”; define un marco político de relaciones de la Generalitat con el Estado español conforme al principio de la “bilateralidad”; atribuye a la lengua catalana como “lengua de uso preferente en los ámbitos públicos”; y califica como “nacionales” los símbolos propios de la comunidad autónoma.

Esta coherencia interna del Estatuto ha quedado parcialmente desarbolada con la declaración del TC de que carecen de eficacia jurídica interpretativa las referencias del Preámbulo a “Cataluña como nación” y a la “realidad nacional de Cataluña”. El texto de la sentencia es manifiestamente mejorable. Así, para el magistrado Rodríguez Arribas, el Tribunal debería haber declarado inconstitucional el Preámbulo y anulado párrafos enteros del mismo por ser contrarios a la Constitución, y al magistrado Rodríguez Zapata no le ha parecido suficiente que el fallo se haya limitado a privar las afirmaciones del Preámbulo de “eficacia interpretativa” y no de “validez formal”, pues es obvio que subvierten la decisión esencial de la Constitución y deconstruyen la indisoluble unidad de la nación española. Mas, como reza el refrán castellano, “del lobo un pelo”. Como ha observado Casimiro García-Abadillo, es importante que se haya desactivado jurídicamente el término “nación”, porque es de ahí de donde emana la soberanía. ¿Está totalmente desconectada la pila soberanista del Estatuto?. Probablemente no –contesta el periodista-, pero la exigencia de Montilla a Rodríguez Zapatero de que compense con nuevas leyes los recortes acordados por el TC demuestra que el Estatuto ha resultado seriamente desactivado.

Para el TC, el término “nación” es extraordinariamente proteico en razón de los muy distintos contextos en los que acostumbra desenvolverse, y de la nación puede hablarse como una realidad cultural, histórica, lingüística, sociológica y hasta religiosa. Mas lo que interesa es la nación en sentido jurídico-constitucional y, en este específico sentido, la Constitución no conoce otra que la Nación española, y no puede referirse el término “nación” a otro conjunto que no sea el pueblo español, titular de la soberanía. El Estatuto se fundamenta y tiene su razón de ser en la Constitución de 1978 y sus normas no pueden desconocer ni inducir al equívoco en cuanto a la indisoluble unidad de la Nación española. El texto ancla la pertenencia de Cataluña a España, y el autogobierno de aquélla sólo encuentra sentido en la Constitución. El Estatuto no habla del pueblo catalán como titular de la soberanía nacional porque acepta que eso sólo compete al pueblo español. Cuando se refiere al “derecho inalienable de Cataluña al autogobierno” sólo hace referencia al derecho que la Constitución reconoce y garantiza a todas las nacionalidades y regiones de España. Con la calificación como “nacionales” de los símbolos de Cataluña –bandera, fiesta e himno- se predica únicamente su condición de símbolos de una nacionalidad constituida como comunidad autónoma en ejercicio de su derecho; lo son por representar a una nacionalidad y no por representar a una nación. En cuanto a la “ciudadanía catalana”, no es ésta sino una especie de género de la “ciudadanía española”, a la que no puede ontológicamente contradecir.

Los magistrados discrepantes han hecho fundadas y aceradas críticas al Estatuto y a la sentencia. Para Rodríguez-Zapata, el Estatuto es una norma “patógena”, que se subroga el papel del legislador constituyente, modifica la Constitución sin seguir los procedimientos para su reforma e incurre en un vicio colosal de incompetencia, que subvierte la división de poder entre el Estado y las comunidades autónomas en todos los ámbitos, y colapsa el funcionamiento mismo del Estado.

Según Delgado, el TC ha desbordado ampliamente su función y no ha atendido a los límites del contenido que la Constitución asigna a los estatutos de autonomía. No ha declarado la inconstitucionalidad de preceptos estatutarios que son claramente inconstitucionales, atribuyéndoles un sentido distinto al que deriva de su texto, con lo que se crea una norma nueva, cometido propio del legislador y absolutamente ajeno a la función constitucional del Tribunal. Conde –por su parte- ha manifestado que salvar la constitucionalidad de una ley recurrida negando lo que la misma dice, sobre la base de hacerla decir lo que no dice, más que un error supone un modo de abdicación de la estricta función jurisdiccional y de ejercicio de una potestad constitucional que al Tribunal no le corresponde. La técnica adoptada para validar la mayor parte del Estatuto –basada en interpretaciones conformes- en modo alguno puede justificar una auto-atribuida facultad de reconfigurar la ley que juzga recreándola, lo que implica invadir el espacio lógico de la potestad legislativa, atribuida por la Constitución a las Cortes Generales. La norma –aunque con otra interpretación distinta a la que le es propia- puede continuar en el ordenamiento jurídico, en vez de ser expulsada de él mediante su declaración de inconstitucionalidad. Una solución tal abre un espacio preocupante de inseguridad jurídica, de apertura a la interpretación de la interpretación. Estoy de acuerdo con estas afirmaciones y coincido con Conde en que la mayoría del TC ha abusado de benévolas interpretaciones para no invalidar artículos claramente inconstitucionales.

Felipe Sahagún ha afirmado categóricamente que la sentencia del TC deja herida de muerte a la Constitución y consagra un nuevo modelo de Estado que supera con creces los límites de los modelos autonómico y federal, y se sitúa claramente entre el modelo confederal y la independencia de sus partes. Tal era, sin duda, la intención del Estatuto aprobado por el Parlament, cuando establecía en su artículo 1º que Cataluña era una nación, que ejercía su autogobierno por medio de instituciones propias. Sin embargo, el texto fue considerable y significativamente rebajado por las Cortes, aunque no todo lo que hubiera sido de desear. Como ha criticado el Juez Delgado, el Estatuto trata de situar las relaciones en el ámbito político entre el Estado y la Generalitat, entre la Nación española y la Nación catalana, en un mismo nivel, propio, no del Estado federal, sino del confederal.

Comparto la opinión del periodista Arcadi Espada de que el nuevo Estatuto sigue siendo un mediocre artefacto jurídico y político, y un paso atrás respecto al texto de 1979, pero la intervención de las instituciones españolas ha logrado su mejora. Lo importante de la sentencia no se vincula con la Nación, sino con el Estado. El TC ha impedido que Cataluña se configure como un Estado distinto. La sentencia ha tardado demasiado tiempo en ser dictada, pero es una buena noticia para la democracia.

Ante la aparente imposibilidad de que el TC dictara una sentencia estrictamente jurídica por las increíbles presiones ejercidas sobre sus miembros por parte del Gobierno del POSE, los nacionalistas catalanes de toda gama -incluido el converso PSC- y los medios de comunicación de Cataluña, cabe acoger el fallo sobre el Estatuto –por muy insuficiente e insatisfactorio que sea- con un sentimiento de alivio. Ha supuesto el mal menor en la situación de callejón sin salida en la que se había encerrado Rodríguez Zapatero. Él ha sido el principal –aunque no único- responsable de dicha situación al jugar inconscientemente con las palabras –“la nación en un concepto discutido y discutible”-, al alentar un proceso suicida de desmoche de las competencias del Estado en beneficio de ciertas comunidades autónomas –especialmente la catalana y la vasca-, y al afirmar de forma irresponsable que aceptaría cualquier texto de Estatuto elaborado por el Parlament. Cuando al ver el engendro parido en Barcelona trató de reaccionar, fue demasiado tarde y tuvo que transar con el líder de CIU Artur Mas y con Alfonso Guerra- una chapuza que a nadie dejó satisfecho..

Tras la impugnación del Estatuto, el Gobierno de Rodríguez Zapatero toleró –si no alentó- una increíble campaña de descalificación del TC por parte de la Generalitat, los partidos políticos –con excepción del PP y Ciutadans-, los grupos socio-económicos de presión y los medios de comunicación de Cataluña. Como ha observado el profesor Álvarez-Tardío, es cierto que los socialistas no han cuestionado la legitimidad del Tribunal, ni han pedido una reforma de la Constitución que suprima el control de constitucionalidad de las leyes que regulan el funcionamiento de las autonomías, pero han estado facilitando el alimento ideológico a quienes anhelan perfeccionar la democracia española propiciando una descentralización sin límite, que desdibuje no sólo el sujeto de la soberanía nacional –y consiguientemente la igualdad civil de los españoles-, sino también la razón de ser de unas reglas de juego comunes.

Las dudas hamletianas de algunos magistrados del TC a pronunciarse sobre un tema tan delicado jurídica y políticamente prolongaron en demasía el tiempo requerido para que dictara su fallo. Y, entretanto, el tiempo corría a favor de las posiciones maximalistas de los nacionalistas catalanes, pues la Generalitat y el Parlement -sin el menor pudor- fueron desarrollando mediante leyes y decretos los preceptos impugnados, creando una situación de hecho difícilmente superable al haberse generado derechos adquiridos. Incluso después de haberse dictado la sentencia, el Parlament ha adoptado normas claramente anticonstitucionales, como la Ley de Consumo o la que establece las veguerías.

La acción concertada de la Generalitat y las fuerzas vivas de Cataluña contra el TC y su fallo –incluso antes de ser conocido- ha provocado un ambiente de victimismo y una sensación de malestar e insatisfacción por los presuntos abusos del poder central contra los legítimos derechos del pueblo catalán. ¿Se puede encontrar solución a este grave problema?. No va a ser fácil, pues el daño ya está hecho. Es evidente que, de manera totalmente artificial, ha ido aumentando la confrontación entre Cataluña y el resto de España, presentado –incluso por algunos bienpensantes- como un conflicto entre España y Cataluña, entre el pueblo español y el pueblo catalán. Así, para el Presidente Montilla es fundamental un cambio de actitud del conjunto de instituciones y ciudadanos de España respecto a Cataluña. Es decir, el todo ha de adaptarse a la parte. ¿No sería más lógico que fuera la parte la que se integrase en el todo, como está previsto en la Constitución y en el antiguo Estatuto de Sau?.

Se ha dicho que la Constitución ha quedado superada por el transcurso del tiempo y la evolución social, económica y política de España, y que hay que buscar otras fórmulas para regular las relaciones entre el Estado y las comunidades autónomas. Así, el Consejero Joaquín Nadal ha manifestado que el PSC no es independentista sino profundamente catalanista y pretende profundizar en un modelo federal de un Estado plural.

¿Es viable la solución federalista?. En la teoría sí, pero en la práctica no parece posible. El sistema federal parte de una norma que distribuye las competencias entre el Estado central y los Estados federados, que detentan los mismos derechos y obligaciones. Este principio de igualdad no es, sin embargo, aceptado por los políticos catalanes porque “Cataluña es más que un Estado”. La Comunidad catalana –como la vasca- nunca ha aceptado el “café para todos” establecido en la Constitución y se opone a tener los mismos derechos que otras Comunidades Autónomas españolas. En cuanto los Estatutos de otras Comunidades Autónomas les han reconocido derechos similares a los concedidos a Cataluña, la Generalitat ha reclamado nuevos derechos. Esta sensación de particularidad -ahora refrendada en el Estatut con la pretensión de que Cataluña es una nación- ha hecho imposible que se cerrara el capítulo de la Constitución que regula las relaciones entre el Estado y la Comunidades Autónomas, pues el sentido de agravio comparativo hace que Cataluña y el País Vasco pretendan tener un status superior al de otras Comunidades que, en su opinión, no son naciones.

Es innegable que Cataluña tiene unas peculiaridades propias que –como el TC ha reconocido- le dan una situación especial en relación con “el Derecho Civil, la lengua, la cultura, la proyección de éstas en el ámbito educativo y el sistema institucional en que se organiza la Generalitat”. Estas peculiaridades –que no poseen torda las Comunidades Autónomas- justifican un tratamiento diferencial en los ámbitos citados, pero no hay motivos fundados para que Cataluña disfrute de un régimen especial, distinto al de las otras Comunidades, en los terrenos legislativo, judicial, político, económico o financiero. En estos ámbitos deben tener los mismos derechos todas las comunidades, a excepción de los privilegios económico-financieros del País Vasco y Navarra específicamente reconocidos por la Constitución.

Dado que no resulta viable establecer un sistema federal –aparte de las dificultades formales de tener que reformar la Constitución-, habrá que conformarse con el régimen de autonomía en ella previsto, que permite recoger las peculiaridades diferenciales sin incurrir en agravio o discriminación para las demás Comunidades Autónomas, y tratar de cerrar de una vez el ámbito de sus competencias de manera uniforme. Va a ser prácticamente imposible volver al status quo ante y sólo cabe aplicar de buena fe el Estatuto vigente, a la luz de las líneas rojas y de los comentarios interpretativos fijados en la sentencia del TC.

Como ha observado el periodista Félix Bornstein, en estos momentos, lo más ético, pero también lo más difícil, sería –para todos los protagonistas de la política catalana- parar un poco el carro y detenerse a reflexionar sobre la parte de responsabilidad que tiene cada uno en los destrozos producidos y en restaurar la concordia que debe dar paso otra vez a la normalidad de las relaciones de Cataluña con el Estado.

Hay que recuperar el espíritu de la Constitución –sancionada por la inmensa mayoría de los españoles, incluidos los catalanes-, y aplicar sus disposiciones y las del Estatuto. No va a ser fácil, pero es la única solución viable para el bien de todos.

Madrid, Septiembre 2010