miércoles, 16 de septiembre de 2020
La no politización de la justicia, secundum Carolus Campus
LA NO POLITIZACIÓN DE LA JUSTICIA “SECUNDUM CAROLUS CAMPUS”
El pasado domingo día 13 se publicó en el diario “El Mundo” una poco afortunada entrevista de Angela Martialay al ministro de Justicia, Juan Carlos Campo, bajo los titulares de “Ya estamos trabajando por la reforma de la sedición”. El ministro y magistrado parte de la base de que “la justicia no está politizada en los más mínimo”, ya que la política judicial la hace el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) y la justicia la imparten los jueces individualmente. “Me niego a entender que la política mete las manos en la justicia”.
La politización de la justicia
Según, Santiago González, semejante afirmación es tan notoria que cabe preguntarse si, repartidas así las tareas, ¿para qué está él? El ministro sabe que su antecesora le cedió el puesto para pasar a ser la fiscal general del Estado y –según Pedro Sánchez-, ésta depende del Gobierno. Su propia biografía y la de su predecesora, Dolores Delgado, desmienten estas palabras. Juez desde 1987, Campo ha desempeñados los puestos de vocal del CGPJ (2001-2008), secretario de Estado de Justicia (2009-2011), diputado en el Congreso por el PSOE (2016-2020) y ministro de Justicia (2020-…). Delgado accedió a la carrera fiscal en 1989 y ha sido fiscal de la Audiencia Nacional (1993-2017). miembro del Consejo Fiscal (2018), ministra de Justicia (2018-2020), diputada en el Congreso por el PSOE (2018-2019) y fiscal general del Estado (2020-…). Todos estos puestos –de alto contenido político- han sido disfrutados por ellos, pese al espíritu del artículo 127-1 de la Constitución, conforme al cual los jueces y los fiscales, mientras estén en activo, no podrán desempeñar otros cargos públicos, ni pertenecer a partidos políticos o sindicatos. Es probable que ambos hayan respetado formalmente esta norma, pero el fluido sistema de “puertas giratoria” les ha permitido pasar de una situación a otra sin solución de continuidad. El caso más notorio ha sido el de su mentor, Baltasar Garzón, quien –tras cesar como secretario de Estado en el Ministerio de Justicia e Interior, regresó sin transición a su puesto en la Audiencia Nacional y, con su investigación en el caso de los Gal, provocó la condena e ingreso en prisión del ministro de Interior, José Barrionuevo, y del secretario de Estado, Rafael Vera. En la época de Campo como secretario de Estado de Justicia con Francisco Caamaño, ambos defendieron que había que adaptar el poder judicial al Estado de las Autonomías y propugnaron la supeditación de la justicia a a política y no al contrario.
La justicia siempre ha estado politizada hasta cierto grado, pues el principio de separación de poderes enunciado por el Barón de Montesquieu no siempre ha sido respetado y el poder ejecutivo ha prevalecido sobre el judicial. El Gobierno ejerce su influencia por medio de la elección de los jueces, fiscales y altos cargos judiciales –especialmente en las instituciones de mayor carga políticas, como el CGPJ o el Tribunal Constitucional-, donde los principales partidos han establecido de facto un reparto de cuotas. Los Gobiernos –cualquiera que sea su tinte ideológico- suelen influir sobre la justicia a través del ministro del ramo, el CGPJ, y la fiscalía general del Estado, así como de los tribunales más politizados, como el Constitucional o la Audiencia Nacional, pero nunca se había llegado a extremos tan obscenos para controlar el poder judicial como el del actual Gobierno. Según Francisco Rosell, su presidente acelera la toma de la justicia con el fin de que España pase de tener tres poderes independientes, a tres funciones y un solo poder; el de Pedro Sánchez.
Consejo General del Poder Judicial
De conformidad con la Constitución, el CGPJ es el órgano de Gobierno del poder judicial, que está integrado por el presidente del Tribunal Supremo –que lo preside- y veinte miembros nombrados por el Rey, doce de ellos entre magistrados, cuatro a propuesta del Congreso y oros cuatro a propuesta del Senado, elegidos por mayoría de tres quintos entre juristas de reconocido prestigio. La Ley Orgánica del Poder Judicial de 1980 estableció que los doce miembros judiciales serían escogidos por sus colegas, pero, cinco años más tarde, el Gobierno socialista cambió el sistema y decidió que fueran elegidos por las Cortes. Aunque el PP incluyó en su programa regresar al sistema de elección anterior, cuando llegó al poder pactó con el PSOE y mantuvo el sistema.
En 2018, ambos partido llegaron a un acuerdo de intercambio de cromos en la elección de un nuevo Consejo bajo la dirección del presidente de la sala segunda de lo penal del Tribunal Supremo, Manuel Marchena, pero todo se fue al traste por un mensaje del portavoz del PP en el Senado, Ignacio Cossidó, que calificó la renovación acordada de “jugada estupenda” que permitiría al partido controlar al CGPJ “desde atrás”. Marchena renunció dignamente a su candidatura, afirmando que nunca había concebido el ejercicio de la función jurisdiccional como un instrumento al servicio de una u otra opción política, para controlar un proceso penal. Pablo Casado propuso regresar al sistema de elección de 1980, pero el Congreso lo rechazó. Ahora no ha aceptado ha aceptado la renovación del actual Consejo –que lleva dos años extra en funciones por negarse a que se reservaran en él dos puestos para candidatos de Podemos, y ha vuelto a proponer el regreso al “statu quo ante”, pero el partido carece de credibilidad al respectos tras sus bandazos..
Para Rafael Jiménez Asenjo, la elección por las Cortes del CGPJ supone una lectura inadecuada del principio de separación de poderes, pues, en vez de garantizar un régimen de pesos y contrapesos –“checks and balances”- entre los tres poderes permite un confuso maridaje del ejecutivo-legislativo con el judicial, y carece del equilibrio requerido a un modelo propio de separación. Pretender que las Cortes validen un pacto entre partidos políticos sin una comprobación objetiva de la competencia profesional e integridad de los candidatos propuestos es un insulto a la inteligencia política de los ciudadanos. Los partidos pugnan por la designación de los miembros y de su presidente y aquí es donde la política trata de meter la cuchara hasta el fondo del plato con el fin de tener un poder judicial domesticado. Aunque la Constitución prevea que el presidente del Tribunal Supremo será elegido por el CGPJ, los partidos políticos predominantes se ponen de acuerdo sobre la persona a elegir y el Consejo se limita a decir amén.
Asenjo, se pasa un tanto de frenada -a mi juicio-, al afirmar que permitir la elección por los jueces, supondría pasar de politizar la justicia a corporativizarla, Se pronuncia por la elección parlamentaria, previa una criba de méritos e integridad de los aspirantes por parte de una autoridad independiente de los partidos políticos. Pero, por buena que sea esta fórmula, no resulta viable porque habría que realizar una nueva modificación de la LOPJ. Estimo que se debería volver al sistema anterior, a diferencia del ministro Campo que se pronuncia por mantener el sistema actual de doble legitimación: propuesta de los jueces y decisión de las Cámaras, “donde reside la soberanía nacional”, lo que implica la sumisión del poder judicial al legislativo, a su vez controlado por el ejecutivo. Tampoco creo que dejar la decisión a los jueces suponga una corporatización de la elección. Para elegir un Consejo de Ingenieros o de Médicos, no se encomienda esa labor a los políticos, sino a los ingenieros o a los médicos, que son los que mejor conocen a sus pares. Los jueces son los que están en mejores condiciones de evaluar la idoneidad profesional y la integridad de sus colegas y es lógico que voten a los mejores. Pero, de mantenerse el actual sistema, debería establecerse el voto secreto y permitirse el voto en conciencia, para que salgan elegidos los que estimen adecuados los diputados y senadores, y no los líderes de los partidos.
Fiscalía General del Estado/Gobierno
Según el artículo 124 de la Constitución, el Ministerio Fiscal tiene por misión promover la acción de la justicia en defensa de la legalidad, de los derechos de los ciudadanos y del interés público tutelado por la ley, así como velar por la independencia de los tribunales y procurar ante éstos la satisfacción del interés social. Ejercerá sus funciones conforme a los principios de unidad de actuación y dependencia jerárquica, pero -en todo caso- con sujeción a los de legalidad e imparcialidad. El fiscal general del Estado será nombrado por el Rey a propuesta del Gobierno, oído el CGPJ.
Como ha observado Cayetana Álvarez de Toledo, los fiscales no acaban de encontrar su sitio y son “personajes en busca de un autor”. A este problema identitario se suma que muchos fiscales confunden la búsqueda de la verdad con la búsqueda de la culpabilidad, cuando lo que deberían buscar es la justicia. No están obligados a acusar si no hay indicios racionales de delito y han de buscar la verdad en defensa del principio de legalidad. Como establece el Estatuto Fiscal, tienen que actuar ejercitando las acciones que procedan u oponiéndose a las que indebidamente se promuevan. “Cuando la acusación se convierte en prueba de inocencia el derecho acaba del revés”. Al insoportable drama de la politización de la justicia se suma el “sálvese el que pueda, mediante el acúsese sin pruebas”. Se ha llegado a un punto de pérdida de la autoridad moral del Estado, “resultado de la convergencia de los manotazos del Gobierno con el populismo judicial”. A esta confusa situación contribuye la adopción de normas en las que se invierte la carga de la prueba y los acusados deben demostrar su inocencia, como en las leyes para proteger al movimiento LGTBI.
Para poder defender los principios de legalidad e imparcialidad, sería necesario que los fiscales generales del Estado fueran personas objetivas y neutrales, no sometidas a la disciplina de los partidos políticos, de modo que la dependencia jerárquica se aplique por motivos operativos y no por imperativos ideológicos. Sin embargo, los Gobiernos especialmente los del PSOE- han solido nombrar fiscales generales vinculados al partido, como Javier Moscoso, Leopoldo Torres, Eligio Hernández, Cándido Conde-Pumpido o Dolores Delgado. El nombramiento de esta última ha sido un atentado de Sánchez a los principios de legalidad e imparcialidad, con el agravante de que ha sido nombrada “fiscal del Gobierno” para que viole tales principios y haga el trabajo sucio que permita al presidente controlar la institución judicial.
Desde un punto de vista formal, no es normal que una ministra de Justicia y diputada del PSOE pase sin situación de continuidad al puesto de fiscal general, cuyas funciones pueden entrar en colisión con sus anteriores funciones de ministra del ramo. Desde un punto de vista sustantivo, Delgado no es la persona adecuada para desempeñar tan importante puesto. Al margen de su competencia profesional como fiscal –que no pongo en duda-, su conducta ha dejado bastante que desear. Tiene muchos cadáveres en su armario, como se ha puesto de manifiesto en las famosas grabaciones de sus conversaciones con el extorsionador comisario, José Manuel Villarejo, durante la cena en el restaurante “Rianxo” en 2006, reveladas por moncloa.com. En ellas, dedicó epítetos homófobos y denigratorios al magistrado Fernando Grande-Marlaska, descalificó a jueces y fiscales por alternar con menores durante un congreso en Cartagena de Indias, mostró su anuencia al sistema de “información vaginal” de Villarejo –“ponías una chorbita, se la tiraban y contaban cosas- y dejó perlas de su talante como”no hay igualdad entre el hombre y la mujer. Yo sé perfectamente por donde vais. Sois transparentes. A mi que me den un tribunal de tíos y no me llevo mal con las tías, pero de tíos, que justamente sé por dónde van”..
Antes de hacerse públicas las grabaciones, Delgado mintió descaradamente, incluso en sede parlamentaria. Primero afirmó que no conocía en absoluto a Villarejo, más tarde que no había tenido relación de ningún tipo con él, luego que no había tenido relaciones profesionales, y finalmente que había coincidido con él en algún evento público junto con otras personas en tres ocasiones. Una vez conocidos los videos del almuerzo con Garzón y Villarejo, Delgado declaró que la derecha, la extrema derecha y la extrema extrema derecha utilizaban la grabación para impedir que el Gobierno avanzara en su agenda y hacían chantaje al Estado a través de su persona. El video fue ilegalmente grabado y no podría ser utilizado como pieza de convicción, pero no se trata de acusar a la fiscal de un delito que no ha cometido, sino de mostrar su talante. España no se merece tener una fiscal general de semejante calibre moral.
Para tratar de exculparla, Campo ha señalado entraba en la esquizofrenia decir que la designación de los jueces por las Cámaras no era bueno, mientras si lo era en cambio para el fiscal general. “Lo que hay es una antipatía por parte del PP hacia la designación de este Gobierno de la fiscal general del Estado”. Sin embargo, no es el PP el único que siente desconfianza hacia Delgado, pues la entonces ministra de Justicia fue reprobada en tres ocasiones por las Cortes –dos por el Congreso y una por el Senado- por no apoyar al magistrado-instructor del proceso contra Oriol Junqueras, Pablo Llarena, por sus “liaisons dangereuses” con Villarejo y por forzar a la Abogacía del Estado para rebajar de rebelión a sedición la acusación contra los políticos independentistas, y el PP no contaba con mayoría en dichas cámaras- Incluso el vicepresidente del Gobierno, Pablo Iglesias, le pidió a Sánchez que saliera del Gobierno por coherencia porque, cuando en un Gobierno se ponía en duda la credibilidad de un ministro y éste no podía desmentir lo que aparecía, debería dimitir. Delgado se aferró a la poltrona y dijo que no dimitiría porque se trataba de un chantaje al Gobierno y Sánchez la respaldó, porque tenía reservado para ella otros importantes destinos. Que nadie tenga la menor duda –ha subrayado Campo- de que la actuación de Delgado va a estar regida exclusivamente por el principio de la legalidad. Me temo que muchos tendremos, más que dudas, certezas de lo contrario.
Mientras fue ministra de Justicia, Delgado presionó a los fiscales del Tribunal Supremo para que rebajaran la acusación contra los responsables del referéndum ilegal del 1-0 y, cuando no lo consiguió, forzó a la Abogacía del Estado a que omitiera de su informe cualquier referencia a la violencia y rebajara la acusación de rebelión a sedición, tras haber destituido al responsable de la sección penal, Edmundo Bal por negarse a hacerlo. También se prestó la abogacía del Estado/Gobierno a recomendar la salida de la cárcel de Junqueras para recibir su credencial de eurodiputado y a atacar a la magistrada Carmen Rodríguez-Medel por haber investigado al Delegado del Gobierno en Madrid, José Manuel Franco, por las presiones sobre la policía judicial para que revelara el contenido del proceso, a la sazón secreto, sin la anuencia de la juez.
Ya de fiscal general, ha pedido que se límite a un solo delito las acusaciones contra Iglesias en el caso de la financiación ilegal de Podemos, puesto trabas a la investigación contra Iglesias en el “caso Dina”, y rechazado todas las querellas del Consejo General de Colegios Oficiales de Enfermería de España y varias organizaciones y particulares contra el Gobierno por los daños causados por la gestión de la crisis del Covid-19. Pero lo más grave en su proceder como fiscal, es haber anulado mediante una comunicación interior una Orden de su predecesora, Consuelo Madrigal, por la que se oponía a la tramitación de comisiones rogatorias relacionadas con la causa abierta por la juez argentina María Servini por los crímenes franquistas.
En 2010, la titular del juzgado federal nº 1 de Buenos Aires –discípula dilecta de Gazón- abrió una causa general contra los crímenes del franquismo, en la que procesó a varios antiguos ministros de Franco por actos cometidos entre 1936 y 1977, en base al principio de jurisdicción universal, Servini recogió el testigo de su maestro, que había visto rechazada su tentativa por una sentencia de la Audiencia Nacional de 2008, que dejó sin efectos lo actuado por el juez. Manos Limpias se querelló contra Garzón y, en 2012, el TS estimó que éste había abierto diligencias para enjuiciar supuestos delitos amnistiados y prescritos. y aplicado calificaciones jurídicas contrarias al principio de legalidad. Incurrió en excesos de interpretación y aplicación de las normas al abrir una causa general contra el franquismo, pero fue absuelto porque el Tribunal estimó -con corporativa condescendencia- que su actuación no alcanzó el grado de injusticia requerido para cometer un delito de prevaricación. Para autorizar la intervención de Servini, Delgado ha afirmado que era responsabilidad directa del Estado “la adecuación permanente de la memoria democrática a las nuevas necesidades a escala nacional, autonómica y local, así como a los nuevos paradigmas memoriales y de derechos humanos que se articulan en el ámbito internacional” La argumentación es abstrusa y carente de rigor jurídico, y Delgado ha dado vía libre a una juez argentina. Para que enjuicie a unos españoles por supuestos delitos de lesa humanidad –inexistentes cuando se `produjeron los hechos, por lo que no cabía la retroactividad- cometidos en España y que, en cualquier caso fueron amnistiados y han prescrito. Esta decisión ha sido calificada en medios judiciales de disparate, chapuza y esquizofrenia jurídica, por violar la Ley de Amnistia de 1977 y quebrantar el principio de legalidad. Para mí, es pura y simplemente un acto de prevaricación –adopción de una resolución injusta a sabiendas-. Preguntado sobre el interrogatorio de Salvini a Rodolfo Martín Villa permitido por Delgado, Campo ha respondió que esa cuestión no le parecía opinable, porque “sería poco respetuoso con el papel de los tribunales”. Pues no. El ministro de Justicia debería pronunciarse y condenar la intromisión de una jurisdicción extranjera en la jurisdicción española, en violación de las leyes nacionales y del Derecho Internacional. .
Reforma de los delitos de rebelión y de sedición
Sánchez se ha comprometido a liberar a los políticos catalanes presos tras la condena del Tribunal Supremo por los delitos de sedición y malversación. No puede concederles una amnistía por no permitirlo la Constitución y el indulto no resulta viable porque Junqueras y demás compañeros mártires se niegan a solicitarlo, porque consideran que no han cometido ningún delito, y se muestran dispuestos a repetir su conducta delictiva en cuanto se les presente la menor ocasión. Para salvar este escollo, los juristas que mal aconsejan al presidente han sugerido reformar el Código Penal para modificar los delitos de rebelión y de sedición, rebajar las penas, y aplicar retroactivamente a los condenados las nuevas disposiciones más favorables..
A una pregunta sobre de la reforma anunciada por Sánchez de los delitos de rebelión y de sedición, Campo ha respondido que no cabía la menor duda. ”Son tipos penales que no hemos tenido afortunadamente que aplicar antes y, cuando nos hemos dado cuenta, llevaban escritos demasiado tiempo y necesitan el paso por la modernidad”. Efectivamente la regulación de estos delitos necesita aggiornarse, pero justamente en el sentido contrario al que pretende el Gobierno. Lo esencial en el delito de rebelión es que se produzca un alzamiento público con el fin de derogar la Constitución, destituir al Rey o limitar sus facultades, impedir la celebración de elecciones, disolver las Cortes o las Asambleas autonómicas o impedir su funcionamiento, declarar la independencia de una parte del territorio nacional, destituir los Gobiernos de la Nación o de las Autonomías, o sustraer a las fuerzas armadas a la obediencia del Gobierno. El recurso a la fuerza o el grado de violencia requerido son factores instrumentales para lograr el objetivo perseguido, que fueron magnificados por el Gobierno socialista en su última reforma del Código Penal. Hay muchas formas de ejercer l a violencia sin necesidad de recurrir a la fuerza armada –presión psicológica o económica, recurso a las redes sociales, a la manipulación o a la posverdad, ciberataques, ocupación de edificios o cortes de comunicaciones…etc. Es lo que Daniel Gascón ha calificado de “El golpe posmoderno”. Por otra parte, no es necesario recurrir a la violencia cuando –como en el caso de Cataluña-, los rebeldes ocupan el Gobierno autonómico y todas sus competencias, incluido el control de las fuerzas del orden. Hay que regular lo que el Tribunal Supremo ha calificado de “rebelión jurídica“, de los rebeldes que ocupan legítimamente parte de los poderes establecidos. En un contexto de esta índole, la violencia pasa a un segundo plano y sólo hay que recurrir a ella en algún momento puntual. No se puede condicionar la comisión de rebelión a que se haya consumado la secesión y eludir la valoración de los elementos subjetivos –intenciones o deseos de los rebeldes-, pues los importante son los elemento objetivos
El delito de sedición es menos importante porque lo que persiguen los sediciosos no es la alteración del orden constitucional de un Estado, sino la alteración del orden público. Basta con que se produzca un alzamiento tumultuario para impedir por medios no legales la aplicación de la ley o el ejercicio de sus funciones por parte de las autoridades o los funcionarios. Si se regulara claramente el delito de rebelión y se incrementaran sus penas, podrían reducirse las sanciones por el de sedición. Pero la reforma prevista no persigue la mejora técnica de ambos delitos, sino obtener una vía para sacar cuanto antes de la cárcel a los condenados por el proceso independentista.
Tras las investigaciones que hice para publicar mi libro sobre “Politización de la justicia en España”, llegué a la conclusión de que la citada politización era importante en las instituciones de mayor contenido político, como el CGPJ, la Fiscalía General del Estado, el Tribunal Constitucional o la Audiencia Nacional, bastante menor en el Tribunal Supremo e insignificante en los demás tribunales, con la excepción del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña. En cuanto a los jueces y fiscales, su politización era mínima, salvo el caso del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña. En cuanto a los jueces y fiscales su politización era mínima salvo el caso de los “estrella”, que tanto daño han hecho a la administración de justicia. El poder judicial, junto con el Rey Felipe VI, han sido los principales garantes del orden constitucional en España.
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