ESTATUTO JURÍDICO DEL SAHARA OCCIDENTAL
La violenta irrupción y destrucción por las fuerzas de seguridad marroquíes del campamento saharaui instalado en Gdeim Izik el 8 de Noviembre del presente año ha planteado el tema de la situación jurídica de la antigua colonia y provincia española del Sahara Occidental. El Ministro de la Presidencia, Ramón Jáuregui, justificó en sede parlamentaria la prohibición del Gobierno de Marruecos a la entrada de periodistas españoles en el territorio del Sahara en que dicha acción formaba “parte del núcleo duro de la soberanía del país”. Ante el estupor causado por esta afirmación, trató en los pasillos del Congreso de matizarla al señalar que, en la actualidad, es Marruecos quien determina, por su capacidad de administrar et territorio, quién entra y quién no entra en él. El Vicepresidente 1º del Gobierno, Alfredo Pérez Rubalcaba, aún empeoró la situación cuando, en la rueda de prensa posterior a la reunión del Consejo de Ministros de 12 de Noviembre, calificó los incidentes en el Sahara de “sucesos en Marruecos”.
La Ministro de Asuntos Exteriores y Cooperación, Trinidad Jiménez, tuvo que salir a la palestra para tratar de corregir el entuerto, y afirmó que España no reconoce la soberanía de Marruecos sobre el Sahara, si bien constata la situación de control de este territorio por parte de dicho país. Añadió que el conflicto del Sahara no es de carácter bilateral entre España y Marruecos, sino de alcance internacional, y que el Gobierno español trabaja por lograr una “solución justa, duradera y aceptable por ambas partes, y que respete el derecho a la autodeterminación del pueblo saharaui”. Justificó la prudencia del Gobierno -al haber lamentado pero no condenado los graves acontecimientos ocurridos- en que las relaciones con Marruecos son política de Estado y resultan esenciales pues rl vecino Estado es “un socio clave”. El Presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, ya había esbozado esta argumentación al declarar que su Gobierno había adoptado una actitud responsable, sensata y prudente para la solución del conflicto y para los intereses de España, que eran los que había que poner por delante de cualquier otra consideración.
¿Cuál es en la actualidad el estatuto jurídico del Sahara Occidental?. Para conocerlo, examinemos brevemente la evolución histórica, política y jurídica del territorio.
La presencia histórica española en África Occidental se remonta a 1474 cuando Diego García de Herrera estableció la fortaleza de Santa Cruz de Mar Pequeña (desaparecida en 1524), y a 1485 cuando Fernán Pérez de Ayala construyó un fortín cerca de Cabo Juby. Por el Tratado Hispano-Marroquí de Tetuán de Paz y Amistad, de 26 de Abril de 1860, Marruecos concedió a España a perpetuidad, en la costa del océano junto a Santa Cruz la Pequeña, “el territorio suficiente para la formación de un establecimiento de pesquería como el que España tuvo allí antiguamente”, establecimiento que se ubicó en Sidi Ifni. España y Francia establecieron los límites del territorio en el Tratado de Madrid, de 16 de Noviembre de 1910. Hasta 1934 no se produjo su ocupación efectiva con la expedición del Coronel Capaz,y Ifni, pasó a depender del Protectorado Español de Marruecos.
Las empresas pesqueras de Canarias solían faenar a lo largo de la costa del Sahara Occidental. Ya en 1881, la Sociedad de Pesquerías Canario-Africanas construyó un pontón en Villa-Cisneros y, en los años siguientes, se establecieron diversas factorías en la costa de Sahara. El 26 de Diciembre de 1884, España firmó con los jefes nativos de la región un tratado que ponía bajo protección española la zona comprendida entre Cabo Bojador y Cabo Blanco. El tratado fue puesto en conocimiento de las potencias europeas y, ni en ese momento un durante la presencia española en la región, se recibió protesta o reclamación territorial alguna por parte de Marruecos. Desde 1886 se iniciaron las negociaciones entre España y Francia para delimitar el territorio (llegó a elaborarse incluso un proyecto de arbitraje por parte del Rey de Dinamarca), pero no se logró un acuerdo hasta el Tratado de París, de 27 de Junio de 1900. La ocupación real del Sahara no se culminó hasta 1920, tras la expedición del Capitán Bens.
En 1946 se creó el África Occidental Española, integrada por los territorios del Sahara Occidental y de Ifni, que permanecieron unidos hasta la disolución de la entidad tras el Decreto de 10 de Enero de 1958, que concedió el rango de provincias a ambos territorios, siguiendo el modelo ultramarino de Portugal. Se trataba de una provincialización más formal que real, pero el Gobierno español dejó de considerarlos “territorios no autónomos”, y así lo comunicó a la ONU.
La Asamblea General no aceptó las tesis hispano-portuguesas y amenazó a ambos países con sanciones si no facilitaban a la Organización información sobre la evolución de sus territorios no autónomos, de conformidad con el artículo 73 de la Carta. A diferencia de Portugal, España se plegó a las presiones de la ONU y, en 1960, comunicó que –aunque no estaba obligada en derecho- facilitaría la información solicitada con carácter voluntario. Era una decisión poco coherente desde el punto de vista jurídico, pero extremadamente pragmática. En su XV, sesión la Asamblea fue sensible a la declaración española y modificó el proyecto de resolución que estaba considerando. En su resolución 1542(XV), de 15 de Diciembre de 1960, la Asamblea afirmó que las “provincias” portuguesas -expresamente mencionada en una lista que incluía de Cabo Verde a Timor- eran territorios no autónomos sobre los que Portugal estaba obligado a enviar información. La resolución no mencionó los territorios españoles, acogió con satisfacción la declaración del representante de España e invitó al Gobierno español a participar en los trabajos del Comité de Información.
Al mismo tiempo, la Asamblea adoptó otras dos resoluciones capitales para acelerar el proceso de descolonización: la 1514(XV), que incluía una “Declaración sobre la concesión de la independencia a los países y pueblos coloniales”, y la 1541(XV), que enumeraba los “Principios que deben guiar a los Estados miembros para determinar si la obligación de comunicar las informaciones previstas en el artículo 73-e) de la Carta de la ONU les es aplicable o no”.
La primera –calificada de “Carta Magna de la Descolonización”- hacía hincapié en la independencia, al afirmar que “serán tomadas medidas inmediatas en los territorios bajo tutela, los territorios no autónomos y todos los territorios que todavía no han accedido a la independencia, para transferir todos los poderes a los pueblos de esos territorios, sin ninguna condición ni reserva, conforme a sus deseos libremente expresados, sin ninguna distinción de raza, de creencia o de color, a fin de permitirles gozar de una independencia y libertad completas”.
La segunda era más matizada al señalar que un territorio no autónomo podía alcanzar su plena autonomía mediante su constitución en un Estado independiente y soberano, o su libre asociación con, o su integración en, otro Estado independiente. Esta tesis fue reiterada diez años más tarde por la resolución 2625(XXV). La independencia, por tanto, no es la única forma que tiene un territorio dependiente para culminar el ejercicio de su libre determinación.
Hasta el 21 de Abril de 1961 no se produjo la primera reivindicación formal de soberanía de Marruecos sobre el Sahara Occidental y la declaración del Sultán Hassan II fue rechazada por España. Por resolución de 16 de Octubre de 1964, la Asamblea General instó al Gobierno de España a que adoptara de inmediato las medidas encaminadas a aplicar plena e incondicionalmente a los territorios de Ifni y del Sahara Español las disposiciones de la “Declaración sobre la concesión de la independencia a los países y pueblos coloniales”. Dos años más tarde, la Asamblea pidió a España que acelerase el proceso de descolonización de ambos territorios, si bien con matices diferentes, pues si para Ifni pidió que lo hiciera mediante la negociación con Marruecos, para el Sahara Occidental recomendó la celebración de un referéndum de libre determinación sobre la independencia, en consulta con los interesados y vecinos, y bajo los auspicios de la ONU. Marruecos expresó su rechazo a la recomendación de la Asamblea relativa al Sahara.
España inició negociaciones con Marruecos sobre Ifni y, por un Tratado de 4 de Enero de 1969, se acordó la devolución del territorio a Marruecos. En cuanto al Sahara Occidental, siguió el proceso de descolonización -especialmente la elaboración de un censo creíble de una población mayoritariamente nómada- y, el 23 de Mayo de 1975, el Gobierno español comunicó al Secretario General de la ONU la intención de poner fin a la presencia de España en el territorio, mediante la celebración de un referéndum bajo los auspicios de la Organización. Marruecos rechazó esta decisión y reclamó la devolución de los “territorios usurpados”, amenazando con proceder a una invasión y desplegando fuerzas en la frontera. Mauritania, a su vez, envió una nota al Secretario General en la que afirmaba sus pretendidos derechos sobre el Sahara Occidental.
Marruecos –con el apoyo de Mauritania y Argelia- propuso que, para aclarar la situación jurídica del territorio, se solicitara un dictamen al Tribunal Internacional de Justicia. La Asamblea accedió a esta solicitud y pidió al Tribunal que expresara su opinión sobre si el Sahara Occidental era un territorio sin dueño -"res nullius"- en el momento de su colonización por España, y sobre cuáles eran los vínculos jurídicos existentes entre dicho territorio y el reino de Marruecos y el complejo Mauritano.
En su dictamen de 26 de Octubre de 1975 , el TIJ afirmó que, en el momento de la colonización española, existían lazos y "allegiances" –especialmente de vasallaje- entre el Sultán de Marruecos y algunas tribus que vivían en el territorio del Sahara Occidental, y algunos derechos relativos a la tierra que constituían lazos jurídicos entre Mauritania y el citado territorio, pero de la información disponible no se establecía ”ningún lazo de soberanía territorial entre el territorio del Sahara Occidental y el reino de Marruecos o el complejo mauritano”. Y concluía lo siguiente:”El Tribunal no ha encontrado que existan “vínculos jurídicos de tal naturaleza que modifiquen la aplicación de la resolución 1514(XV) respecto a la descolonización del Sahara Occidental y, en particular, del principio de autodeterminación a través de la libre y genuina expresión de la voluntad de los pueblos del territorio".
Negándose a aceptar la evidencia, el Gobierno marroquí afirmó en un comunicado que el TIJ había reconocido la legitimidad marroquí, la "allegiance" entre Marruecos y el Sahara Occidental y la existencia de un conflicto jurídico con España, por lo que no había duda de que el territorio saharahui era parte integrante de Marruecos. El dictamen, sin embargo, supuso un duro golpe para el prestigio de Hassan II y para la estabilidad del reino jerifiano. El temor de Estados Unidos a que la posición de su aliado marroquí pudiera verse adversamente afectada por la eventual creación de un débil Estado saharaui, bajo la influencia de una Argelia pro-soviética, llevó a su implicación directa en la organización y apoyo de la llamada “Marcha Verde”. Según Jesús Palacios, la marcha fue ideada por el Secretario de Estado, Harry Kissinger, y planificada por la CIA, cuyo Subdirector General, Vernon Walters, se desplazó a Marruecos para coordinar y dirigir la operación. No sé si esto es cierto, pero lo que no cabe ninguna duda es de que esta gran operación no pudo ser llevada a cabo sin la ayuda material –especialmente logística- y el respaldo político de Estados Unidos y Francia.
El 6 de Noviembre de 1975 partió hacia el Sahara Occidental la marcha “pacífica” de decenas de miles de civiles, debidamente encuadrados y escoltados por tropas de “elite” del Gobierno marroquí (se habla de hasta 350.000 civiles y 35.000 militares). Hassan II se aprovechó de la circunstancia favorable de que el Jefe del Estado español, Francisco Franco, se encontraba en su fase biológica terminal y de que el Gobierno de Carlos Arias Navarro era extremadamente débil, tanto en el plano interno como en el internacional. La situación era realmente delicada pues –aunque España gozaba de superioridad militar- no resultaría aceptable para la opinión pública internacional la respuesta armada del Ejército español contra una masa de civiles, que pudiera provocar bajas mortales, por lo que sería acusada de genocidio.
Ese mismo día, el Consejo de Seguridad adoptó la resolución 380(1975), en la que deploraba la realización de la marcha e instaba a Marruecos a que retirara inmediatamente del territorio saharaui a todos los participantes en la misma, pero Marruecos hizo oídos sordos a la petición de Naciones Unidas Ante la situación de callejón sin salida en la que se hallaba y bajo la presión –supuestamente amistosa- de Estados Unidos y Francia, el Gobierno español capituló y suplicó a Hassan II que detuviera la marcha. Envió a Rabat como negociador al Secretario General del Movimiento, José Solís, quien aceptó sin rechistar las leoninas condiciones marroquíes. El 14 de Noviembre de 1975, seis días antes de la muerte de Franco, se firmó el secreto Acuerdo de Madrid, por el que España transfirió la administración del Sahara a Marruecos y a Mauritania. Tan sólo se hizo pública la siguiente declaración:
“España se propone poner definitivamente término a su presencia en el Sahara, lo más tarde el 28 de Febrero de 1976. En el ínterin se propone transferir sus poderes y responsabilidades a una Administración temporal que se ha de constituir por la adscripción de los gobernadores adjuntos (marroquí y mauritano) al actual Gobernador General. Colaborará la Yemáa, que expresará la opinión de la población. Esta declaración se ha adoptado en el respeto de los principios de la ONU.
1.-España ratifica su resolución de descolonizar el territorio.
2.-España instituirá inmediatamente una administración temporal adscribiendo dos gobernadores adjuntos marroquí y mauritano.
3.-Respeto a la opinión saharaui a través de la Yemáa.
4.-Este documento entrará en vigor el día en que se publique en el BOE la “Ley de Descolonización del Sahara”.
La Ley de Descolonización fue aprobada por as Cortes el 16 de Noviembre y,
en Febrero de 1976, España se retiró del Sahara Occidental. En Agosto de 1979,
Mauritania seguiría su ejemplo y abandonó la parte sur del Sahara, dejando todo el territorio en poder de Marruecos.
Los saharauis, liderados por el Frente Polisario no aceptaron esta transferencia e iniciaron sus ataques contra las tropas marroquíes, que habían ocupado el territorio al socaire de la “Marcha Verde”. El 27 de Febrero de 1976 la Organización de la Unidad Africana reconoció al Polisario como representante del Sahara y se proclamó la República Árabe Saharaui Democrática, que fue aceptada por la Organización. Como consecuencia de ello Marruecos abandonó la OUA.
Se inició entonces una larga y cruenta guerra entre Marruecos y el Polisario y numerosos saharauis tuvieron que refugiarse en campamentos en la región de Tindouf (Argelia). Marruecos construyó un muro de Norte a Sur del Sahara y las zonas allende el muro pasaron a control de los saharauis. La ONU trató de mediar en el conflicto y su Secretario General propuso en 1988 un Plan para la pacificación y libre determinación del Sahara Occidental. En 1991 se logró la firma de un alto el fuego, bajo los auspicios de la ONU, que envió tropas (MINURSO) para velar por su cumplimiento. El Consejo de Seguridad adoptó diversas resoluciones, en las que se acordó que en 1992 se celebraría un referéndum de libre determinación en el territorio y el Secretario General nombró un Representante Personal para que velara por su realización.
Marruecos inició una táctica de resistencia pasiva destinada a ganar tiempo y consolidar su posición en el territorio. La principal excusa fue que el censo elaborado por España era insuficiente y había que actualizarlo. En el ínterin fue enviando miles de colonos marroquíes al Sahara Occidental, al tiempo que expulsaba a un gran número de saharauis de su territorio. Así calculaba que, a medio plazo, el Sahara estaría formado por una mayoría pro-marroquí que -cuando finalmente se realizara el referéndum- votaría a favor de la integración del territorio en la “madre patria”.
Pasó el plazo previsto de 1992 y Marruecos siguió con su política obstruccionista, con el respaldo de Estados Unidos y Francia, que boicotearon en el seno de la ONU cualquier tentativa de presión sobre el ocupante marroquí. Se sucedieron los Representantes Personales y las resoluciones que exigían la realización del referéndum de libre determinación, pero el Gobierno marroquí siguió haciendo caso omiso de las recomendaciones onusianas.
El 29 de Enero de 2002 el Subsecretario de Asuntos Jurídicos de la ONU, Hans Corell, presentó un famoso informe sobre el Sahara Occidental en el que –entre otras cosas- decía lo siguiente: “El Acuerdo de Madrid no transfirió la soberanía sobre el territorio, ni confirió a ninguno de los signatarios la condición de potencia administradora, condición que España, por si sola, no podía haber transferido unilateralmente”. Al no haber transferido la soberanía del Sahara ni a Marruecos ni a Mauritania, España seguía siendo "de iure" la potencia administradora y el territorio continuaba pendiente de ser descolonizado hasta que su población expresara libremente su decisión, a través de un referéndum organizado por la ONU.
Ya en Abril de 2001, el Representante Personal del Secretario General, James Baker –antiguo Secretario de Estado de Estados Unidos-, había presentado un proyecto de Acuerdo marco del estatuto del Sahara Occidental, de “inspiración marroquí”, según él mismo reconoció. Constaba de dos fases: en la primera se elegirían un Ejecutivo y una Asamblea Legislativa a los que se concedían unas competencias limitadas, bajo el control de Marruecos. Al cabo de cuatro años, la Asamblea nombraría un nuevo Ejecutivo, que negociaría con el Gobierno marroquí el estatuto final del territorio. Se imponían dos condiciones claves para la realización del plan: que pudieran votar en las elecciones todos los ciudadanos instalados en el país un año antes de su celebración y que se excluyera la independencia de las fórmulas a negociar para el futuro del Sahara. El Plan Baker-I fue rechazado tanto por el Frente Polisario como por Argelia y recibió un golpe de gracia del Informe Corell. El Polisario propuso que el territorio fuera administrado directamente por la ONU, pero el Secretario General se negó a considerar semejante propuesta.
James Baker revisó completamente su proyecto y el 17 de Abril de 2003 presentó un nuevo “Plan de paz para la autodeterminación del pueblo de Sahara Occidental”, que fue unánimemente aceptado por el Consejo de Seguridad en su resolución 1495/2003. Se mantenía el sistema de dos fases, pero se introducían importantes modificaciones. En la primera fase, en la que se elegían una Autoridad y una Asamblea provisionales, sólo podrían participar en la votación los saharauis incluidos en el censo de la ONU (unos 86.000 ciudadanos). Se concedían a la Autoridad importantes competencias de carácter interno, mientras el Gobierno marroquí conservaba las competencias más importantes, como las relaciones exteriores y la defensa. A los 4 o 5 años se celebraría una segunda votación en la que –además de los saharauis censados por la ONU- podrían participar todos los ciudadanos no censados residentes en el país desde 1999 (unos 130.000 colonos marroquíes) y los saharauis instalados en los campamentos de Argelia censados por la ACNUR (unos 160.000 ciudadanos). En estas elecciones –realizadas bajo el control de Naciones Unidas- los votantes podrían pronunciarse por cualquiera de las soluciones previstas en las resoluciones de la Asamblea General: independencia, integración o asociación.
El Frente Polisario y Argelia aceptaron con ciertas reservas el Plan Baker-II. También lo aceptó en principio Marruecos, aunque solo con la boca pequeña, ya que hizo especial hincapié en la parte de la propuesta que establecía un régimen de autonomía bajo su tutela, que se prolongaría "sine die". El nuevo monarca Mohamed VI se declaró ardiente propulsor de un régimen autonómico “a la española”, dentro del Estado marroquí. Y lo peor es que los impulsores del Plan Baker-II –Francia y Estados Unidos- renegaron del mismo y se mostraron sensibles a las pretensiones del Sultán de solucionar la descolonización del Sahara Occidental mediante la fórmula de la autonomía. En el último discurso del Trono, Mohamed VI ha afirmado categóricamente que Marruecos jamás renunciará a la soberanía sobre sus “provincias del Sur”, a las que estaba dispuesto a conceder un generoso régimen de autonomía.
Tras la instauración de la democracia, los sucesivos Gobiernos –con mala conciencia- mantuvieron que, si bien España había dejado de ejercer sus funciones de potencia administradora en 1976, el Sahara Occidental no quedaría descolonizado hasta que el pueblo saharaui ejerciera su derecho a la libre determinación, y adoptó una actitud favorable a la realización, en el momento oportuno, de un referéndum bajo el control de la ONU. Durante el Gobierno de José María Aznar, España aprovechó su presencia en el Consejo de Seguridad para integrarse en el grupo de los “Amigos del Sahara” -compuesto por los miembros permanentes del Consejo, menos China- y apoyar el Plan Baker-II. Tras la llegada al Gobierno en 2004, el Presidente José Luis Rodríguez Zapatero realizó un giro copernicano en la política exterior española en temas básicos como los de Gibraltar o del Sahara Occidental. Así, aunque ha seguido defendiendo el derecho a la libre determinación del pueblo saharaui, ha iniciado una vía de acercamiento a las tesis marroquíes, ha dejado de insistir en la absoluta necesidad de celebrar cuanto antes un referéndum en el territorio, y ha dejado entrever que podría aceptar la descolonización del Sahara mediante la concesión al territorio de un régimen amplio de autonomía bajo la soberanía del Reino de Marruecos, al considerar que el Plan Baker-II había quedado obsoleto.
Esta actitud es incorrecta desde el punto de vista jurídico, e incluso en el plano político. Como han dejado meridianamente claro tanto el Dictamen del TIJ como el Informe Corell, el Sahara Occidental es un territorio no autónomo pendiente de descolonización, de conformidad con las resoluciones de la Asamblea General de la ONU, especialmente la que formula la “Declaración sobre la concesión de independencia a los países y pueblos coloniales”. Como acertadamente ha dicho el Profesor Julio González Campos, “la vía técnicamente correcta es la consulta a la población autónoma del territorio, utilizando procedimientos democráticos fundados en el sufragio universal de los adultos –cuya pureza garantizarán las Naciones Unidas- para determinar si los habitantes optan por la independencia, la asociación o la integración a un Estado independiente”. El pueblo saharaui es muy libre de decidir integrar su territorio en el Reino de Marruecos -con o sin un régimen de autonomía- o en cualquier otro Estado, pero esto sólo podrá hacerse mediante un referéndum democrático en el que pueda expresar libremente su opinión. Para garantizar el ejercicio del derecho de libre determinación es indispensable que las fuerzas marroquíes de ocupación se retiren previamente del país.
En su deriva pro-marroquí, el Gobierno español ha manifestado repetidas veces que es partidario de solucionar el conflicto saharaui mediante un acuerdo entre las partes en el seno de la ONU. Si lo que se pretende con ello es que el problema se resuelva a través de las negociaciones entre Marruecos y el Frente Polisario, como las celebradas en Nueva York al día siguiente del asalto marroquí al campamento de Gdeim Izik, la premisa de la que se parte no tiene fundamento legal, dado que -según el principio general del Derecho- “de la injusticia no nace derecho” ("ex iniuria nec oritur ius"). Marruecos no es parte en el proceso de descolonización del Sahara Occidental pues carece de cualesquier título jurídico, ya que la ocupación militar del territorio no puede ser considerada como tal. Las partes son España y el pueblo saharaui, representado –según la OUA- por el Polisario. El Gobierno español declinó en 1976 la responsabilidad de España como potencia administradora del Sahara Occidental, pero no estaba autorizado a transferir a Marruecos la soberanía del territorio. Marruecos es la potencia ocupante del territorio, que administra "de facto", pero no tiene derecho alguno a apoderarse de él si no cuenta con la autorización del pueblo saharaui libremente expresada mediante referéndum.
La ONU, sin embargo, ha aceptado la situación de "fait accompli" y dado beligerancia a la ocupación del Sahara por Marruecos, al considerarlo parte implicada en el proceso de descolonización del territorio. De ahí que haya preconizado y facilitado la celebración de negociaciones entre Marruecos y el Ferente Polisario, bajo la mirada benevolente de los “Amigos del Sahara”. El Gobierno marroquí ha dejado languidecer estos contactos e incluso ha abandonado durante años las negociaciones. Justo después del asalto al campamento de Gdeim Izik se han reanudado éstas, que carecen de relevancia al no negociar Marruecos de buena fe. Al gozar del "uti possidetis" del Sahara, el Gobierno marroquí no tiene el menor interés en negociar la celebración de un referéndum de libre determinación en el territorio. El tiempo corre a su favor y su implantación en el Sahara se consolida mientras la RASD y el Polisario –en su exilio argelino- y el pueblo saharaui en general ven debilitada su posición con el transcurso del tiempo. El Gobierno podrá prolongar impunemente sus tácticas dilatrias mientras siga contando –como hasta ahora- con el incondicional respaldo de Estados Unidos y Fracia.
También ha dicho el Gobierno español que ha de velar por los intereses de España por delante de cualquier otra consideración, y que hay que tener especial consideración con Marruecos porque es un socio clave. Esta descarnada reafirmación maquiavélica de la “razón de Estado” ( “el fin justifica los medios”) parece poner en tela de juicio –o dejar en un segundo plano- los principios de la Ética o la Moral Universal, el Derecho Internacional y los Derechos Humanos. Es evidente que resulta fundamental para los intereses de un Estado llevarse bien con los Estados vecinos, pero no por ello se ha de condonar todo lo que éstos hagan, especialmente si violan los derechos de un pueblo militarmente ocupado y del que España sigue siendo responsable conforme al Derecho Internacional. Marruecos es, por otra parte, un Estado vecino conflictivo y problemático, que reiteradamente reivindica como suyos territorios españoles. Es verdad que hay que procurar mantener con él las mejores relaciones posibles, pero hacerle concesiones e ignorar o consentir sus desafueros no van a calmar su visceral actitud reivindicativa y anti-española. Los nacionalismos –sean en el ámbito nacional o en el internacional- son insaciables. Cuando se les concede algo, lo dan por supuesto y reclaman más. En cuanto consiga fagocitar finalmente el Sahara Occidental, es más que probable que Marruecos concentre sus esfuerzos en la “recuperación” de los Peñones y las Islas Chafarinas y, tras ellos, de Ceuta y Melilla. Los regímenes autocráticos se crecen ante la actitud conciliadora, que consideran signo de debilidad. Con Marruecos, como con cualquier otro Estado, España debe mantener una actitud de firmeza en defensa de los principios fundamentales en los que se inspira, incluido el respeto de los derechos humanos.
Madrid, 16 de Noviembre de 2010
José Antonio de Yturriaga Barberán
Embajador de España
jueves, 18 de noviembre de 2010
jueves, 4 de noviembre de 2010
Aguas de Canarias
AGUAS DE CANARIAS
Recientemente los medios de comunicación han informado de que el Gobierno de España ha negociado con el Partido Coalición Canaria, y conseguido el apoyo de éste a los Presupuestos de de la Nación para 2011, a cambio de –entre otras ventajas- la transferencia a la Comunidad Autónoma de Canarias de las competencias del Estado sobre las “aguas canarias”. No conozco aún el texto preciso en el que se refleja este quid pro quo, pero cabe intuir cuál es su objetivo: satisfacer el deseo de la Junta de Canarias de ejercer su competencia sobre las aguas que conectan las distintas islas del archipiélago dentro del un perímetro formado por la unión con imaginarias líneas rectas de los puntos más salientes de dichas islas; en otras palabras, de las “aguas archipelágicas” de las Islas Afortunadas. Esta reivindicación encuentra cierta base en la Ley Nacional, aunque no acaba de estar conforme con el Derecho Internacional.
El concepto archipelágico se remonta a la presencia española en Filipinas, si bien no estaba del todo perfilado su alcance jurídico. En el Tratado de Paz de París de 1898, que puso fin a la presencia española en la zona, España cedió a Estados Unidos el archipiélago conocido por las islas Filipinas, que comprendía las islas incluidas dentro de ciertas líneas geográficas. Se trataba de una enunciación insuficiente ya que sólo se mencionaba la tierra y no las aguas que rodeaban las islas integrantes del archipiélago. En la Ley de Pesca dictada en 1932 por Estados Unidos se reconocían como “aguas territoriales del Archipiélago Filipino” las que se definían en el Tratado de París, con lo que la jurisdicción de la potencia colonial se extendió a la totalidad de los espacios marinos encerrados por las líneas fijadas en el citado tratado.
Como ha observado el jurista filipino J.M.Arreglado, el término “archipiélago” comprende no sólo los grupos de islas que lo componen, sino también las aguas que hay entre ellas, las rodean y conectan todas y cada una de las islas que lo constituyen.. El Diccionario de la Real Academia de la Lengua lo define como “una parte de mar poblado por islas”.
La relevancia jurídica del término se planteó durante la I Conferencia de las Naciones Unidas sobre Derecho del Mar, en la que Filipinas –con el apoyo de Indonesia- mantuvo que el archipiélago era un concepto jurídico autónomo, al que había que dar un tratamiento distinto al concedido a las islas individuales que lo componían. Consideraba que era una auténtica unidad jurídica y calificaba de “interiores” las aguas situadas entre las islas. Las grandes potencias marítimas, en cambio, mantuvieron que los archipiélagos constituían un mero conjunto de islas individualizadas, que poseían un cinturón propio de aguas territoriales, y que no era necesario formular una regla especial para ellos. Esta segunda tesis prevaleció y el Convenio de Ginebra de 1958 sobre el Mar Territorial y la Zona Contigua no incluyó ninguna disposición específica sobre los archipiélagos.
Al celebrarse la III Conferencia de las ONU sobre el Derecho del Mar, la situación había cambiado notablemente con el aumento del número de Estados archipelágicos tras las descolonización y el apoyo que éstos recibieron de los países del Tercer Mundo, que constituían la mayoría de la Conferencia. La cuestión fue planteada en un documento de trabajo de Fiji, Filipinas, Indonesia y Mauricio, en el que se reconocía la entidad geográfica, económica y política intrínseca de este tipo de Estados, se preveía la unión de los puntos extremos de las islas mediante líneas de base rectas, y se permitía el paso inocente de los buques extranjeros por las aguas archipelágicas..
Esta propuesta fue aceptada en principio, si bien las potencias marítimas –lideradas por la Gran Bretaña- consiguieron rebajar el régimen jurídico previsto, especialmente en el ámbito de la navegación, al complementar el derecho de paso inocente (que no incluía el sobrevuelo) con el “derecho de paso” tout court por las vías marítimas y rutas aéreas archipelágicas.
El delegado español fue el primero en señalar que los criterios especiales aplicables a los Estados archipelágicos eran asimismo válidos para los archipiélagos o cadenas de islas que formaban parte de un Estado mixto. En una propuesta sobre naturaleza y características del mar territorial, España afirmó que la soberanía del Estado ribereño se extendía, fuera de su territorio y de sus aguas interiores o archipelágicas, a una zona del mar adyacente a sus costas denominada mar territorial..
En un documento de trabajo de carácter global presentado por 9 Estados (Canadá, Chile, India, Indonesia, Islandia, Mauricio, Méjico, Noruega y Nueva Zelanda) se incluía un epígrafe sobre “Archipiélagos que forman parte de un Estado ribereño”, conforme al cual, los Estados que tuvieran uno o más archipiélagos distantes que fueran parte integrante de su territorio tendrían derecho a aplicar a tales archipiélagos las disposiciones previstas para los Estados archipelágicos. No obstante, el temor de que la oposición de las potencias marítimas a la extensión del nuevo régimen a los archipiélagos de los Estados pudiera afectar adversamente a su aceptación –ya prácticamente lograda- del Estado archipelágico llevó a los Estados más cualificados del grupo a presentar una propuesta que excluía de su ámbito de aplicación a los archipiélagos de los Estados, pese a que dos de sus miembros (Indonesia y Mauricio) habían copatrocinado el documento de los 9.
El Texto Único Oficioso para Fines de Negociación elaborado por el Presidente de la II Comisión, Reinaldo Galindo Pohl, incluyó disposiciones relativas a los dos tipos de archipiélagos. De un lado, aceptaba el concepto de Estado archipelágico, incluyendo la noción básica y las definiciones contenidas en la propuesta de los 4 Estados, pero recogía buena parte de las condiciones requeridas por las potencias marítimas, tanto en la limitación del trazado de las líneas de base rectas, como en el régimen de navegación aplicable. De otro, insertaba un epígrafe sobre los archipiélagos de los Estados, en el que se establecía –de forma un tanto críptica- que las disposiciones relativas a los Estados archipelágicos se entenderían “sin perjuicio de la condición jurídica de los archipiélagos oceánicos que formen parte integrante del territorio de un Estado continental”. Pese al carácter poco explícito de la disposición, su enunciado y la supresión de la referencia a la aplicación de las normas únicamente a los Estados archipelágicos hicieron que se interpretara como que las disposiciones relativas a éstos eran aplicables por analogía a los archipiélagos de los Estados. Sin embargo, el substituto de Galindo en la presidencia de la II Comisión, Andrés Aguilar, suprimió del Texto Único Revisado para Fines de Negociación la disposición “ad hoc” sobre los archipiélagos de los Estados, sin ofrecer explicación alguna. Pese a los intentos de las delegaciones de varios países -como España, Ecuador, India, Grecia o Portugal-, el texto se mantuvo invariable y pasó a formar parte de la Convención de Montego-Bay de 1982 sobre el Derecho del Mar.
La Convención dedica su Parte IV a los Estados archipelágicos, sin incluir disposición alguna sobre los archipiélagos de los Estados. En su artículo 46, define a aquéllos como los Estados constituidos totalmente por uno o varios archipiélagos y que podrían incluir asimismo otras islas, y por archipiélago entiende “un grupo de islas, incluidas partes de islas, las aguas que las conectan y otros elementos naturales, que estén tan estrechamente relacionados entre sí que tales islas, aguas y elementos naturales formen una entidad geográfica, económica y política intrínseca o que históricamente hayan sido considerados como tal”. Estas definiciones dejan entrever que el concepto sólo es aplicable a los Estados archipelágicos.
Una vez más, motivos políticos y estratégicos primaron en la Conferencia sobre
consideraciones de lógica jurídica. Las consecuencias de esta exclusión, sin embargo, no son tan graves como pudiera parecer, dado que, una vez aceptadas las premisas, no se podía negar la conclusión. Tras haber admitido la comunidad internacional el principio archipelágico –basado en criterios de índole geográfica, política, económica e histórica-, sus lógicas consecuencias jurídicas deberían resultar aplicables a todo tipo de archipiélagos, conforme a un recto principio de aplicación analógica. España perdió una magnífica oportunidad de hacer una declaración interpretativa en este sentido al ratificar la Convención de Montego-Bay.
Así pues, España no podrá ampararse en las disposiciones incluidas en la Convención para defender la aplicación del régimen previsto en su Parte IV a los archipiélagos de Canarias y Baleares, y sus oponentes, en cambio, podrán alegar, la no inclusión en el texto de disposiciones sobre los archipiélagos de los Estados, pese a que diversas propuestas al respecto hubieran sido ante la Conferencia.
La situación es diferente en el plano nacional. Aún no acabada la Conferencia y adoptada la Convención, el Gobierno español presentó en 1978 un proyecto de ley sobre zona económica y, en el curso de su tramitación, las Cortes aceptaron por sorpresa sendas enmiendas, que fueron incluidas en el texto final de la Ley 15/1978 sobre Zona Económica en los siguientes términos:
“En el caso de los archipiélagos, el límite exterior de la zona económica exclusiva se medirá a partir de las líneas de base rectas que unan los puntos extremos de las islas e islotes que respectivamente los componen, de manera que el perímetro resultante siga la configuración general de cada archipiélago” (artículo 1-1).
Y a efectos de la delimitación de la ZEE, la Ley establecía que, en el caso de los archipiélagos, la línea media o equidistante se mediría a partir del perímetro archipelágico (artículo 2.2).
Estas disposiciones están deficientemente formuladas desde el punto de vista jurídico (cabe interpretar que el límite de la ZEE al que se hace referencia es el interior en vez del exterior), y resultan confusas en cuanto a su alcance. Lo único que queda claro es que los puntos extremos de las islas e islotes que componen un archipiélago se pueden unir con líneas de base rectas, y que a partir del perímetro archipelágico se mide la anchura de la zona (y es de suponer que también la del mar territorial).. No se fijan cartográficamente esos puntos extremos, y no se establecen ni el estatuto jurídico de las aguas contenidas dentro de dicho perímetro, ni el régimen de navegación aplicable en tales aguas.
Como la propia Ley prevé que, salvo lo que se disponga en tratados internacionales con los Estados cuyas costas se encuentren enfrente de las españolas, el límite exterior de la ZEE será la línea media o equidistante, la línea de delimitación entre el Archipiélago de Canarias y Marruecos deberá medirse a partir del perímetro archipelágico canario. Esto añade una dificultad adicional a las ya de por sí complicadas negociaciones de delimitación con Marruecos en el Atlántico. El Gobierno marroquí alega supuestos “principios equitativos” para mantener que las Islas Canarias
-con una longitud de litoral reducido- no tienen los mismos derechos a una ZEE que Marruecos, con una línea de costa mucho más extensa. Aunque sea de forma poco significativa, el trazado de líneas de base rectas en las islas más cercanas a la costa marroquí amplía la extensión de la zona correspondiente al archipiélago.
Al no conocer los textos jurídicos en los que se plasman las concesiones hechas por el Gobierno de la Nación a la Junta de Canarias, resulta difícil expresar una opinión fundada sobre ellos, pero me temo lo peor. ¿Qué se pretende?. ¿Conceder a Canarias el estatuto de Estado archipelágico?. ¿Reconocer a la Junta competencias sobre las aguas archipelágicas de Canarias y sobre el mar territorial o la ZEE en la región?. ¿Otorgarle competencias en materia de puertos, pesca y explotación de recursos vivos y no vivos, navegación, seguridad marítima, investigación científica o arqueología submarina?...
La deriva entreguista del Gobierno actual en relación con las crecientes reivindicaciones nacionalistas en detrimento de las competencias de la Nación nos lleva a ser pesimitas. El Gobierno debería ser consciente de que la soberanía del Estado sobre su territorio –incluidas las aguas jurisdiccionales y el espacio aéreo suprayacente- es única e indivisible, y no se puede fraccionar y distribuir entre las distintas Comunidades Autónomas que lo integran. Nos encontramos, por ejemplo, con la increíble situación de que quien quiera cazar en España necesita ser titular de 17 licencias de caza distintas. ¿Llegaremos a una situación similar en materia de explotación de recursos marinos, navegación, seguridad marítima o investigación?. ¿Podrá la Junta exigir a los buques de pabellón español inscritos en otra Comunidad Autónoma condiciones diferentes a las requeridas a los buques registrados en puertos canarios en cualquiera de las materias anteriormente mencionadas?. ¿Podrá Canarias negociar un acuerdo de delimitación de “sus aguas” con el vecino Marruecos al margen del Gobierno central?...
Estos y muchos otros interrogantes surgen en relación con el posible reconocimiento del Gobierno de la Nación de la competencia de la Junta sobre las “aguas canarias”. El Gobierno debe reflexionar y analizar con rigor jurídico las graves consecuencias de unas concesiones que podrían poner en tela de juicio la integridad de la soberanía nacional y la unidad de España.
Madrid, 3 de Noviembre de 2010
José Antonio de Yturriaga Barberán
Embajador de España
Recientemente los medios de comunicación han informado de que el Gobierno de España ha negociado con el Partido Coalición Canaria, y conseguido el apoyo de éste a los Presupuestos de de la Nación para 2011, a cambio de –entre otras ventajas- la transferencia a la Comunidad Autónoma de Canarias de las competencias del Estado sobre las “aguas canarias”. No conozco aún el texto preciso en el que se refleja este quid pro quo, pero cabe intuir cuál es su objetivo: satisfacer el deseo de la Junta de Canarias de ejercer su competencia sobre las aguas que conectan las distintas islas del archipiélago dentro del un perímetro formado por la unión con imaginarias líneas rectas de los puntos más salientes de dichas islas; en otras palabras, de las “aguas archipelágicas” de las Islas Afortunadas. Esta reivindicación encuentra cierta base en la Ley Nacional, aunque no acaba de estar conforme con el Derecho Internacional.
El concepto archipelágico se remonta a la presencia española en Filipinas, si bien no estaba del todo perfilado su alcance jurídico. En el Tratado de Paz de París de 1898, que puso fin a la presencia española en la zona, España cedió a Estados Unidos el archipiélago conocido por las islas Filipinas, que comprendía las islas incluidas dentro de ciertas líneas geográficas. Se trataba de una enunciación insuficiente ya que sólo se mencionaba la tierra y no las aguas que rodeaban las islas integrantes del archipiélago. En la Ley de Pesca dictada en 1932 por Estados Unidos se reconocían como “aguas territoriales del Archipiélago Filipino” las que se definían en el Tratado de París, con lo que la jurisdicción de la potencia colonial se extendió a la totalidad de los espacios marinos encerrados por las líneas fijadas en el citado tratado.
Como ha observado el jurista filipino J.M.Arreglado, el término “archipiélago” comprende no sólo los grupos de islas que lo componen, sino también las aguas que hay entre ellas, las rodean y conectan todas y cada una de las islas que lo constituyen.. El Diccionario de la Real Academia de la Lengua lo define como “una parte de mar poblado por islas”.
La relevancia jurídica del término se planteó durante la I Conferencia de las Naciones Unidas sobre Derecho del Mar, en la que Filipinas –con el apoyo de Indonesia- mantuvo que el archipiélago era un concepto jurídico autónomo, al que había que dar un tratamiento distinto al concedido a las islas individuales que lo componían. Consideraba que era una auténtica unidad jurídica y calificaba de “interiores” las aguas situadas entre las islas. Las grandes potencias marítimas, en cambio, mantuvieron que los archipiélagos constituían un mero conjunto de islas individualizadas, que poseían un cinturón propio de aguas territoriales, y que no era necesario formular una regla especial para ellos. Esta segunda tesis prevaleció y el Convenio de Ginebra de 1958 sobre el Mar Territorial y la Zona Contigua no incluyó ninguna disposición específica sobre los archipiélagos.
Al celebrarse la III Conferencia de las ONU sobre el Derecho del Mar, la situación había cambiado notablemente con el aumento del número de Estados archipelágicos tras las descolonización y el apoyo que éstos recibieron de los países del Tercer Mundo, que constituían la mayoría de la Conferencia. La cuestión fue planteada en un documento de trabajo de Fiji, Filipinas, Indonesia y Mauricio, en el que se reconocía la entidad geográfica, económica y política intrínseca de este tipo de Estados, se preveía la unión de los puntos extremos de las islas mediante líneas de base rectas, y se permitía el paso inocente de los buques extranjeros por las aguas archipelágicas..
Esta propuesta fue aceptada en principio, si bien las potencias marítimas –lideradas por la Gran Bretaña- consiguieron rebajar el régimen jurídico previsto, especialmente en el ámbito de la navegación, al complementar el derecho de paso inocente (que no incluía el sobrevuelo) con el “derecho de paso” tout court por las vías marítimas y rutas aéreas archipelágicas.
El delegado español fue el primero en señalar que los criterios especiales aplicables a los Estados archipelágicos eran asimismo válidos para los archipiélagos o cadenas de islas que formaban parte de un Estado mixto. En una propuesta sobre naturaleza y características del mar territorial, España afirmó que la soberanía del Estado ribereño se extendía, fuera de su territorio y de sus aguas interiores o archipelágicas, a una zona del mar adyacente a sus costas denominada mar territorial..
En un documento de trabajo de carácter global presentado por 9 Estados (Canadá, Chile, India, Indonesia, Islandia, Mauricio, Méjico, Noruega y Nueva Zelanda) se incluía un epígrafe sobre “Archipiélagos que forman parte de un Estado ribereño”, conforme al cual, los Estados que tuvieran uno o más archipiélagos distantes que fueran parte integrante de su territorio tendrían derecho a aplicar a tales archipiélagos las disposiciones previstas para los Estados archipelágicos. No obstante, el temor de que la oposición de las potencias marítimas a la extensión del nuevo régimen a los archipiélagos de los Estados pudiera afectar adversamente a su aceptación –ya prácticamente lograda- del Estado archipelágico llevó a los Estados más cualificados del grupo a presentar una propuesta que excluía de su ámbito de aplicación a los archipiélagos de los Estados, pese a que dos de sus miembros (Indonesia y Mauricio) habían copatrocinado el documento de los 9.
El Texto Único Oficioso para Fines de Negociación elaborado por el Presidente de la II Comisión, Reinaldo Galindo Pohl, incluyó disposiciones relativas a los dos tipos de archipiélagos. De un lado, aceptaba el concepto de Estado archipelágico, incluyendo la noción básica y las definiciones contenidas en la propuesta de los 4 Estados, pero recogía buena parte de las condiciones requeridas por las potencias marítimas, tanto en la limitación del trazado de las líneas de base rectas, como en el régimen de navegación aplicable. De otro, insertaba un epígrafe sobre los archipiélagos de los Estados, en el que se establecía –de forma un tanto críptica- que las disposiciones relativas a los Estados archipelágicos se entenderían “sin perjuicio de la condición jurídica de los archipiélagos oceánicos que formen parte integrante del territorio de un Estado continental”. Pese al carácter poco explícito de la disposición, su enunciado y la supresión de la referencia a la aplicación de las normas únicamente a los Estados archipelágicos hicieron que se interpretara como que las disposiciones relativas a éstos eran aplicables por analogía a los archipiélagos de los Estados. Sin embargo, el substituto de Galindo en la presidencia de la II Comisión, Andrés Aguilar, suprimió del Texto Único Revisado para Fines de Negociación la disposición “ad hoc” sobre los archipiélagos de los Estados, sin ofrecer explicación alguna. Pese a los intentos de las delegaciones de varios países -como España, Ecuador, India, Grecia o Portugal-, el texto se mantuvo invariable y pasó a formar parte de la Convención de Montego-Bay de 1982 sobre el Derecho del Mar.
La Convención dedica su Parte IV a los Estados archipelágicos, sin incluir disposición alguna sobre los archipiélagos de los Estados. En su artículo 46, define a aquéllos como los Estados constituidos totalmente por uno o varios archipiélagos y que podrían incluir asimismo otras islas, y por archipiélago entiende “un grupo de islas, incluidas partes de islas, las aguas que las conectan y otros elementos naturales, que estén tan estrechamente relacionados entre sí que tales islas, aguas y elementos naturales formen una entidad geográfica, económica y política intrínseca o que históricamente hayan sido considerados como tal”. Estas definiciones dejan entrever que el concepto sólo es aplicable a los Estados archipelágicos.
Una vez más, motivos políticos y estratégicos primaron en la Conferencia sobre
consideraciones de lógica jurídica. Las consecuencias de esta exclusión, sin embargo, no son tan graves como pudiera parecer, dado que, una vez aceptadas las premisas, no se podía negar la conclusión. Tras haber admitido la comunidad internacional el principio archipelágico –basado en criterios de índole geográfica, política, económica e histórica-, sus lógicas consecuencias jurídicas deberían resultar aplicables a todo tipo de archipiélagos, conforme a un recto principio de aplicación analógica. España perdió una magnífica oportunidad de hacer una declaración interpretativa en este sentido al ratificar la Convención de Montego-Bay.
Así pues, España no podrá ampararse en las disposiciones incluidas en la Convención para defender la aplicación del régimen previsto en su Parte IV a los archipiélagos de Canarias y Baleares, y sus oponentes, en cambio, podrán alegar, la no inclusión en el texto de disposiciones sobre los archipiélagos de los Estados, pese a que diversas propuestas al respecto hubieran sido ante la Conferencia.
La situación es diferente en el plano nacional. Aún no acabada la Conferencia y adoptada la Convención, el Gobierno español presentó en 1978 un proyecto de ley sobre zona económica y, en el curso de su tramitación, las Cortes aceptaron por sorpresa sendas enmiendas, que fueron incluidas en el texto final de la Ley 15/1978 sobre Zona Económica en los siguientes términos:
“En el caso de los archipiélagos, el límite exterior de la zona económica exclusiva se medirá a partir de las líneas de base rectas que unan los puntos extremos de las islas e islotes que respectivamente los componen, de manera que el perímetro resultante siga la configuración general de cada archipiélago” (artículo 1-1).
Y a efectos de la delimitación de la ZEE, la Ley establecía que, en el caso de los archipiélagos, la línea media o equidistante se mediría a partir del perímetro archipelágico (artículo 2.2).
Estas disposiciones están deficientemente formuladas desde el punto de vista jurídico (cabe interpretar que el límite de la ZEE al que se hace referencia es el interior en vez del exterior), y resultan confusas en cuanto a su alcance. Lo único que queda claro es que los puntos extremos de las islas e islotes que componen un archipiélago se pueden unir con líneas de base rectas, y que a partir del perímetro archipelágico se mide la anchura de la zona (y es de suponer que también la del mar territorial).. No se fijan cartográficamente esos puntos extremos, y no se establecen ni el estatuto jurídico de las aguas contenidas dentro de dicho perímetro, ni el régimen de navegación aplicable en tales aguas.
Como la propia Ley prevé que, salvo lo que se disponga en tratados internacionales con los Estados cuyas costas se encuentren enfrente de las españolas, el límite exterior de la ZEE será la línea media o equidistante, la línea de delimitación entre el Archipiélago de Canarias y Marruecos deberá medirse a partir del perímetro archipelágico canario. Esto añade una dificultad adicional a las ya de por sí complicadas negociaciones de delimitación con Marruecos en el Atlántico. El Gobierno marroquí alega supuestos “principios equitativos” para mantener que las Islas Canarias
-con una longitud de litoral reducido- no tienen los mismos derechos a una ZEE que Marruecos, con una línea de costa mucho más extensa. Aunque sea de forma poco significativa, el trazado de líneas de base rectas en las islas más cercanas a la costa marroquí amplía la extensión de la zona correspondiente al archipiélago.
Al no conocer los textos jurídicos en los que se plasman las concesiones hechas por el Gobierno de la Nación a la Junta de Canarias, resulta difícil expresar una opinión fundada sobre ellos, pero me temo lo peor. ¿Qué se pretende?. ¿Conceder a Canarias el estatuto de Estado archipelágico?. ¿Reconocer a la Junta competencias sobre las aguas archipelágicas de Canarias y sobre el mar territorial o la ZEE en la región?. ¿Otorgarle competencias en materia de puertos, pesca y explotación de recursos vivos y no vivos, navegación, seguridad marítima, investigación científica o arqueología submarina?...
La deriva entreguista del Gobierno actual en relación con las crecientes reivindicaciones nacionalistas en detrimento de las competencias de la Nación nos lleva a ser pesimitas. El Gobierno debería ser consciente de que la soberanía del Estado sobre su territorio –incluidas las aguas jurisdiccionales y el espacio aéreo suprayacente- es única e indivisible, y no se puede fraccionar y distribuir entre las distintas Comunidades Autónomas que lo integran. Nos encontramos, por ejemplo, con la increíble situación de que quien quiera cazar en España necesita ser titular de 17 licencias de caza distintas. ¿Llegaremos a una situación similar en materia de explotación de recursos marinos, navegación, seguridad marítima o investigación?. ¿Podrá la Junta exigir a los buques de pabellón español inscritos en otra Comunidad Autónoma condiciones diferentes a las requeridas a los buques registrados en puertos canarios en cualquiera de las materias anteriormente mencionadas?. ¿Podrá Canarias negociar un acuerdo de delimitación de “sus aguas” con el vecino Marruecos al margen del Gobierno central?...
Estos y muchos otros interrogantes surgen en relación con el posible reconocimiento del Gobierno de la Nación de la competencia de la Junta sobre las “aguas canarias”. El Gobierno debe reflexionar y analizar con rigor jurídico las graves consecuencias de unas concesiones que podrían poner en tela de juicio la integridad de la soberanía nacional y la unidad de España.
Madrid, 3 de Noviembre de 2010
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